Mercedes Guerrero - La Última Carta

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Sola y sin dinero tras el doloroso fracaso de su matrimonio, Ann Marie decide aceptar una propuesta de matrimonio por conveniencia. Jake, propietario de una plantación de tabaco en la pequeña isla de Mehae, no consigue superar la muerte de su mujer y ha decidido buscar una nueva mujer por un método algo anticuado.
Quizás por eso, el día en que ha de recoger a Anne Marie en el puerto de Mehae, cambia de opinión y envía un emisario con dinero por las molestias y para el pasaje de vuelta.
Ann Marie no sólo sigue sola, sino que se encuentra en un lugar extraño pero, como suele decirse, la vida siempre sale al encuentro y muy pronto va a encontrar no sólo esa vida propia que tanto anhela, sino un amor verdadero que irá creciendo entre playas de arena blanca, atormentadas palmeras y una horrible serie de asesinatos en cuya resolución se verá inmersa.

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Ann Marie había nacido en Londres. Su padre, de origen canadiense y diplomático de profesión, estaba destinado en la embajada de la capital inglesa cuando conoció a su madre. Allí se casaron y, al poco de nacer la pequeña, se vieron obligados a trasladarse de un destino a otro. Ann Marie se educó en un ambiente de recepciones y actos oficiales en los que se desenvolvía con naturalidad. Siempre fue sensata y juiciosa, aunque nadie reparó en este hecho, pues, mientras crecía, jamás creó conflictos y aceptó sin objeciones todas las decisiones que su familia adoptó en cuanto a ella.

Pero era demasiado joven para entender los problemas de los mayores, y cuando su padre le explicó que iban a separarse para siempre, se sintió abandonada. Tras el divorcio, su padre se fue a un nuevo destino en Oriente Próximo, arruinando así el maravilloso futuro de aquella niña romántica que soñaba con bailar del brazo de algún apuesto joven en los elegantes salones de las embajadas donde había residido hasta los quince años. A partir de entonces, se instaló junto a su madre en un elegante apartamento del centro de Londres y pasó de niña a mujer en un brusco salto al vacío.

Aceptó con ingenua conformidad que su madre no pudiera ocuparse de ella como lo hacían las madres de sus amigas. Al principio la oía quejarse de la vista, estaba triste, exhausta, tenía frecuentes dolores musculares y calambres. Después su humor cambió radicalmente: pasaba de vivir momentos de euforia a sufrir episodios de ira o depresión. Ann Marie culpaba la aparición de aquellos síntomas al abandono de su padre, y le escribía suplicándole que regresara con ellas. Más tarde, el estado de su madre empeoró y comenzó a tener graves problemas para mantenerse erguida y caminar. Tras repetidas visitas al hospital e interminables análisis y pruebas, se enfrentaron al peor de los diagnósticos conocidos: esclerosis múltiple, un mal de naturaleza degenerativa cuya progresión era imparable.

Ann Marie dejó de salir con sus amigas para cuidar de su madre y hacerse cargo del hogar. Sin embargo, a pesar de aquella dificultad, era feliz a su modo. Su desbordante imaginación la transportaba a diario a lejanos países donde vivía maravillosas aventuras que siempre tenían un final feliz. Por las noches, en la cama, encendía una linterna y leía bajo las sábanas sus libros preferidos, desde Cumbres borrascosas hasta la Odisea de Homero, pasando por Joseph Conrad y sus historias de marinos. Creció amontonando cuadernos en los que plasmaba las fantasías que manaban de su mente, y escribía también un diario donde contaba sus experiencias cotidianas, una realidad que no debía olvidar con el paso de los años.

Y los años pasaron, y su cuerpo fue adquiriendo bonitas formas. Tenía el cabello castaño claro, una lisa y larga melena que brillaba con los rayos del sol. Sus hermosas facciones enmarcaban unos ojos enormes y azules sobre una nariz recta y algo respingona. Su boca era grande y ocultaba unos dientes blancos dispuestos a la perfección gracias a la ortodoncia que había sufrido durante la adolescencia. Pero no sólo su cuerpo acusó el cambio. Sus ansias de vivir intensamente crecían a diario, sobre todo al contemplar el estado vegetativo en que la enfermedad iba postrando a su madre; se juró a sí misma que antes de terminar sus días habría vivido, aunque sólo fuera sobre el papel, toda la felicidad que el destino le había negado a la persona más importante de su vida.

Con su padre mantuvo una discreta relación por carta. Había creado otra familia y en numerosas ocasiones la había invitado a que se reuniera con ellos en fechas señaladas. Pero Ann no quiso abandonar a su madre. Aquella hermosa mujer que años atrás había brillado con luz propia se había convertido en un ser vulnerable e incapaz de valerse por sí mismo. Su actitud dócil ante los cuidados de Ann hizo creer a todos que había aceptado las consecuencias de la enfermedad y del destino que la aguardaba. Pero no era así. Estaba esperando una fecha: Ann iba a graduarse aquel mismo año y debía ir a la universidad.

