Mercedes Guerrero - La Última Carta

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Sola y sin dinero tras el doloroso fracaso de su matrimonio, Ann Marie decide aceptar una propuesta de matrimonio por conveniencia. Jake, propietario de una plantación de tabaco en la pequeña isla de Mehae, no consigue superar la muerte de su mujer y ha decidido buscar una nueva mujer por un método algo anticuado.
Quizás por eso, el día en que ha de recoger a Anne Marie en el puerto de Mehae, cambia de opinión y envía un emisario con dinero por las molestias y para el pasaje de vuelta.
Ann Marie no sólo sigue sola, sino que se encuentra en un lugar extraño pero, como suele decirse, la vida siempre sale al encuentro y muy pronto va a encontrar no sólo esa vida propia que tanto anhela, sino un amor verdadero que irá creciendo entre playas de arena blanca, atormentadas palmeras y una horrible serie de asesinatos en cuya resolución se verá inmersa.

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Amanda se encogió de hombros, inquieta por lo que acababa de insinuar.

– O algún vicio oculto… Juego, apuestas…

– Lo he pensado más de una vez, incluso he tenido la tentación de seguirlo.

Días después, Ann descubrió que Amanda estaba en lo cierto: no era exactamente el trabajo lo que mantenía a John fuera de casa. Una tarde fue al hospital, aparcó el coche cerca del de él y se dispuso a esperarlo. Una hora después lo vio salir. Mientras lo seguía, al ver que se dirigía hacia la consulta, la embargó un sentimiento de culpa por haber desconfiado de él. Sin embargo, aguardó en la calle menos tiempo del que esperaba. Unos diez minutos más tarde, John salió del edificio acompañado de una bella joven de larga y rubia melena con la que conversaba animadamente y subieron juntos al coche. Era la enfermera que había contratado para la clínica. Ann los siguió hasta un bloque de apartamentos situado en Marylebone, al norte de Oxford Street. Allí descendieron y caminaron, abrazados, hacia el interior. Aquella noche John no regresó a casa: alegó guardia en el hospital. Ya no había dudas sobre su doble vida.

Al día siguiente, Ann examinó las cuentas bancarias y descubrió el desmesurado gasto que John realizaba a diario y la escasa liquidez de que disponían. Él llegó a la hora de la cena y se sentó a la mesa comentando el duro trabajo en el hospital y la estresante lista de pacientes que aguardaban cada tarde en la consulta. Ann lo miró como si lo viera por primera vez. Aquél no era el hombre con quien se había casado y al que había idealizado durante los primeros años; de repente, aceptó que se había equivocado al apoyarse en alguien que no merecía la pena y que la había decepcionado día tras día.

– John… ¿estás con otra mujer? -preguntó con fría serenidad.

– ¿Qué dices? -Él experimentó una sacudida al oír la pregunta. La miró y trató de simular desconcierto.

– Te repito la pregunta: ¿estás con otra mujer?

Entonces John recuperó el aplomo, respiró hondo y decidió que podía contarle a Ann lo que le pasaba. Ella lo aceptaría, como siempre. Habló con naturalidad, sin intención de ponerla celosa, pues estaba muy seguro de su tolerancia. Le explicó que se sentía atraído por la nueva enfermera que había contratado en la consulta, pero que aún no habían llegado a intimar.

– No me mientas, por favor. No te creo.

– Está bien. Sólo es una aventura pasajera. No tienes por qué preocuparte, tú eres mi mujer y jamás te dejaría en la estacada.

– ¿Por qué no me preguntas si quiero que me dejes en la estacada? ¿Crees que puedes hablarme con esta tranquilidad, como si no pasara nada? No te preocupes, cariño, es sólo una gripe. Pronto estaré curado… -exclamó, irritada.

– Necesito tiempo, eso es todo. Tengo que aclararme las ideas.

Ann Marie no sólo se sintió humillada por esa respuesta, sino también decepcionada por un hombre que siempre le había impuesto su propia y particular autoridad moral, dando por sentado que ella lo aceptaría con fe ciega. En ese instante, algo se removió en su interior, y llegó a la conclusión de que todo aquel tiempo a su lado sólo había servido para convertirla en un ser inútil, una mujer insegura, sin vida propia, dependiente de un marido que ahora jugaba con sus sentimientos sin preocuparse por su reacción al escuchar la exposición de sus intenciones. John en ningún momento le pidió su opinión, pues no contaba para nada.

