Mercedes Guerrero - La Última Carta

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Sola y sin dinero tras el doloroso fracaso de su matrimonio, Ann Marie decide aceptar una propuesta de matrimonio por conveniencia. Jake, propietario de una plantación de tabaco en la pequeña isla de Mehae, no consigue superar la muerte de su mujer y ha decidido buscar una nueva mujer por un método algo anticuado.
Quizás por eso, el día en que ha de recoger a Anne Marie en el puerto de Mehae, cambia de opinión y envía un emisario con dinero por las molestias y para el pasaje de vuelta.
Ann Marie no sólo sigue sola, sino que se encuentra en un lugar extraño pero, como suele decirse, la vida siempre sale al encuentro y muy pronto va a encontrar no sólo esa vida propia que tanto anhela, sino un amor verdadero que irá creciendo entre playas de arena blanca, atormentadas palmeras y una horrible serie de asesinatos en cuya resolución se verá inmersa.

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Sin embargo, a Ann todavía le dolía su comentario sobre su convivencia con los nativos.

– No es dinero ni comida lo que necesitan, sino personas que se preocupen por esos niños huérfanos y por los enfermos que no tienen acceso a un hospital decente, ni posibilidades de ser visitados por el doctor White.

– Tú no puedes cambiar esa situación.

– Pero tú sí, y hasta ahora no lo has hecho. Eres británico, sin embargo te has adaptado muy bien a sus costumbres.

– Yo no he dictado estas leyes -contestó, tratando de ser conciliador.

– Es la segunda vez que te justificas ante mí con ese argumento -replicó, esbozando una mueca-, pero no me sirve. Puedes mejorar las condiciones de vida de esa gente sin cambiar ninguna norma establecida. Sólo tienes que aumentarles el sueldo a los peones, construir un hospital digno y una escuela, permitir que puedan adquirir productos de primera necesidad…

– Esto no es Londres, Ann, y tú eres blanca.

Al oír esas palabras, se levantó y tomó aire.

– ¿Y eso qué significa? ¿Qué debo olvidarme de ellos? Pues lo siento, no pienso hacerlo.

Jake se levantó también, y rodeó la mesa hasta colocarse a su lado. La tomó de los hombros y la atrajo hacia él.

– Ann, no pretendo que dejes de visitarlos, pero deberías pensar en tu seguridad y obrar con sensatez. Tengo miedo de que te ocurra algo, eso es todo. Necesitas tiempo, y lo entiendo. Pero éste es ahora tu hogar y deberías hacer un esfuerzo por adaptarte.

Ella abandonó el porche sin responderle y subió a encerrarse en su dormitorio. Le molestaba su actitud protectora, porque intuía que tras ella se agazapaba el carácter autoritario que todos conocían en aquel lugar donde él era el amo.

Un estruendo precedido de un resplandor retumbó en la habitación y a continuación se fue la luz. Nubes plomizas habían cubierto el cielo por completo y descargaban con fiereza un torrencial aguacero; una densa penumbra llenó la sala. Ann se acercó a las ventanas para contemplar la tormenta y, con el fragor de los truenos, ni siquiera oyó los golpes en la puerta y los pasos que se aproximaban. Jake se acercó lentamente y le colocó una mano en el hombro. Ella soltó un grito de terror y se volvió de golpe.

– Tranquila, tranquila. Soy yo -dijo Jake, estrechándola con suavidad-. Vamos, deja de temblar. ¿Estás bien?

– Sí, ya ha pasado. Por un instante he creído que estaba de nuevo en la playa, y que la siniestra sombra volvía a atacarme por detrás…

– No debes pensar en eso -le susurró mientras le acariciaba la espalda-. Lamento lo de antes, pero ahí fuera corres peligro, y jamás me perdonaría que tuvieras otro percance. -Su tono de voz sonaba sincero.

– Yo también lo siento. Hemos vivido demasiado tiempo en extremos opuestos y la maniobra de aproximación me resulta complicada. Debes darme tiempo.

Jake se apartó para mirarla, levantó una mano y retiró un mechón de cabello de la frente de Ann con extrema delicadeza. La tormenta arreciaba y la luz de los relámpagos interrumpía intermitente la cómplice penumbra que los encubría. Jake le acariciaba la mejilla con el dorso de los dedos.

– No quiero agobiarte. Eres una mujer fuerte, con carácter. Y esas cualidades aumentan mi admiración por ti. Ahora no puedo perderte. Haré lo imposible para que estés segura de mis sentimientos… y algún día espero tener esa misma seguridad respecto a los tuyos.

