Péter Nádas - Libro del recuerdo
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“El libro que usted estaba esperando desde que leyó ‘En busca del tiempo perdido’ o ‘La montaña mágica’ – The New Republic
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Muy bien, estaba loca, pero no sabía desde cuándo.
Y se daba cuenta de que iba a tener un ataque de furor como el de la otra vez, en que se había dado golpes contra la pared, a pesar de estar sin fuerzas, pero ni aun así podía parar.
La música venía de fuera, había refrescado y apenas entraba luz por las rendijas.
Debía de haber anochecido.
A partir de este momento, ya no distinguía los sueños de las alucinaciones, no sabía si las imágenes que veía eran reales o imaginarias, porque le parecía que la música había hecho brotar un manantial de la pared, al principio era apenas un hilo de agua que fue creciendo -se ha reventado una tubería, pensó- hasta convertirse en una impetuosa catarata que casi la ahoga.
Un minuto, media hora o dos días después, ya no lo sabía, despertó convencida de que todo iba bien, y metía las uñas entre los ladrillos de la pared y arañaba el cemento reblandecido por la humedad.
Sí, y consiguió trepar hasta el tragaluz, pero en aquel momento volvió a sonar la música y ella resbaló.
Volvió a intentarlo y al fin pudo rozar el borde ondulado del cartón con la punta del dedo, casi sólo con la uña.
El cartón encajaba perfectamente, pero ella estuvo hurgando hasta que cedió y cayó al suelo.
Ahora veía una terraza iluminada por farolillos de colores y gente vestida con traje de fiesta que bailaba con aquella música, y en una escalera que conducía a un oscuro parque dos hombres charlaban en una lengua extranjera con una hermosa joven.
La mujer llevaba un vestido de gasa estampada en colores vivos y estaba muy seria.
Sí al poco rato no hubieran entrado a buscarla, si no la hubieran hecho subir por aquella misma escalera, si los dos hombres y la mujer no se hubieran apartado para dejarles paso con la mayor naturalidad, si no la hubieran conducido por la terraza por entre los que bailaban, aún hoy estaría convencida de que aquella fiesta en el jardín a la luz de los farolillos venecianos había sido otra de sus alucinaciones.
Los olores, las palabras en lengua extranjera, la calidad y la forma de los objetos indicaban que habían cruzado la frontera y que se encontraban en los alrededores de Bratislava.
Primero me enseñaron la firma de tu padre, tuve que leer su declaración y después el protocolo en el que János Hámar confirmaba la veracidad y autenticidad de la declaración.
Había dos hombres sentados en butacones.
Les dije que aquello no era verdad.
Ellos preguntaron con extrañeza por qué no había de ser verdad y entonces, hablando los dos a la vez, describieron en son de burla y en los términos más obscenos mis relaciones con los dos.
O han mentido, o los habéis torturado como a mí, o se han vuelto locos, no puede haber otra explicación ni puedo decir más.
En la mesa había un vaso con agua.
Uno de los hombres dijo que el protocolo del interrogatorio estaba redactado; si firmas, podrás beber.
Si no ha habido interrogatorio, dije, cómo voy a firmar.
Entonces el otro hizo una seña y me sacaron por una puerta lateral.
Después de cerrar la puerta, me golpearon, me metieron en una bañera, dejaron correr el agua caliente, rae golpearon en la cabeza con la ducha y me gritaron que era una espía y una traidora, toma, bebe, golfa.
Recobré el conocimiento en el sótano, y otra vez me llevaron arriba.
No debía de haber transcurrido mucho tiempo, porque aún tenía la ropa completamente mojada y seguía sonando la música.
Pero esta vez no me llevaron por la terraza sino por la escalera de caracol, el garaje y, probablemente, la puerta principal.
Me hicieron entrar en una habitación minúscula en la que no había más que un gran escritorio, un sillón y una silla.
En el sillón, detrás del escritorio, iluminado por una luz muy agradable, estaba sentado un joven rubio. También aquí se oía la música.
