– ¿A qué estás jugando, Ann Marie?
– No sé de qué me hablas. -Intentaba aparentar serenidad.
– Sí lo sabes. Estoy cansado de tus medias verdades y de tu ciega defensa de la gente de la aldea. Cada vez que hablas con Joe me pones en evidencia.
– ¿Es que no tengo derecho a pensar de otra manera? ¿Tengo la obligación de tratar a esa gente como tú, como si fueran esclavos? A mí me enseñaron a respetar a las personas, blancas o negras, chinos o mestizos.
– Pero ahora vives en este país, y en esta isla, y eres de piel blanca. Tienes que aceptar las cosas como son. No puedes luchar contra las normas.
Ann Marie no daba crédito a lo que acababa de oír. Su marido desvariaba.
– Sí puedo, y te advierto que no pienso acatarlas. Yo te acepto tal como eres, pero si tú no haces lo mismo conmigo, es mejor que me vaya para siempre. -Se dirigió a la puerta, pero él le cerró el paso. Ann no se atrevió a mirarlo a los ojos, que él mantenía clavados en ella.
– ¿Vas a encerrarme, como a tu difunta esposa?
– ¿Qué sabes tú de ella? -preguntó desconcertado.
– Sé que quería marcharse y que tú se lo impediste. Espero que no vuelvas a cometer el mismo error.
– No sabes nada, Ann. Y no puedes dejarme. Te necesito… -suplicó en voz baja.
– Yo no soy tu mujer ideal. Sé que te avergüenzas de mí. Debiste casarte con Charlotte. Ella sería una espléndida anfitriona en esta mansión.
– ¿Qué estás diciendo? Ahora empiezo a comprender. Sabes que he estado con ella, ¿verdad?
– No sé de qué me hablas.
– He visto a Charlotte estos últimos días. No creí conveniente contártelo porque sabía que no te gustaría, pero compruebo que ya lo sabes; y todo este enfado ha sido motivado por tus celos hacia ella -concluyó, negando con la cabeza.
¿Así que creía que estaba celosa? Bueno, mejor así. Decidió seguirle el juego y representar el papel de esposa ofendida. Muy inteligente por su parte. La coartada era perfecta, porque sabía que ella nunca comprobaría la veracidad de ese encuentro furtivo, pues conocía la animadversión que sentía hacia aquella joven.
– Charlotte no significa nada para mí -dijo Jake mientras se apoyaba en la puerta-. Tuve un primer encuentro con ella hace tres días y no fue muy agradable. Su padre había subido el precio de los terrenos que iba a comprarle al saber que estaba casado contigo. Esperaba que me convirtiera en su yerno. -Sonrió con pesar-. El viernes volví a verlos, a ella y a Lord Brown, y por fin llegamos a un acuerdo. No quería hablarte de esto para no incomodarte, eso es todo.
Levantó la mano para tocar su barbilla y alzarle el rostro, pero ella se volvió bruscamente y se dirigió al ventanal.
Ann miró fuera. Se veía un tornado a lo lejos, mar adentro. Observó la densa columna gris que pendía de un negro nubarrón, desde donde descendía estrechándose en forma de embudo hasta llegar al agua. Recordó su infancia y los cuentos que le contaba su padre sobre los duendes que surgían de un gigantesco tornado. En aquel momento deseaba ser uno de ellos, dar un salto y entrar en aquel torbellino para trasladarse muy lejos, a un lugar desconocido donde llorar a solas su dolor.
– Vamos a hacernos mucho daño, Jake. Entre tú y yo hay un abismo. Hoy lo he visto claro. Hay demasiados secretos entre nosotros, demasiadas diferencias. Me siento tan lejos de ti…
Él estaba tras ella y sus miradas se cruzaron en el reflejo del cristal. Ann divisó su sombra como un espectro y advirtió que su enojo había desaparecido dando paso al dolor. Jake le puso una mano en el hombro, pero ella no aceptó la caricia, y se apartó de él como si hubiera recibido una descarga eléctrica. Ya no soportaba su contacto, y el hecho de sentirlo cerca le daba miedo. Estaba deshecha y tenía que dejarlo cuanto antes. No podía vivir a su lado, sobre todo ahora que…
– Está bien. ¿Quieres saberlo todo? Pues te contaré mis tenebrosos secretos.
