No habían transcurrido cinco minutos desde su partida cuando la puerta se abrió y apareció el rostro radiante de Panksha. Una pequeña multitud compacta se apretujaba tras él.
– ¿Pueden venir también a saludarle los hombres, mi teniente? -me preguntó, casi tímidamente, el jefe de los guardias de noche.
– ¿Los hombres? ¿Venir a saludarme? Pero ¿por qué?
Antes de que pudiera darme una respuesta, Panksha se vio desbordado, empujado al interior de mi celda por diez o quince personas vestidas informalmente que enseguida me rodearon y me estrecharon la mano con cómicas inclinaciones de cabeza, como las que hacen los fieles ante la estatua de un santo o ante un sacerdote… En medio de todo aquel jaleo, por todas partes oía «Gracias», «Felicidades, mi teniente», «Ha hecho bien», «Le apoyaremos…». Al margen de todo protocolo, recibí un montón de palmaditas de simpatía, y también un amistoso porrazo en la espalda. Estos hombres eran en su mayoría prisioneros hindúes que purgaban sus penas en las celdas vecinas, pero entre ellos también había guardias, que me felicitaban del mismo modo. De pronto sentí que me abrían la mano a la fuerza y me dejaban en ella un encendedor, un paquete de cigarrillos, barritas de chocolate, una pasta de frutas… Panksha me miraba sonriendo.
– Ya ve, teniente… La noticia se ha extendido. Es raro que un brit intervenga por alguien de aquí. Es incluso cada vez más raro. Todo el mundo se lo agradece…
Tuve que estrechar unas cuantas manos más, dar las gracias por todo lo que me ofrecían, asegurar que había actuado espontáneamente, sin reflexionar, y que hubiera hecho lo mismo por cualquiera, para conseguir que evacuaran el lugar y me dejaran descansar un poco. Panksha fue el último en salir, pero antes aún tuvo tiempo de deslizarme al oído que, si mi arresto se prolongaba, encontraría la forma de hacer lo más cómoda posible mi estancia en prisión, y me guiñó el ojo mientras blandía y hacía tintinear bajo mis narices el impresionante manojo de llaves que acostumbraba llevar colgado a la cintura. Por fin me quedé solo. A pesar de la estrechez de la habitación, ésta estaba ahora en completo desorden. La brusca irrupción de aquella pequeña marea humana había volcado la silla y empujado la mesa a un rincón, ¡y vi incluso que unas huellas de pasos manchaban mi cama! ¡Uno de los tipos había caminado sobre las mantas sin siquiera darse cuenta! Tardé diez minutos largos en volver a poner un poco de orden en mi antro, y luego desenrosqué la bombilla, cuya luz, demasiado blanca, me taladraba los ojos. Finalmente, una vez vuelto el silencio y en medio de una bienhechora oscuridad, me tendí en la cama y me dormí…
El día siguiente pasó sin que el oficial judicial hiciera acto de presencia. En contra de lo que me había prometido, esperé, pues, inútilmente su visita. Me instaron a que saliera de mi jaula para dar un paseo de una hora, solo, por un pasillo enrejado que se hundía en un patio de cemento sin vistas, vigilado por dos guardias ingleses que me dirigían miradas malévolas. Oí que uno preguntaba al otro de qué me acusaban.
– Ha disparado a uno de los nuestros que sólo se limitaba a darle una lección a un sudra , por lo que parece.
Y escupió al suelo, mientras me lanzaba una mirada llena de rabia que dejaba bien claro por quién, entre el verdugo inglés y la víctima hindú, se inclinaban sus simpatías.
Más tarde, justo cuando acababa de volver del paseo, el capitán Nicol entró, azorado, en mi celda.
– ¡Hace dos días que le busco, teniente! ¿Por qué no me ha advertido de su situación?