Cuando entré, se levantó manifestando una alegría desmesurada, como si llevara mucho rato esperándome, me saludó en francés, me ofreció asiento en francés y se indignó en francés por la forma en que se me había tratado, contraviniendo sus expresas instrucciones.
Podía estar segura de que, a partir de este momento, todo sería distinto.
Le pregunté por qué teníamos que hablar en francés.
Lo gracioso es que parecía sincero, y esto hizo que naciera en mí la esperanza de que quizá al fin había ido a caer en buenas manos.
El abrió los brazos en ademán de disculpa y dijo que el francés era la única lengua en la que podíamos entendernos, y era indispensable que nos entendiéramos.
Yo insistí, ¿cómo sabía él que yo hablaba francés?
Cuando, en mayo del treinta y cinco, su amigo salió de la cárcel, ¿no es verdad?, y le reveló que la policía secreta lo había reclutado, ¿no es verdad?, y usted olvidó informar de este hecho importante, ¿no es verdad?, los dos se fueron a París, y no regresaron a Hungría hasta después de la ocupación alemana, por órdenes del partido y con pasaporte falso, si no me equivoco.
A grandes rasgos así fue, sólo que mi amigo no fue reclutado por ninguna policía secreta y, por lo tanto, no podía revelarme tal cosa ni yo tenía nada de que informar, y nos fuimos a París porque aquí no teníamos trabajo ni podíamos comer.
No deberíamos perder el tiempo en discusiones inútiles, dijo el hombre, más valía ir directamente a lo que importaba.
Había recibido el honroso encargo de transmitir un ruego, y subrayó «ruego», que el camarada Stalin hacía a la camarada Stein. Un ruego que podía expresarse con cinco palabras:
Maria Stein, no seas obstinada.
Ella tuvo que pensar mucho, porque aquel tercer día ya nada le parecía imposible, y mientras contemplaba la cara del joven rubio le pareció que toda su vida había estado esperando aquel ruego.
Si así están las cosas, dijo, Maria Stein debe hacer saber al camarada Stalin que, dadas las circunstancias, no puede satisfacer su ruego.
Su respuesta no pareció sorprender al joven rubio.
Se inclinó sobre la mesa, movió la cabeza de arriba abajo y la miró largamente, después preguntó en voz muy baja y muy amenazadora si Maria Stein imaginaba que pudiera existir un loco que estuviera dispuesto a transmitir una respuesta semejante.
Brillaban las estrellas en el cielo de primavera, había refrescado.
Al fin tuve que levantarme, ella se levantó a su vez, crucé la habitación, pero ella me seguía sin dejar de hablar.
Salí al recibidor, ella hablaba, abrí la puerta, miré a uno y otro lado, ella hablaba sin bajar la voz.
Cuando cerré la puerta y me alejé por el corredor, me parecía seguir oyéndola, bajé la escalera corriendo y salí al camino que conducía a la vía; un tren iluminado y vacío tomaba la curva chirriando.
Se había hecho tarde.
La luz amarillenta de las farolas ponía un fulgor suave y festivo en toda aquella blancura.
El reflejo de la nieve iluminaba y ensanchaba el cielo, los sonidos se amortiguaban y, en lo alto, por los bordes transparentes de las oscuras y pesadas nubes, asomaba de vez en cuando la fría cara de la luna.
Serían poco más de las doce cuando llegué a la casa de la Wörther Platz.
En la amplia escalera me sacudí la nieve de los zapatos, pero no encendí la luz.
Como si aún a estas horas pudiera salir alguien a preguntarme qué buscaba allí.
Palpé la cerradura y metí la llave sigilosamente.
No quería despertarlo si dormía.
La puerta se cerró suavemente en la oscuridad, fue el único sonido.
Procurando no hacer crujir el suelo, casi había llegado al perchero cuando desde la habitación él me gritó que no dormía.
Me pareció que si había dejado abierta la puerta no era para esperarme.
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