Péter Nádas - Libro del recuerdo
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“El libro que usted estaba esperando desde que leyó ‘En busca del tiempo perdido’ o ‘La montaña mágica’ – The New Republic
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Pero tampoco quería fingir que dormía, no rehuía nada.
Colgué el abrigo y entré.
Producía una sensación grata llevar a aquella habitación el frío de la nieve y el olor del invierno.
El somier rechinó ásperamente y, aunque no se veía nada, comprendí que se había movido para hacerme sitio.
Me senté en el borde de la cama.
Callamos, y era un silencio pesado, ahora había que hablar de lo que fuera, no importaba de qué.
Entonces él dijo con voz ronca que le perdonara por el codazo, que estaba avergonzado y quería darme una explicación.
Yo no quería explicaciones, no me sentía preparado, y le pregunté si le había gustado la función.
No podía afirmar que le hubiera gustado, pero tampoco lo contrario: no le había dicho nada, fue su respuesta.
¿Y Thea?
No estuvo mal, sin duda seguía siendo la mejor, dijo de mala gana, pero no podía ni admirarla ni desdeñarla, nada.
Le pregunté por qué había escapado.
No había escapado, sólo quería irse a casa.
Pero por qué no me había esperado, por qué me había dejado plantado, pregunté.
Se había dado cuenta de que ella y yo nos necesitábamos y no quería estorbar.
No podía dejarla sola, dije, Arno la había abandonado, se había marchado aquella mañana sin dejarle ni un miserable lápiz, ni un pañuelo, pero no por mi causa.
Los dos callábamos, él echado y yo sentado, en la oscuridad.
Bruscamente, como si no me hubiera oído o no le importara la noticia, que pertenecía a una vida ajena que le era indiferente, prosiguió donde yo le había interrumpido: quería contarme algo, algo muy simple y muy complicado a la vez, y aquí no podía, y me rogaba que saliera con él a dar un paseo.
¿Un paseo ahora, con este frío?
Ahora.
Y no hacía tanto frío.
Con paso lento y sosegado, como personas que tienen tiempo, fuimos hacia la Senefelder Platz, cruzamos la silenciosa Schónhauser Allee, y donde la Fehrbellineer Strasse desemboca en la Zionskircheplatz nos desviamos por la Anklamerstrasse y torcimos por la Ackerstrasse, donde acaba el camino.
En nuestros paseos nocturnos, nunca habíamos tomado este camino, que acaba en el Muro.
Mientras paseábamos, yo contemplaba las calles y las casas con un interés distante, como si éste fuera el escenario de mi novela, no el de mi propia vida.
Exploté a fondo la sensación, recreándome en un pasado imaginario que, cuando menos, me evitaba sentir el presente excesivamente cerca.
En este punto, el Muro parece la tapia de ladrillo de un viejo cementerio y, al otro lado, en la tierra de nadie sembrada de minas e iluminada por focos están las ruinas de una iglesia destruida durante la guerra, la Reconciliación.
Era bello ver cómo el claro de luna se filtraba por el descarnado costillar de la torre a la nave abierta y arrancaba un fulgor mortecino a los fragmentos de vidrio del rosetón. Bello, sí, muy bello.
Los dos amigos miraban a la luna.
Un poco más allá, los pasos de un guardia chasqueaban en la nieve húmeda.
Veían la garita y veían al guardia, que daba cuatro pasos hacia adelante y cuatro hacia atrás, y el guardia los veía a ellos.
Todo aquello era tan extraño que casi había olvidado que Melchior quería contarme algo que me daba mala espina.
Suavemente, dejó descansar el brazo en mi hombro, tres fuentes de luz iluminaban su cara, la luna, las farolas amarillas y los reflectores, y ninguna proyectaba sombras porque el reflejo de la nieve las borraba, pero no había mucha claridad, sino más bien una oscuridad con matices distintos.
En resumidas cuentas, me voy a Occidente, dijo en voz baja, todo está arreglado, ya he pagado las dos terceras partes, doce mil marcos, hace diez días que espero el aviso.
