Mercedes Guerrero - La Última Carta

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Sola y sin dinero tras el doloroso fracaso de su matrimonio, Ann Marie decide aceptar una propuesta de matrimonio por conveniencia. Jake, propietario de una plantación de tabaco en la pequeña isla de Mehae, no consigue superar la muerte de su mujer y ha decidido buscar una nueva mujer por un método algo anticuado.
Quizás por eso, el día en que ha de recoger a Anne Marie en el puerto de Mehae, cambia de opinión y envía un emisario con dinero por las molestias y para el pasaje de vuelta.
Ann Marie no sólo sigue sola, sino que se encuentra en un lugar extraño pero, como suele decirse, la vida siempre sale al encuentro y muy pronto va a encontrar no sólo esa vida propia que tanto anhela, sino un amor verdadero que irá creciendo entre playas de arena blanca, atormentadas palmeras y una horrible serie de asesinatos en cuya resolución se verá inmersa.

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Esas últimas palabras estremecieron a Ann. ¿Era el rencor lo que lo impulsaba a cometer aquellas atrocidades? Todas sus víctimas eran chicas de color, como el amante de su mujer.

En aquel instante, recordó las palabras de Nako: «Señora, nadie puede evitar que esto suceda. Usted es nuestra única esperanza…». Y de repente lo vio claro: ¡todos en la aldea sabían que Jake era el autor de aquellos abominables crímenes!

– Mucho tiempo después de aquello -continuó él-, decidí volver a casarme, con una desconocida, para tener hijos. Sí, tenías razón, lo hice con ese único propósito. No me creía capaz de enamorarme otra vez. Pero entonces llegaste tú, y despertaste de una sacudida todos los sentimientos que yo creía muertos. Te amé desde aquel primer día en la playa y te convertiste para mí en una obsesión. Ahora vuelvo a tener miedo. Miedo de no ser digno de tu amor, miedo de que te hagan daño, miedo de perderte. No puedo imaginar despertarme en mitad de la noche y no encontrarte a mi lado. Jamás había sentido algo así, ni siquiera por ella. Ann, te necesito tanto…

Jake se le acercó despacio por detrás, pero Ann comenzó a temblar. Tenía la prueba de su obsesivo empeño por mantenerla encerrada. Él la amaba, pero con un amor excesivo y perturbado que traería consecuencias fatales si supiera que conocía su terrible secreto. Sintió miedo, y cuando Jake le colocó de nuevo la mano en el hombro, experimentó una violenta sacudida.

– No me encuentro bien, estoy algo mareada -dijo, apartándose de él y abandonando la estancia.

Corrió hacia el dormitorio. Tenía náuseas y vomitó en el cuarto de baño hasta sentir dolor. Se encontró tumbada en el suelo, sin poder apenas respirar debido a la tensión. Estaba embarazada, ahora lo sabía con certeza, y resolvió que no quería vivir junto a un asesino. Jake no debía sospechar que lo había descubierto, y tenía que huir antes de que él se enterara de su estado, porque entonces jamás la dejaría marchar.

Capítulo 37

Ann estaba destrozada. Sus emociones más profundas afloraban como un géiser de agua hirviendo de su ya maltrecho corazón. Había construido un castillo, una fortaleza de recios muros y sólidos cimientos, y había bastado primero un rumor, luego una sospecha y finalmente el relato de Jake, para estar segura de la responsabilidad de éste en aquellos actos violentos. Una vez más su mundo se había derrumbado, arrastrado hacia un abismo que sólo le permitía una salida: huir de nuevo. Sí, era una auténtica novela lo que estaba viviendo, con todos los ingredientes para tener éxito: matrimonio a ciegas, aventuras en una exótica isla, amor, crímenes violentos… Debía buscar un refugio donde escribir la historia que involuntariamente había protagonizado. Tenía que volver a ser ella misma, la Ann Marie de apariencia frágil y voluntad de hierro, aunque en aquellos momentos estuviese a punto de derrumbarse.

Lloraba con desconsuelo mientras en su pequeña mochila iba guardando lo mínimo para poder salir de la casa sin levantar sospechas. Lloraba porque una parte de su vida se quedaba allí, con él. Metió también el pañuelo con las pruebas para entregárselas a Joe Prinst, aunque jamás delataría a su marido como autor de los crímenes.

