Mercedes Guerrero - La Última Carta

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Sola y sin dinero tras el doloroso fracaso de su matrimonio, Ann Marie decide aceptar una propuesta de matrimonio por conveniencia. Jake, propietario de una plantación de tabaco en la pequeña isla de Mehae, no consigue superar la muerte de su mujer y ha decidido buscar una nueva mujer por un método algo anticuado.
Quizás por eso, el día en que ha de recoger a Anne Marie en el puerto de Mehae, cambia de opinión y envía un emisario con dinero por las molestias y para el pasaje de vuelta.
Ann Marie no sólo sigue sola, sino que se encuentra en un lugar extraño pero, como suele decirse, la vida siempre sale al encuentro y muy pronto va a encontrar no sólo esa vida propia que tanto anhela, sino un amor verdadero que irá creciendo entre playas de arena blanca, atormentadas palmeras y una horrible serie de asesinatos en cuya resolución se verá inmersa.

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– ¿Qué te ocurre?

– Tengo un presentimiento: hay alguien detrás de esas rocas. ¡Vayámonos de aquí! -exclamó, tirando de él hacia la casa.

– Aquí no hay nadie, Ann -repuso Jake tratando de retenerla.

De repente, ella recordó un color: el amarillo, y un cuerpo sin vida sobre la arena, y una pulsera de coral azul, una sombra a su espalda y unas señales trazadas en la orilla. Se llevó las manos a las sienes y se quedó con la mirada perdida.

– La chica… La chica de la playa… Estaba muerta entre las rocas…

– ¿Qué estás diciendo? -exclamó él, sacudiéndola por los hombros para hacerla reaccionar.

– ¡Tenemos que ir al sur! ¡Ella está en la playa! -gritó, volviéndose a toda velocidad en dirección a la casa.

– De acuerdo, pero antes serénate y cuéntame qué has recordado -dijo Jake mientras intentaba frenarla en su alocada carrera.

– ¡Ya sé lo que pasó aquella tarde! Estaba en la playa y a lo lejos vi un bulto; me acerqué y descubrí el cuerpo de una joven de color tendida sobre la arena. Después, alguien me atacó por la espalda y perdí el conocimiento. ¡Vamos a hablar con Joe Prinst! -exclamó, tirando de su mano hacia la escalera.

Fueron en seguida al pueblo y el jefe de policía los acompañó con varios agentes hasta la misión.

– Ann, cuéntanos desde el principio qué ocurrió aquel día -le pidió Jake junto a la cabaña.

– Al salir del dispensario, ante la puerta de entrada, encontré una marca en la arena, señalando una dirección. -Los llevó al lugar exacto donde estaba la primera flecha-. Seguí las marcas, como la vez anterior, cuando me dejaron el hatillo con las pruebas.

– ¿Señales? ¿Pruebas? ¿Hay algo que yo no sepa, Joe? -preguntó Jake, molesto.

– Alguien le envió a Marie unas pruebas que incriminaban a Jeff Cregan.

– ¿Cómo eran esas señales? ¿Puedes dibujar una?

– Son muy simples -contestó Ann Marie, cogiendo una rama e inclinándose para trazar una cruz en la arena con el extremo superior en forma de flecha.

– ¿Qué hizo usted? ¿Las siguió? -preguntó Joe Prinst.

Ann fue detallando sus pasos en el tramo de playa hasta el lugar donde halló el cadáver. Llegaron a la zona rocosa junto al límite de vegetación, pero allí no había rastro de ninguna mujer; el agua y el viento se habían encargado de borrar todas las huellas.

– Estaba aquí. Llevaba un vestido de flores amarillas; era una chica joven y estaba muerta, aún recuerdo la frialdad de su piel cuando le cogí la mano…

– ¿Y qué pasó después?

– Alguien me agarró por detrás y me tapó la nariz y la boca. Sentí que no podía respirar… Y no recuerdo nada más.

Jake se dirigió a la orilla de la playa y señaló con el dedo índice mar adentro.

– La isla Elizabeth está justo enfrente. Allí apareciste, Ann.

– Quizá su agresor la dejó inconsciente y la arrojó al mar… -sugirió Prinst.

Ann Marie se estremeció al oír esa teoría.

Los agentes regresaron de la inspección e informaron a su superior.

– Mis hombres han visitado la reserva y me informan de que allí no tienen noticia de la desaparición de ninguna mujer.

– No estoy loca, sé lo que vi ese día. Era una chica joven…

– Ann, nadie está dudando de tu palabra. -Jake le pasó un brazo por los hombros para tranquilizarla.

