– ¿Ann? ¿Estás ahí? -gritó Jake. Volvieron a oír un quejido femenino y varios golpes.
Jake tomó impulso, y de un fuerte empellón abrió la puerta, destrozando el marco y la cerradura. Joe y él asistieron a una violenta escena: el doctor White estaba en el suelo, sobre Ann, sujetándole las manos y tratando de cubrirle el rostro con un trozo de gasa. Ella luchaba, tendida debajo de él, agitando brazos y piernas para escapar.
De repente, Jake se lanzó contra el médico, propinándole toda clase de golpes, patadas y puñetazos para liberar a Ann del abrazo mortal de su agresor, que quedó tendido en el suelo, sangrando por la nariz y la boca.
– ¡Oh, Jake! ¡Gracias a Dios! -exclamó Ann, incorporándose con dificultad con su ayuda y comenzando a llorar, víctima de una crisis nerviosa-. ¡Era él, Joe! ¡Él es el asesino!
– Jake, tu esposa no está bien. Deberías internarla en un sanatorio -dijo el doctor, jadeante-. Ha comenzado a atacarme sin ningún motivo. ¡Está loca!
– Estaba intentando sedarme. Joe, mire en aquel cajón -añadió Ann, que seguía abrazada a su marido.
Prinst abrió el cajón y cogió la montura rota.
– ¿Son tuyas estas gafas, doc?
– Sí, son mías. Y ahora, ¿quieren salir de mi casa y dejarme en paz?
– Lo siento, pero va a ser imposible; voy a tener que detenerte.
– ¿De qué estás hablando, Joe? -preguntó con arrogancia mientras trataba de incorporarse y recomponer su maltrecha imagen-. ¿Quién te has creído que eres para hablarme así? Jake, dile que me deje en paz. Y cuida de tu mujer, necesita un psiquiatra. Ahora, márchense todos de mi casa -ordenó con desprecio mientras les daba la espalda para limpiarse la herida de la cara.
– ¡Es usted un asesino! -gritó Ann fuera de sí, desconcertada ante la aparente frialdad del médico.
– Vamos, señora Edwards, hable con su marido. Él no tiene las manos demasiado limpias como para erigirse en ejemplo de hombre respetuoso con las leyes -dijo sin volverse.
– ¡Bastardo! -Jake soltó a Ann, se dirigió hacia él y le propinó otro puñetazo. Después lo agarró de las solapas de su chaqueta color marfil y lo miró con furia-. Una vez le causé la muerte a un hombre, es cierto, pero tú sabes bien lo que pasó. Yo no soy un criminal degenerado como tú -exclamó, soltándolo con brusquedad-. Me encargaré personalmente de que te pudras en la cárcel, Jonas White.
Una sombra se deslizó en la habitación. Era la criada del médico, la mujer de color menuda y delgada, de rostro arrugado y melena gris recogida en la nuca, que Ann conocía y que en algunas ocasiones la había tratado con aparente hostilidad. Se detuvo en el centro de la habitación y contempló al doctor. Todos se volvieron hacia ella.
– Al fin te han descubierto, ¡asesino! -gritó con ira, y escupió en el suelo, a su lado.
– ¿Era usted quien me enviaba los mensajes? -preguntó Ann.
– Sólo algunos, señora. Lo hicimos entre todos. Intentamos protegerla de él desde que llegó a esta isla.
– ¿Usted nos ha indicado el camino hacia aquí? -intervino Jake.
– Sí, yo les he avisado. Cuando he visto llegar a la señora he presentido que algo malo iba a pasarle -contestó mirando a Ann.
– Gracias -le dijo Jake, ofreciéndole la mano-. Le debo la vida de mi mujer.
– Es un criminal. Salía a cazar jóvenes con un bote de cloroformo.
– ¡Cállate, bruja! ¡Fuera de aquí, vieja loca! ¡No sabes lo que dices! -le espetó el médico, despreciativo.
– Yo no quería que visitara esta casa, señora. Tenía miedo de que él le hiciera daño. -Miró a Ann con profundo respeto-. Yo lo seguí una tarde, cuando forzó a la pequeña Siyanda junto a la antigua casa del señor. La maestra iba hacia allí, y cuando lo sorprendió sobre ella, la emprendió a golpes con su propio bastón hasta matarla. Después lo limpió con un pañuelo y lo trajo a casa para que se lo lavara. Pero yo lo guardé y se lo envié a usted, señora.