Amaba demasiado a Jake, y sentía una profunda pena por lo que iba a hacer. ¿Por qué el amor y el dolor tenían que ir siempre unidos? Esa mezcla de sentimientos no le era tan ajena como al principio había creído. Durante años, había vivido anclada en un círculo de inseguridad, suspicacias y humillaciones a las que respondió con resignación y docilidad, una celda que asfixió el amor hasta destruirlo y dejarlo atrapado en el dolor. Ahora, la certeza de la responsabilidad de Jake en aquellos horribles crímenes la forzaba a renunciar al futuro que tanto había ansiado, abandonando al hombre que amaba y la vida que siempre deseó tener.

Cogió el amuleto de coral de su mesilla y se lo colgó al cuello. Se detuvo por última vez en el umbral del dormitorio, tratando de grabar en su retina aquella estancia y la felicidad que allí había vivido. Bajó la escalera con sigilo, procurando que no la vieran, y cogió una de las camionetas para ir al pueblo.

Joe Prinst estaba ordenando unos expedientes en su despacho y se sorprendió al verla entrar.

– Hola de nuevo, señora Edwards. ¿Puedo ayudarla en algo?

Ann le devolvió el saludo y, sin más palabras, abrió la mochila, sacó el pañuelo de colores y lo colocó sobre la mesa, extendiéndolo. El hombre miró primero la mesa y después a ella.

– ¿Puede explicarme qué es esto?

– Estos cristales pertenecen a unas gafas de lectura -dijo señalándolos.

– ¿Y…? -preguntó él, abriendo un cajón y poniéndose unas gafas con montura de concha. Después cogió los cristales que Ann Marie le había llevado.

– El trozo más pequeño, de color oscuro, estaba en la mano cerrada de la chica que fue asesinada poco antes que la maestra. Yo misma lavé el cuerpo y le abrí el puño para retirárselo. Puede verificarlo exhumando el cadáver y realizando un análisis de sangre. Comprobará que es la misma que la del trozo de cristal.

– ¿Y la otra pieza más grande? ¿Cómo llegó a su poder?

– Alguien me la envió.

– Compruebo que se trata de otro pañuelo parecido al anterior. ¿Ha sido de nuevo su informador anónimo quien se lo ha hecho llegar?

Ann asintió con la cabeza sin pronunciar palabra.

– ¿Estaban en su poder esta mañana cuando he ido a visitarla?

Prinst recibió una mirada tranquila y serena.

– Prefiero no responder a esa pregunta.

– De acuerdo. ¿Y este trozo de tela?

– Es un pañuelo, y pertenecía a la chica que vi en la playa el día que me atacaron -dijo entregándoselo al policía-. Y ahora, haga un esfuerzo por identificar el olor que desprende.

– Es un aroma extraño, como a fruta…

– Es cloroformo -aclaró Ann Marie.

– ¿Tiene idea de lo que significa?

– Esto podría explicar por qué las mujeres apenas presentaban signos de lucha. No podían defenderse de su agresor porque éste las narcotizaba antes de abusar de ellas y después estrangularlas.

– Bueno, al menos tenemos un punto de partida. En esta isla no hay demasiados sitios donde se pueda obtener cloroformo: sólo en la misión y en la clínica del doctor White.

Ann deseaba añadir que también en el almacén de la mansión. Pero ella nunca acusaría a su marido. A fin de cuentas, ¿qué podría demostrar? La respuesta era nada: que había recibido varios objetos de un desconocido, que había hallado un trozo de cristal en la mano de una chica de color asesinada, y, por último, que la noche en que desapareció la última mujer, Jake regresó muy tarde sin darle explicaciones. La existencia del cloroformo en el almacén estaba justificada por su uso como insecticida, y cualquier empleado podía tener acceso a él. No, aquello no eran pruebas, eran suposiciones de una mujer histérica que había sufrido un golpe en la cabeza durante un accidente y una pérdida de memoria a consecuencia de una agresión.

– En cuanto a los cristales…

– El dueño de la montura es el asesino -señaló Ann contundente.

– ¿Sospecha de alguien en particular? -Prinst la miraba con interés.

– Averiguar eso es su trabajo, no el mío -contestó levantándose-. Yo he cumplido con mi deber, haga usted lo mismo.

– ¿Sabe, señora Edwards? Es usted muy intuitiva. Habría sido una buena investigadora. -Prinst se levantó de su sillón y se acercó a ella.

Jake entró en el dormitorio, llamando a su mujer. La buscó en el cuarto de baño, en la terraza, en la habitación contigua. Bajó a la playa y recorrió todas las estancias hasta convencerse de que Ann no estaba en la casa. Su ausencia lo alarmó.

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