– Es posible que el agresor se haya deshecho del cadáver. Y si lo arrojó al mar, como a usted, puede que nunca aparezca -concluyó Joe Prinst.

El regreso al hogar se le hizo eterno. La inseguridad y el miedo llenaban de incertidumbre la mente de Ann Marie.

– ¿En qué piensas? Apenas has comido, Ann. -Estaban sentados a la mesa en el porche. Había anochecido y una brisa fresca y húmeda invadía el ambiente.

– Intento descifrar este misterio. Sé que todo está aquí -dijo, señalándose la frente-, pero no consigo hacerlo salir. He pasado casi un día en blanco y necesito saber qué me pasó.

– No debes obsesionarte. Deja que Joe haga su trabajo; estoy seguro de que pronto quedará todo resuelto.

– Es que… Jake… tengo dudas… No sé si ese misterioso hombre me… -No pudo continuar exponiendo sus temores y unas lágrimas se deslizaron por sus mejillas.

– El doctor te examinó y confirmó que no habías sufrido violencia… ningún tipo de violencia. Puedes estar tranquila -dijo él, acariciándole la mano sobre la mesa-. Tienes que superar esto.

– Lo siento, pero no consigo olvidar el rostro sin vida de aquella chica. He presenciado tanto dolor en este lugar… Hace poco, una adolescente murió entre mis brazos durante un parto y no pude ayudarla. Y también me ha tocado lavar los cuerpos de otras dos jóvenes a quienes habían violado y asesinado salvajemente. Y ahora esta última, tirada sobre la arena… ¡Eran niñas! ¡Niñas inocentes! -exclamó, llorando sin control.

– Vamos, cálmate. No volverá a ocurrir, te lo aseguro. No permitiré que se cometa otra salvajada en esta isla. Ven aquí -dijo, tirando de ella, sentándola sobre sus rodillas y acunándola mientras descargaba la tensión contenida. Le acariciaba el cabello y la espalda intentando calmarla-. Yo estaré muy cerca para protegerte.

Después se quedaron en silencio, unidos en un abrazo que significó un tibio acercamiento para ambos, y no sólo físico. Ann tuvo la sensación de que por primera vez era importante para alguien, y cuando desahogó su dolor descubrió que su carga se había aliviado. Presintió que todo iba a cambiar a partir de aquel momento.

Cuando llegaron a la puerta del dormitorio de Ann era medianoche. Él la tenía sujeta por la cintura y se detuvo, mirándola. Ann esperaba una señal para invitarlo a entrar, pero Jake la esperaba de ella.

– Buenas noches, procura descansar.

– Gracias… -Ann no se movió, lo seguía mirando, expectante.

Él se acercó despacio y la besó en los labios con ternura. Después se apartó y abrió la puerta del dormitorio.

– Hasta mañana -dijo, encaminándose hacia el suyo y dejándola sola.

Ann entró y cerró la puerta, y regresó a la soledad de su lecho. Le habría gustado pasar la noche con Jake, pero no se atrevió a invitarlo. Esperaba que después de aquella velada en la que se había producido un acercamiento entre ambos, él tomase la iniciativa, pero se equivocó; quizá no quisiera presionarla, y tratase de demostrarle que podía esperar el tiempo que fuese necesario. ¿Y si en realidad no la necesitaba porque tenía a Charlotte? No, sacudió la cabeza con energía para ahuyentar ese pensamiento. ¿Qué hombre habría insistido con tanta tozudez para convencerla de su amor? Se lo había dicho varias veces, y Ann lo escuchaba y no respondía lo que deseaba responderle: que ella también lo amaba. Porque tenía su orgullo, y por ese estúpido orgullo iba a dormir sola aquella noche.

Capítulo 26

Por la mañana, Ann Marie bajó la escalinata y encontró a Jake en la puerta del cobertizo, dando instrucciones al nuevo capataz y vigilando cómo los operarios cargaban en una de las camionetas algunos sacos y bidones de productos químicos con destino a los sembrados. Al advertir su presencia, se dirigió hacia ella con gesto tranquilo.

– ¿Cómo te encuentras esta mañana?

– Mejor, gracias. Necesito regresar a la misión, debo recoger las últimas cosas… si no tienes inconveniente.

– No vayas sola, por favor -le suplicó intranquilo.

– Me acompañan dos sirvientas.

Él se encogió de hombros.

– De acuerdo. Ve a donde quieras. Sólo te impongo una excepción: el puerto… -Esta vez esbozó una franca sonrisa-. No quiero que me dejes.

Ann no pudo resistirse a aquella mirada que parecía sincera y respondió sonriendo.

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