El día que cumplió dieciocho años, su madre le pidió que organizara una fiesta e invitara a sus mejores amigas para celebrarlo. Fue una velada inolvidable para las dos. Por primera vez desde hacía meses, Ann la vio reír; parecía como si su profunda depresión estuviese remitiendo; conseguiría salir adelante, estaba segura.

– Mi pequeña Ann Marie, estoy tan orgullosa de ti… Eres un regalo del cielo… -Le dijo, tratando de abrazarla con sus torpes brazos.

– Vamos, anímate, mamá. Pronto acabará este frío invierno y podremos salir al parque a tomar el sol. Te sentirás mucho mejor.

– Debes tener tu propia vida, Ann, una vida que yo te estoy robando. Mereces ser feliz y vivir intensamente. Hazlo por mí… Ése será mi regalo. -La madre a punto estuvo de dejar escapar unas lágrimas rebeldes-. No olvides nunca cuánto te quiero.

– Yo también te quiero, mamá; eres lo único que tengo… -dijo Ann, emocionada, estrechándola sobre la silla de ruedas-. No debes preocuparte por mí.

Aquél fue el último abrazo, la última confidencia que compartió con ella. Su luz se apagó esa misma madrugada. El médico le explicó a Ann que la muerte le sobrevino súbitamente, mientras dormía, pero las sospechas sobre aquella inesperada marcha la persiguieron siempre.

Aquel mismo otoño, Ann se trasladó a la universidad de Cambridge para estudiar lengua y literatura inglesas. Eran los rebeldes años sesenta, y aquel ambiente constituyó un revulsivo para su atormentada soledad. Fueron años de intensas experiencias, de la Guerra Fría, de manifestaciones contra la guerra de Vietnam aderezadas con el fondo musical de John Lennon y su «Give Peace a Chance». Ann continuó con su pasión por la lectura, devorando autores tan dispares como la independiente Doris Lessing, convertida en un icono del feminismo, y Barbara Cartland, cuyas románticas historias amenizaban sus largas noches de soledad.

Tras la universidad siguió una intensa búsqueda de independencia económica, y fue en Cambridge donde encontró su primer trabajo como profesora auxiliar de lengua inglesa. En aquellos años comenzó a escribir relatos de aventuras, dirigidos al público juvenil, cuya protagonista y heroína era, por supuesto, una mujer.

Conoció a John Patricks en uno de esos momentos de introspección en que necesitaba un estímulo para comenzar a rodar; lo aceptó con entusiasmo y lo convirtió al poco tiempo en el centro emocional de su vida, descargaba en él sus carencias afectivas y creía haber encontrado un punto de apoyo para su desarraigo. John era médico y frisaba la treintena. Tenía la cara redonda, ojos de color miel, una piel extremadamente blanca cubierta de un oscuro vello en los brazos y parte del cuerpo. Siempre llevaba el pelo, castaño y liso, peinado hacia un lado, y su flemática mirada, de intensa seriedad, camuflaba la auténtica personalidad que se ocultaba bajo aquella máscara de autosuficiencia. Su voz sonaba firme y arrogante, con esa seguridad que ofrece la procedencia de una clase social privilegiada.

Se casaron tras un corto noviazgo, y Ann hizo al fin realidad su sueño: un hogar propio, estabilidad y futuro en compañía de un hombre al que amaba profundamente. Tenía veinticuatro años y, ante sí, un horizonte prometedor. Atrás había quedado su niñez en países exóticos y grandes mansiones que habían despertado su curiosidad por conocer diferentes costumbres, gentes y formas de vida; atrás quedó también la adolescencia, llena de soledad e incertidumbre, junto a su madre enferma. Ann anhelaba echar raíces y pertenecer a un lugar concreto y definitivo.

Comenzaron una vida en común con luces y sombras, plagada de dificultades que sólo ella veía. Tras los primeros meses de amor y rosas, la magia comenzó a desvanecerse: el verdadero rostro del hombre que había elegido por compañero, de carácter inmaduro y egoísta, emergió. Su fría actitud y un escaso sentido de la lealtad colisionaban a menudo con los ideales de Ann Marie. Pronto surgieron los primeros desencuentros. John era hijo único. Había sido educado en una acomodada familia convencional cuya madre se había dedicado a él con devoción enfermiza mientras su padre, cuando aparecía por el hogar, apenas les dirigía la palabra, siempre ocupado en sus negocios, las partidas en el exclusivo club del que era miembro de honor, o en compañía de su amante, a la que alojaba en un lujoso apartamento donde pasaba más tiempo que en su propia casa.

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