Por la tarde, Ann seguía allí cuando el criado le anunció una visita inesperada.
– El señor Prinst ha venido a verla, señora.
– Hágale pasar, Nako.
– Hola, señora Edwards. Es un placer volver a verla -saludó el policía al entrar.
– ¿Qué lo trae por aquí? Mi marido no está, ha salido al campo.
– Es a usted a quien venía a ver. ¿Se ha enterado ya?
– ¿De qué?
– Ha desaparecido otra chica de la aldea.
– ¿Cuándo?
– Hace dos días. Salió al amanecer de la reserva en la camioneta, para ir a trabajar al pueblo, pero por la tarde no regresó junto con el resto de las mujeres. Los hombres de la aldea la están buscando.
– ¿Y qué puedo hacer yo exactamente?
– Alguien se puso en contacto con usted en los anteriores asesinatos. Es posible que ahora también lo haga. Por su seguridad, quiero que esté alerta.
– ¿Sigue creyendo que esa persona es la autora de los asesinatos?
– No lo sé. Sólo espero atraparlo pronto. Esto se me está yendo de las manos. Hay un gran temor entre la población blanca con estos crímenes.
– ¿Ha informado ya a mi marido?
– No, hace días que no lo veo.
– ¿No estuvo usted en la partida?
– ¿Cuál? ¿La del viernes pasado? Sí, claro. Pero desde entonces no nos hemos reunido. El doctor White está algo indispuesto estos días.
– Ya entiendo… Bueno, estaré atenta y le informaré de cualquier novedad.
– Adiós, tenga mucho cuidado.
Ann comenzó a sentir palpitaciones y un sudor frío; se negaba a admitir las dudas que la estaban invadiendo: ¿qué había hecho Jake esa noche? Si no hubo partida, ¿dónde estuvo y por qué le mintió? ¿Y la llave? La tarde anterior no estaba en el cajón… y la noche anterior a la de la supuesta partida, llegó muy tarde y se cambió en su antiguo dormitorio. Nunca hasta entonces lo había hecho. Siguiendo un impulso, se dirigió hacia aquella habitación subiendo los peldaños de dos en dos, y abrió el armario. Pero ¿qué buscaba exactamente? ¡Su ropa! Bajó corriendo la escalera hacia la cocina. Las sirvientas se sorprendieron al verla allí, presa de tan gran excitación.
– ¿Dónde está la ropa que ha usado el señor estos últimos días? Se dejó algo olvidado en un bolsillo…
– Ya la han lavado, señora. Voy a buscar a la encargada.
– No, no tiene importancia. Gracias, olvídelo -dijo, saliendo de la cocina, nerviosa y avergonzada a la vez.
El torbellino de emociones que se arremolinaban en torno a Jake estaba a punto de hacerle perder el equilibrio. Las sospechas eran como dagas que se clavasen en su piel hasta llegar al hueso, y allí se retorcían una y otra vez hasta hacerle sentir un intenso dolor.
Fue al cobertizo para coger una de las camionetas e ir a buscarlo. Necesitaba escuchar de sus labios toda la verdad. Aunque, pensándolo bien, en realidad no deseaba saberla. Se quedó inmóvil, sentada al volante durante un buen rato; después giró la llave para parar el motor, bajó del coche y entró en el almacén. Se dirigió a la vitrina de puertas de cristal donde se guardaban los productos químicos y vio que estaba repleta de botes de plástico y cristal que contenían líquidos o polvos. Estaban ordenados por estantes. En el primero, en un pequeño cartel pegado con cinta adhesiva en el cristal se leía «Fungicida», y debajo constaba el nombre de cada producto junto con la proporción en que debía ser mezclado con agua en las bombonas de riego. Ann fue leyendo las etiquetas de los botes una a una y comprobando que estuvieran en la lista. El siguiente estante estaba destinado a herbicidas. Estaba a punto de marcharse cuando, en la tercera balda, donde se guardaban los insecticidas, una botella de cristal de color ámbar le llamó la atención. Estaba detrás de otros recipientes, éstos de plástico blanco, semioculta en una esquina. Ann los apartó hasta alcanzarla con los dedos y la deslizó hacia delante. Entonces pudo leer claramente el rótulo escrito en negro sobre una etiqueta blanca: «Cloroformo».