Jake se sentó en el sillón cercano a la mesa, apoyó los codos en las rodillas y comenzó a hablar mirando al suelo.
– Llegué a esta isla hace más de una década y trabajé duro hasta conseguir buenas cosechas y ganar los primeros miles de rands. En el continente conocí a Margaret, una mujer endiabladamente hermosa; me enamoré de ella como un idiota, me casé a los pocos días y la traje aquí. Pero pronto comenzaron los problemas: Margaret odiaba la isla, quería vivir con intensidad y este lugar significaba una aburrida prisión. Decepcionado, descubrí que ni siquiera me amaba, sólo ambicionaba el lujo que le había prometido. Tras los primeros meses de aparente felicidad, la situación se agravó: ella trató de convencerme de que volviésemos al continente y nos instalásemos allí, pero yo me negué a abandonar el que consideraba mi primer y auténtico hogar, y cuando comprendió que éste era el único futuro que yo podía ofrecerle, nuestra relación se rompió. Pasamos un año entre reproches y discusiones; ella quería abandonarme y me habló abiertamente de divorcio, pero yo no lo acepté y traté de conservarla. Comenzó entonces una etapa muy dura. Margaret se dedicó a provocarme con la intención de forzar el divorcio y dejó de hablarme y de dormir conmigo. Soporté muchas humillaciones a cambio de retenerla a mi lado. Yo la amaba…
– Ya es suficiente. Por favor, déjalo ya. -Ann tenía la certeza de que iba a escuchar una terrible confesión.
– No. Es la primera vez que hablo de esto desde entonces y quiero que sepas toda la verdad. Ella empezó a traicionarme y tuvo una aventura con uno de mis empleados, el capataz, un buen hombre que había trabajado para mí desde el principio. Hizo que perdiera la cabeza y llegó a verse con él en mi propia casa -masculló con rabia-. Yo ignoraba la traición y creía que al fin había aceptado quedarse a mi lado, pues su actitud cambió y se volvió más amable. Pero pronto se cansó del hombre y escogió a otro; esta vez un mestizo que cuidaba de los caballos.
De repente, se calló y apretó las mandíbulas; un destello de rabia brilló en sus ojos.
– El primero comenzó a seguirla como un poseso, y un día encontró a Margaret y al mestizo juntos, revolcándose en el establo. -Cerró los puños y lanzó uno al aire reviviendo su antiguo rencor-. Entonces cogió un látigo y los azotó con saña. Yo me enteré de todo cuando regresé y hallé los dos cuerpos desnudos y ensangrentados. El mozo de cuadra murió, y ella sufrió graves heridas.
Silencio.
– Entonces, yo perdí el control. Fui a buscar al autor de aquella atrocidad y le propiné una buena paliza. Él no opuso resistencia; parecía estar esperando aquel castigo. De repente, se cayó hacia atrás, se golpeó en la nuca y murió en el acto.
Silencio.
– Yo jamás había hecho algo así, y te aseguro que no me siento orgulloso. Al contrario, aún lamento haber sido el responsable de aquella muerte.
– ¿Qué ocurrió con tu mujer? -Ann estaba conmocionada.
– El doctor White le curó las heridas y comenzó a darle morfina para el dolor, pero le quedaron profundas cicatrices en el rostro y en el cuerpo. Aquellos meses fueron un infierno para los dos. En Margaret todo era excesivo, y pronto se hizo adicta a esa droga. Vivía encerrada, a oscuras, apenas salía del dormitorio, pidiendo a gritos su dosis diaria. Una mañana no despertó debido a una sobredosis. -Hubo otra larga pausa-. Mientras tanto, yo bebía todo el alcohol que podía, intentando huir de la realidad, y me convertí en un despojo humano. Cuando ella murió, yo lo había perdido todo: la ilusión, la cosecha, el futuro. Tardé en reaccionar, pero tenía demasiado orgullo para darme por vencido, y un día regresé a los campos, comencé otra vez desde cero. Trabajé duro desde el amanecer hasta bien entrado el ocaso; poco a poco la tierra volvió a producir y empecé a vislumbrar una pequeña luz al final de aquel oscuro túnel. Entonces me juré a mí mismo que jamás volvería a dejarme vencer por una mujer.
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