– ¡Tú mataste a Christine! -Joe Prinst se acercó al médico y lo empujó contra la pared mientras le propinaba patadas y puñetazos sin control-. ¡Estaba embarazada, íbamos a casarnos! ¡Maldito asesino!
Jake resolvió intervenir y sujetó los brazos de su amigo para apartarlo del médico, que, vencido y maltrecho, yacía en el suelo sin fuerzas para defenderse.
– Ya vale, Joe. Tranquilo.
– Jonas White, te detengo, acusado de violación y múltiples asesinatos -dijo Prinst más sereno, inclinándose y poniéndole las esposas.
– ¿Acaso crees que vas a encerrarme por unas sucias negras? ¿Es que os habéis vuelto todos locos? -exclamó el médico con arrogancia.
– Tú eres el único perturbado. Yo defiendo la ley, y te aseguro que pagarás por lo que has hecho -contestó Prinst, llevándolo a empellones hacia la puerta.
– ¡Esto no va a quedar así! ¡Tengo muchas influencias en el continente! -seguía gritando el doctor, farfullando y trastabillando con torpeza.
– Y yo también. ¡Y te juro que las utilizaré para que te pudras en la cárcel! -replicó Jake en tono amenazador. Después regresó junto a Ann.
– Descubrí que era él quien estaba matando a nuestras mujeres, pero no podíamos denunciarle, ni demostrarlo -explicó la anciana-. Era un hombre mayor, y tullido, por eso nadie recelaba de él. Cuando usted llegó a la isla, confiamos en que pudiese ayudarnos, pero para eso tenía que ver con sus propios ojos quién era el auténtico azote de la isla. Aquella tarde, muchos fuimos testigos de cómo la atacó en la playa al día siguiente de haberla invitado a cenar en su casa. Él había salido a caballo, y encontró a la joven camino del puerto. Después de forzarla y matarla, subió el cadáver al caballo y se la llevó hasta la playa, pero una de las mujeres lo vio y dio la voz de alarma en la reserva. Mientras lo seguían, uno de los niños fue a la misión para avisarla con las señales y conducirla hasta allí, para que fuera testigo de su crimen. Pero él la descubrió y esperó a que se acercara para dejarla sin sentido. Después la cogió en brazos y la arrojó al mar, convencido de que moriría ahogada. Cuando él fue a cambiar el cadáver de sitio, varias mujeres entraron con sigilo en el agua y consiguieron mantenerla a flote. Después la trasladamos en canoa hasta la isla Elizabeth.
– ¿Quién me puso el talismán? -preguntó, mostrándoselo a la mujer.
– Fue mi hijo, el joven a quien usted revivió en la playa hace unos meses, cuando se ahogó. También fue él quien le envió el último mensaje con el cristal.
– Pues parece que ha vuelto a protegerme -dijo, llevándose la mano al cuello para mostrar el trozo de coral que llevaba colgado-. No sé cómo agradecerles todo lo que han hecho por mí.
– Usted era nuestra única esperanza para desenmascarar a ese criminal. No podíamos denunciarlo porque nadie creería en nuestra palabra. Le enviamos aquellos objetos para que pudiera relacionarlos con él y lo descubriera de una vez.
– Tengo una deuda pendiente con todos ustedes, y me encargaré personalmente de que sean recompensados -afirmó Jake con gratitud-. Voy a llevar a cabo importantes cambios en la reserva. Ahora regresemos a casa, Ann. -Jake le pasó un brazo por los hombros y salieron juntos.
– Lo siento, Jake, lamento todo lo que ha pasado -dijo, sentada sobre sus rodillas, y abrazada a él en el sofá del salón.
– No, no… ¿Cómo puedes decir eso? Soy yo quien debe pedirte perdón. Tú tenías razón y yo no quería verlo. A partir de ahora, todo será diferente, te lo prometo. -La estrechó con ternura.
– Te quiero tanto… -Ann empezó a sollozar-. He estado a punto de abandonarte para siempre.
– Pero estás viva. Sólo de pensar que ese degenerado podría haberte matado… me vuelvo loco. No sé cómo podría continuar viviendo sin ti. Jamás pensé que el doctor White pudiese ser el autor de esas monstruosidades. ¿Cómo lo averiguaste? ¿Por qué no me lo dijiste?
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