La abrió y, al reconocer aquel olor tan familiar, sintió que el corazón le latía demasiado deprisa y temió padecer allí mismo una crisis de histeria. Devolvió la botella a su sitio, tratando de recordar exactamente dónde estaba. Después leyó la hoja indicativa de las proporciones, completamente segura de que no hallaría aquel producto en la lista. Pero se equivocaba. Bajo el rótulo «Insecticidas», la palabra «Cloroformo» aparecía en tercer lugar, señalando la cantidad exacta que se debía utilizar. La lista decía: «Lindano 2%, Metaldehído 5%, Cloroformo 5%, Fosfuro de cinc 10%».
Tras cerrar la vitrina, Ann se dirigió hacia la escalinata de la casa, y desde arriba vio que una camioneta aparcaba junto al cobertizo. Reconoció la silueta de Kurt Jensen y aguardó de pie para advertirle que su marido no estaba en casa, pero el administrador dejó el vehículo y entró en el almacén que ella acababa de abandonar.
Ann regresó a su estudio. Su mente era un torbellino de emociones y en aquel momento deseaba estar sola. Minutos después, el sirviente la avisó de que el señor Jensen quería verla.
– Señora Edwards, volvemos a vernos.
Kurt estaba allí, frente a ella, pero Ann Marie no tenía ánimos para una visita de cortesía.
– Hola, Kurt. Espero que se encuentre bien después de la caída.
– Sí, gracias. No fue nada, apenas un par de rasguños.
– Mi marido aún no ha regresado, aunque debe de estar a punto. Ya está oscureciendo. -No sabía cómo deshacerse de él.
– Sólo he venido a dejarle estos documentos. Anoche me ordenó que los preparase con urgencia.
– Anoche… -repitió ella en un susurro-. Claro, volvió tarde.
– El señor Edwards suele recorrer la isla a cualquier hora del día, incluso de madrugada. Es muy riguroso. Le preocupa mucho la cosecha y revisa hilera a hilera los sembrados.
– Sí, es muy minucioso… -Ann tenía la cabeza en otra parte.
– Bueno, es tarde -dijo Kurt, alargando la mano para ofrecerle una carpeta-. Por favor, entréguele este contrato. Si necesita alguna aclaración, estaré en casa.
Pero no se marchó en seguida. Se quedó quieto, dubitativo, como si se estuviera armando de valor para dar un importante paso.
– Marie -continuó, esta vez con voz serena y mirada firme-, he venido a despedirme de usted. Me voy de aquí… para siempre.
– ¿Va a instalarse en el continente?
– No, me marcho a Alemania. Necesito alejarme, dejar esta isla, este país. -Ann advirtió que su mirada se había transformado; había ahora en su rostro un rictus de ansiedad y parecía que tratase de decirle algo-: No puedo más…
– Claro, entiendo que desee viajar un poco y conocer nuevos lugares.
– Usted se convirtió en mi único estímulo para soportar esta… angustia, pero ya no tengo motivos para seguir esperando, ¿verdad? -La miró esperando una respuesta.
– No, lo siento. Espero que algún día encuentre a una mujer que le haga feliz. Se lo merece. -Esbozó una afable sonrisa.
– Adiós, Marie. -Alargó la mano y cogió la de ella con firmeza, sujetándola más tiempo del habitual, sin dejar de mirarla a los ojos.
– Adiós, Kurt. Te deseo lo mejor.
Cuando el joven se marchó, Ann se dirigió al despacho de Jake, y antes de dejar la carpeta sobre la mesa, la abrió para hojear el contenido. Era un contrato de compra-venta de unos terrenos de cultivo en el continente entre dos empresas desconocidas para ella. Después salió a la terraza posterior y bajó la escalera de acceso a la playa. Era de noche, pero necesitaba relajarse contemplando el mar. Se sentó en el primer peldaño, pero ni siquiera aquella visión alivió sus atormentados pensamientos. De pronto, notó que alguien le ponía una mano en el hombro y dio un grito, saltando hacia delante. Cuando volvió la cabeza, se topó con la mirada de Jake, sorprendido ante su histérica reacción.
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