Recibiría una llamada telefónica, después debería salir a dar un paseo, alguien lo seguiría, se le acercaría un hombre fumando un cigarrillo, él debería pedirle fuego y el hombre le diría que había olvidado el encendedor en casa pero que con mucho gusto le ayudaría.
Era una suerte que se hubiera ido del teatro, porque cuando llegó a casa estaba sonando el teléfono.
Por eso había pedido fuego a aquel desgraciado y luego tenía la impresión de haberlo echado todo a perder, porque la llamada no llegaba y estaba nervioso, yo debía comprender lo difícil que era para él dominarse con aquella tensión, y se le había escapado aquel codazo, me rogaba que le disculpara.
No sé en qué momento retiró su brazo de mis hombros.
Pero por qué precisamente aquí, susurré, por qué aquí, anda, vamonos.
El guardia no se acercaba, pero a cada cuatro pasos se paraba y nos miraba.
Todavía estoy en casa, dijo con su voz de siempre.
En casa, repetí.
Y me contaba todas estas cosas sin temor, porque no iba a hacer lo que había pensado en un principio. No se iría sin decir nada. Aparte de mí, no se despediría de nadie, del piso no tocaría nada, había hecho testamento, aunque todo lo que tenía sería confiscado, que se lo quedaran, no le importaba, por eso era un testamento simbólico y me rogaba que no lo leyera hasta después de su marcha.
Quizá aún fuera a ver a su madre, pero tampoco le diría nada, me agradecería que lo acompañara, si no era mucho pedir, así le sería más fácil callar. Dentro de tres días le darían más detalles y entonces ya no quedaría tiempo para nada.
Por eso hablaba ahora.
Ni siquiera sé cuándo dejamos de mirarnos, nos volvimos hacia la luna y yo le dije que estaba a su disposición.
Durante aquellos tres días haría todo lo que él creyera oportuno.
No debí decirlo, sonaba a reproche.
Guardamos silencio.
Yo dije que quizá no fuera exacta la cita pero, según Tácito, los germanos creían que las grandes empresas debían acometerse en luna llena.
Ah, esos bárbaros, dijo, y los dos nos reímos.
Y entonces, al reprimir un movimiento impulsivo, comprendí por qué él había tenido que decirme esto aquí, junto al Muro, donde el guardia podía vernos y casi oírnos; no debíamos volver a tocarnos.
Yo dije: vale más que vuelva a Schoneweide.
Sí, también a él le parecía preferible, ya me llamaría.
Al día siguiente la nieve había desaparecido, siguieron unos días apacibles, secos, con un poco de viento, por las noches la columna de mercurio del termómetro descendía bajo cero.
En mi habitación del primer piso de la casa de frau Kühnert de la Steffelbauerstrasse, con todas las puertas abiertas, yo hacía planes imposibles.
La tercera noche pasamos juntos las últimas horas, sentados en su habitación como en una sala de espera.
No encendimos velas ni luz eléctrica, de vez en cuando, de una butaca salía su voz; a veces, de la otra butaca salía mi voz.
A las tres y media de la mañana sonó el teléfono, tres veces, antes de la cuarta señal había que levantar el auricular, pero no contestar y, según lo convenido, el que llamaba tenía que colgar primero.
Exactamente cinco minutos después volvió a sonar el teléfono, una sola vez, señal de que todo iba bien.
Nos levantamos, nos pusimos los abrigos, él cerró la puerta.
En el portal, levantó con dos dedos la tapa del cubo de la basura y, con ademán indolente, dejó caer las llaves.
Jugaba con el miedo de los dos.
En la acristalada estación de Alexanderplatz subimos al suburbano en dirección a Königswusterhausen.
Al llegar a Schoneweide le oprimí ligeramente el codo y me apeé, y no me volví a mirar cuando el tren arrancó.
Él tenía que ir hasta Eichenwald.
Lo esperaban en el cementerio de la Liebermannstrasse, desde donde, por la carretera E 8, puesto de Helmstedt-Marienborn, pasaría la frontera en un féretro sellado, con documentos extendidos a nombre de un cadáver exhumado.
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