– Pues define pronto tus prioridades. ¡Ahora mismo! -gritó Ann fuera de sí. Su fuerte carácter emergió para jugarle una mala pasada.

– Cálmate, no seas vulgar. Vamos a solucionar esto de forma civilizada, ¿de acuerdo? Me marcharé unos días. Cuando haya reflexionado y tome una decisión, hablaremos con más sosiego.

Tras escuchar sus argumentos, Ann se quedó callada. Lo más curioso fue que el impacto la liberó de aquella sensación de soledad y sentimiento de culpa que la había acompañado durante todo su matrimonio. Sintió entonces rencor y furia. Rencor por todas las humillaciones y desaires que había soportado con estoica paciencia; y furia por la actitud de dominio que él exhibía con total impunidad, con la seguridad de que podría seguir actuando libremente sin contar con sus sentimientos. De repente, todos aquellos años desfilaron por su mente, años malgastados junto a alguien que no le había aportado nada a nivel intelectual ni personal, ni siquiera compañía, y tuvo al fin la fuerza que le había faltado tiempo atrás para romper aquella unión y recuperar su libertad, aprovechando la oportunidad que él le había servido en bandeja con su falta de delicadeza.

Esperó a que hiciera la maleta y abandonara la casa. Al día siguiente ordenó cambiar las cerraduras, se dirigió a casa de sus vecinos, los Edwards y, tras una semana en la que apenas tuvo noticias de él, contrató a Joseph para plantear la demanda de divorcio.

Sorprendido por aquella reacción inesperada, John, en vez de aventurarse en una relación en la que no había depositado demasiada confianza, tomó la resolución de regresar a casa. Pero Ann había tomado una decisión y se mantuvo inflexible. Él asistía incrédulo a su resistencia y estaba seguro de que la convencería, como lo había hecho siempre. Sin embargo, la inquebrantable voluntad de ella no admitió réplica y siguió adelante en el empeño de expulsarlo de su vida para siempre.

El proceso de divorcio fue duro y desagradable, y cuando John se convenció de que no había vuelta atrás, comenzó la maniobra de acoso y las negociaciones se convirtieron en una feroz contienda. El reparto de los bienes comunes no fue equitativo en absoluto: apenas tenían ahorros, y si Ann seguía adelante, debía renunciar al hogar conyugal en favor de él, quien se haría cargo de la hipoteca a cambio de una compensación no demasiado generosa. Sólo así le concedería el divorcio, convencido de que ella se rendiría al quedarse en la calle. Fueron días de auténtica pesadilla, de discusiones cargadas de histeria y mensajes de desprecio. Pero Ann estaba dispuesta a todo para recuperar su libertad y se mantuvo firme. Quería acabar con aquella desastrosa convivencia y poner distancia entre ella y aquel hombre que se sentía humillado por una mujer a la que consideraba inferior.

Ann se mudó a un piso de alquiler, cambió de peinado y se compró ropa más atrevida y juvenil. Tenía veintiocho años y se dispuso a comenzar una nueva vida en la más completa soledad. A partir de entonces observó un cambio de actitud entre los amigos comunes, sobre todo aquellos de su familia política con los que había compartido alguna velada y que ahora parecían sentir animadversión hacia ella, pues la madre de John la había colocado en el centro de las más aceradas críticas. Todo ello supuso el fin de su vida social. Ann no tomó a mal esa conducta; a fin de cuentas, poco le importaba lo que pensaran los demás, y no necesitaba a nadie para continuar con su vida.

Siguió trabajando en el colegio y recuperó la independencia, pero el sueldo de profesora no era suficiente para hacerse cargo del alquiler y del resto de los gastos, así que buscó un segundo empleo como correctora de textos en una editorial. Aparcó durante aquel tiempo su afición a escribir, pues apenas disponía de tiempo libre y las necesidades eran acuciantes. Sin embargo, esta segunda ocupación le proporcionó la oportunidad de leer mucho y, sobre todo, de formarse en la escritura. Mientras revisaba los manuscritos que después serían publicados con mayor o menor éxito, estudiaba la técnica de los diálogos, cómo separar las escenas o describir a los personajes, y de cada obra extraía una nueva lección que anotaba en su cuaderno de aprendiz de escritora.

John aparecía de vez en cuando clamando venganza, unas veces por teléfono y otras presentándose de improviso en el apartamento para insultarla y proferir amenazas; no había superado la afrenta, y su orgullo aún no asimilaba que Ann hubiera tomado la decisión de abandonarlo de aquella forma tan humillante.

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