– ¿Y el pañuelo manchado de sangre que me envió? ¿Qué significado tenía?
– ¿Qué pañuelo? -preguntó Jake, vivamente interesado.
– Estaba junto al pendiente de Christine. El misterioso personaje que estableció contacto con tu esposa le envió esos dos objetos -respondió Prinst-. El doctor White me ha confirmado que la sangre pertenecía a la maestra.
– Pero ese pañuelo sólo lo utilizan los hombres blancos… -rebatió Ann.
– Quizá el asesino lo robó y se lo envió para incriminar a Cregan. Estoy seguro de que se trata de un hombre de color que trabaja en la plantación.
– Además de ese pañuelo, ¿qué otras pruebas tenía para acusar al capataz? -preguntó Ann.
– Lo sorprendí en medio de los sembrados a punto de forzar a una chica de color… -explicó Jake-. Es un indeseable…
– Había estado bebiendo toda la tarde, y le gustaban las jóvenes de la reserva. Es un hombre violento que pierde el control fácilmente -apostilló Prinst.
– Pero si el asesino pretendía inculpar al capataz, con este nuevo crimen le ha declarado inocente, ¿no creen? -discrepó Ann de nuevo.
– Si. Es cierto. Pero quizá no estuviese apuntando hacia Cregan, sino hacia cualquier hombre blanco de la isla.
– De todas formas, no lo pongas en libertad todavía, Joe -sugirió Jake.
Ann entendió aquello como una orden, lo que confirmaba que su marido tenía poder sobre la ley.
– De acuerdo. Estará entre rejas el tiempo que sea necesario. -La respuesta equivalía a un discreto «Sí, señor».
– Señora Edwards, ¿recuerda algún otro detalle, aunque sea insignificante?
– Cogí la mano de la chica. Estaba fría y en la muñeca llevaba un brazalete hecho con trozos de coral azul turquesa. Y ahora que lo pienso… No lo llevaba puesto cuando hemos examinado su cadáver hace un rato.
– ¿Se acuerda de algo más que pueda ayudarnos?
– Las marcas dibujadas en la arena eran recientes -respondió pensativa.
– ¿Había huellas humanas junto a ellas?
– No. Las busqué, pero no vi pisadas.
– Esto refuerza más mi teoría: el asesino depositó el cadáver desde el interior de las plantaciones y por allí se dirigió a la misión, dibujó las cruces para que usted las siguiera y regresó por la playa caminando por el agua, para evitar dejar huellas. Quería atraerla hacia el lugar donde la estaba esperando.
Ann Marie permaneció en silencio, reflexionando unos instantes.
– Siento que hay algo que se nos escapa. Ese hombre no actúa siempre de la misma manera. A las mujeres de color apenas les hizo daño al violarlas y a todas las asesinó de la misma forma: estrangulándolas con su propio pañuelo. Sin embargo, con la maestra no actuó así. No la forzó, pero la golpeó con saña hasta matarla.
– Sí. Eso fue muy duro. Estaba embarazada…
– ¿Embarazada? Me dijo usted que era soltera. ¿Quién era el padre?
– Eso es algo que…
– La situación personal de la maestra no viene al caso en estos momentos -intervino Jake-. Ahora, lo importante es averiguar quién atacó a mi esposa.
– Por supuesto -respondió sumiso el policía.
– La maestra murió el mismo día que la otra joven de la aldea, ¿no es así? -preguntó Ann.
– Sí. Aunque apareció días más tarde, la autopsia reveló que llevaba muerta el mismo tiempo que la otra chica.
– Y en el mismo lugar, en los alrededores de una casa abandonada, cerca del puerto…
Ann estaba tan concentrada en sus deducciones que no advirtió la mirada que intercambiaron los dos hombres.
– Así es -respondió Prinst.
– ¿Y si la persona que me deja las señales fuera un simple testigo, alguien que ha presenciado los últimos asesinatos pero no puede probarlo ni acusar a un blanco porque nadie le daría crédito?
– ¿Cuál es su teoría sobre el asesinato de la maestra? -preguntó el policía, vivamente interesado.