Hubiera podido replicar que ahora todo me parecía inútil y que me daba perfecta cuenta de que la partida estaba perdida. Que ya no tenía esperanzas de detener esta lepra que cada día hundía un poco más sus surcos en mi carne, que todo, en fin, me era indiferente. Pero ni siquiera tuve fuerzas para esto. Me contenté con encogerme de hombros. Nicol me hizo desnudar y lanzó un gruñido cuando vio en qué estado se encontraban los pruritos. Los desinfectó, cambió las vendas, y luego me preguntó si quería que me trasladaran al hospital, a lo que respondí que prefería quedarme en la celda mientras fuera posible. En prisión, al menos, seguía entre los vivos. Entrar en el hospital, en cambio, era tomar la última línea recta antes de la fosa. Y aunque era cierto que estaba enfermo, sentía confusamente que aún no me había llegado la hora de tomar este camino. Le di las gracias, pero rechacé su propuesta con firmeza.
– ¿Fue a ver a madame de Réault? -me preguntó entonces.
– Madame de Réault está persuadida de que me han hechizado y de que sólo la obtención del objeto sobre el que trabaja la bruja podrá salvarme. ¡Y lo más absurdo es que le creo! Pero ahora no tengo ninguna posibilidad de actuar en el mundo exterior. Por lo que sé, no saldré de aquí hasta dentro de diez días como mínimo. ¿Dónde estará Keller para entonces? Ni siquiera sé si aún se encuentra en Calcuta.
Nicol, en su calidad de oficial del cuerpo de sanidad, no pertenecía al Mié, y no estaba en condiciones de proporcionarme este tipo de informaciones.
– ¿Qué puedo hacer por usted, muchacho? -me preguntó con tristeza.
– Vuelva para cambiarme las vendas y guárdese esta historia para usted. Creo que eso es todo lo que se puede hacer ahora.
A regañadientes, Bartholomew Nicol guardó sus instrumentos en un maletín de cuero y salió de mi celda. Era tarde. Como la víspera, la cuadrilla de prisioneros condenados a trabajar en el exterior volvió y el equipo de guardias de noche inició el servicio. Me trajeron de comer, y luego Panksha vino a verme en compañía de Swamy.
– Teniente, he oído decir que no le liberarían antes del regreso del coronel Hardens. Tendrá que armarse de paciencia durante unos días, un poco más de una semana, de hecho. Sólo él tiene potestad para firmar su puesta en libertad. De modo que Swamy y yo queremos proponerle algo…
Visiblemente, ese «algo» era un poco delicado de enunciar. Hubiera podido incitarles a hablar, pero me abstuve, y esperé a que encontraran el valor para lanzarse. Fue Habid Swamy quien se arriesgó a hacerlo.
– El caso es, mi teniente, que hemos pensado que usted se aburre aquí. De manera que, dado que la guardia de noche es exclusivamente indígena, nos hemos dicho que… que tal vez quisiera aprovecharlo para hacer un poco de ejercicio afuera. Incluso podríamos hacerle salir del cuartel todas las noches y hacerle volver por la mañana, antes de que los brits… esto, los ingleses, ocupen sus puestos. Así el tiempo no se le hará tan largo.
– ¿Me propone una evasión, caporal? Es bastante… inmoral, ¿no le parece?
– Contrario al reglamento, ciertamente -intervino Panksha, todo sonrisas-. Pero no inmoral. Eso no. Diría incluso que en absoluto inmoral. Lo que es inmoral es que usted se pudra en este agujero cuando sólo ha hecho el bien. Eso sí es inmoral…
Reflexioné un instante. La proposición era endemoniadamente tentadora. Con mayor razón aún porque yo sabía perfectamente en qué emplear estas providenciales horas de libertad clandestinas que de pronto se me ofrecían de forma milagrosa: ¡en retomar mi vigilancia en el Harnett y apoderarme del vult de Keller! Por fin se presentaba una oportunidad de contrarrestar la falta de suerte crónica que padecía desde que había abandonado el puente del Altair .
Acepté con entusiasmo.
– Pero con una condición, de todos modos -me advirtió Panksha.
– ¿Cuál? ¿Dinero?
– No, mi teniente. Tendrá que aceptar una carabina. No me malinterprete, no es que pensemos que no quiera regresar… Es sólo para el caso de que… En fin, tenemos que asegurarnos de que estará de vuelta en su celda por la mañana.
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