Ella sintió que sus recelos hacia él desaparecían. La impresión que le causaron esas palabras la devolvió a la realidad: había sucumbido a un sentimiento mucho más profundo de lo que en un principio imaginó, y la tarea de evitarlo se le hacía difícil. Deseaba ser su esposa, y esperó un beso robado, una caricia que iniciara el acercamiento que ambos estaban deseando, pero Jake seguía inmóvil, aguardando también una señal de su parte.

Tras un instante de indecisión, él la besó en la mejilla. A continuación se dio la vuelta y se encaminó despacio hacia la puerta. Ann comprendió que no quería forzar la situación y esa actitud le gustó.

– Jake… -Él se volvió para mirarla-. Gracias. -Él asintió y salió de la estancia.

Capítulo 27

La mañana amaneció oscura y fresca; la lluvia había cesado dejando un rastro de humedad en el ambiente y olor a tierra mojada. Desde el ventanal, Ann descubrió la silueta de Jake paseando por la playa en dirección al istmo que unía el pequeño islote a la costa. La imagen que se había forjado del temido dueño y señor de la isla se desvanecía al observarlo en aquella soledad, con la cabeza baja y las manos en los bolsillos. Ann se preguntaba qué profundos pensamientos albergaría en aquellos instantes. Para averiguarlo, se vistió con rapidez y salió a reunirse con él. Desde su reencuentro como marido y mujer, Jake la había tratado con respeto, pero ella añoraba al hombre descarado que la había hecho vibrar cuando la besó por primera vez en aquella misma habitación. Esbozó una sonrisa al recordar aquellos días en que los dos se mintieron mutuamente, haciéndole creer al otro que ignoraban su verdadera identidad.

El pequeño trozo de tierra era un lugar alfombrado de verde hierba, con un pequeño cobertizo cubierto con hojas de palma. Jake estaba absorto, mirando el mar, sentado en un rústico sillón de madera.

– Hola -saludó Ann con timidez.

Él la recibió con una sonrisa, invitándola a sentarse a su lado. Durante unos instantes se quedaron en silencio, contemplando el vaivén de las olas color turquesa que lamían los bordes rocosos del islote.

– ¿Conoces la leyenda de la isla de los Delfines? -preguntó Jake, señalando hacia otra isla situada frente a ellos, mar adentro, cuyas extensas orillas de arena blanca se recortaban como una línea divisoria entre la frondosa vegetación del interior y el azul del océano-. Cuentan que un delfín salvó a un niño de morir ahogado, montándolo en su lomo cuando cayó desde una pequeña canoa mientras iba a pescar con su padre. Se dice que, desde entonces, los delfines merodean alrededor de ella para proteger a los visitantes que llegan a su playa.

– ¿Los has visto alguna vez?

– Sí, con frecuencia. Es sólo una leyenda. Estamos en una zona de paso de muchas especies marinas; también son frecuentes los tiburones.

– ¿Tiburones? No sabía que estas playas fuesen tan peligrosas. Cuando estaba en la misión, todos los días me bañaba en el mar…

– No suelen acercarse a la playa. De todas formas, hay redes protectoras a una distancia prudencial en las zonas de baño. En esta parte de la isla no corres ningún peligro.

– Me imagino que en el sur no ocurre lo mismo -musitó, dirigiéndole un velado reproche.

– Ordené colocarlas alrededor de la misión al día siguiente de conocerte. No podía permitir que te ocurriera nada malo -dijo, volviendo la cabeza para mirarla.

Ella le sonrió, pero no por gratitud, sino por la dulce expresión que vio en su mirada. Jake le devolvió la sonrisa y se quedaron en silencio, acariciándose con los ojos.

– El día que te vi por primera vez en la playa -continuó Jake-, me maldije por el error de haberme casado a ciegas. Pensé que era a ti a quien quería por esposa. En aquel momento, ordené a mis abogados que iniciaran los trámites para agilizar la anulación. Quería estar libre para conquistarte.

– Cuando me besaste tras el accidente, ¿sabías ya quién era?

Él negó con la cabeza.

– Fue una maniobra arriesgada. Creía realmente que eras una religiosa, pero tenía que seducirte, aunque fuera incitándote a pecar. -Sonrió travieso.

– ¿Y si te hubiera rechazado?

– Habría ido más despacio. -Se encogió de hombros.

– ¿Cómo me descubriste entonces?

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