– Según he sabido, estaba enterrada a pocos metros de donde apareció el cuerpo de la chica de color, y ambas murieron el mismo día. Quizá la maestra llegó de improviso, reconoció al agresor y éste la emprendió a golpes con ella para que no le delatara.
– No estoy de acuerdo con esa teoría -declaró Jake, tajante. Después se dirigió a Prinst-. Ann ha vivido demasiado tiempo entre la gente de color y le cuesta desconfiar de ellos. Cuando se integre más entre nosotros y conozca a sus vecinos, cambiará de parecer.
– No son prejuicios -respondió ella con enojo ante el comentario-, son hechos. ¿Por qué un hombre que se excita violando a mujeres de su misma raza no siente lo mismo con las blancas? La maestra fue apaleada, y a mí me dejó inconsciente para arrojarme al mar, con intención de que muriese ahogada. Sin embargo, las chicas de color fueron forzadas y estranguladas. ¿Qué explicación tienen ustedes para ese comportamiento? -Ambos hombres se miraron sin decir nada-. Pues yo insisto en mi teoría: creo que la maestra se encontraba en el lugar equivocado, fue testigo de algo que no debió presenciar y la asesinaron para asegurarse de su silencio.
– ¿Y usted? ¿Por qué cree que fue atacada? -indagó Prinst.
– Quizá porque llegué demasiado pronto al lugar de los hechos. Alguien me avisó con las señales, y al aparecer de forma inesperada, es posible que sorprendiera al asesino cuando trataba de deshacerse del cuerpo y borrar las huellas. Además, los hombres de la reserva no utilizan guantes de piel. Debería interrogar a los miembros de la comunidad sobre qué hacían y dónde estaban aquella tarde.
Prinst miró a Ann Marie y después a su jefe, esperando confirmación sobre la sugerencia.
– Hazlo, Joe. Ann se quedará más tranquila, y yo también.
– De acuerdo.
– Pero sigue interrogando también a los miembros de la reserva. El amuleto que Ann llevaba colgado indica claramente que alguien se lo colocó cuando estaba inconsciente -dijo Jake, contrariando la teoría de ella.
– ¿Qué amuleto? -preguntó Joe con interés.
Jake fue a su despacho, regresó con él y lo depositó sobre la mesa. Prinst lo observó, sujetándolo durante unos instantes.
– Este talismán es un conjuro contra la muerte. Las mujeres de la aldea suelen ponérselo a sus hijos porque creen que los protegerá. ¿Dice usted que lo llevaba al cuello cuando apareció en la isla Elizabeth?
– Sí.
– Esto confirma la presencia de gente de color allí aquella tarde. De todas formas, no hay que descartar ninguna pista. Este caso es un auténtico galimatías. Espero encontrar algún otro indicio que nos aclare algo más -añadió levantándose-. Les dejo. Su colaboración ha sido de gran ayuda, señora Edwards. Si recuerda más detalles, hágamelo saber.
Jake y Ann se quedaron en silencio tras su partida. Ella trataba de asimilar las novedades que Joe Prinst les había transmitido, y su intuición le decía que el asesino estaba cerca, en la playa de poniente, entre los ciudadanos blancos.
– ¿Qué tal ha ido tu visita a la misión?
– Bien -respondió encogiéndose de hombros-. He prometido visitarlos con asiduidad, la escuela debe seguir funcionando y tengo que emplearme un poco con las niñas.
Jake la miró desde su sillón con una expresión que a ella le pareció de desacuerdo.
– Ann, es peligroso. Deberías dejar de salir hasta que este caso se resuelva. Me he quedado algo intranquilo esta mañana, cuando te he dejado marchar. Y ahora, con esta novedad… -Negó con la cabeza con preocupación.
– He estado acompañada todo el tiempo. No hay de qué preocuparse. Ese hombre sólo ataca a las mujeres cuando están solas.
– De todas formas, deberías ser prudente. Puedes enviarles todo lo que quieras, pero de momento quédate en casa.
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