Péter Nádas - Libro del recuerdo

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“Una de las novelas más importantes de nuestro tiempo” – The Times Literary Supplement
“El libro que usted estaba esperando desde que leyó ‘En busca del tiempo perdido’ o ‘La montaña mágica’ – The New Republic

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Detrás de la reja de la ventanilla se movió la cortina y asomó la cara una mujer.

Gracias, no quiero billete.

Entonces, qué hacía allí.

Yo estaba seguro de que aquella mujer habría visto al muerto o, por lo menos, oído hablar de él.

Esto no era un casino sino una sala de espera reservada a los viajeros, por lo que, si no tenía intención de viajar, debía marcharme.

Al final, me faltó valor para preguntar a María Stein cuál de los dos hombres era mi padre, y después sería inútil que indagara en mi cara y en mi cuerpo delante del espejo, buscando un parecido.

También en Heiligendamm, delante del espejo de la habitación del hotel, quería averiguar la procedencia de mi físico y la identidad de mi espíritu, pero mi cuerpo desnudo se me antojaba un traje que no era de mi medida, y los policías no llamaban a la puerta porque quisieran interrogarme acerca de la huida de Melchior sino, sencillamente, porque mi cara magullada había despertado las sospechas del portero del hotel que había tenido que abrirme la puerta a hora tan intempestiva, y el hombre me había denunciado.

De madrugada había amainado el viento.

Yo no pensaba sino que tenía que negar hasta que conocía a Melchior.

Tuve que identificarme, pregunté el motivo de su presencia allí, ellos me ordenaron recoger mis cosas y me llevaron a la comisaría de Bad Doberan.

Se oía rugir el mar, a pesar de que apenas hacía viento.

Sentado en el frío calabozo, desafiar a la suerte y confesar que mi amigo había sido asesinado por el criado del hotel.

Cuando me devolvieron el pasaporte, con sus disculpas y la invitación a abandonar el país lo antes posible, perversamente, pensé en contarles, a modo de despedida, las circunstancias de la huida de Melchior y, además, convencerles de que el criado del hotel había sido ejecutado siendo inocente, porque el asesino era yo.

El mar se había calmado, las olas lamían la orilla y yo esperaba mi tren.

Y como aquel solitario banco de la sala de espera tampoco me decía mucho, salí de la fresca estación al cálido sol de primavera.

Sabía que María Stein no se atrevía a salir a la calle -los vecinos le llevaban la comida-, por lo que estaba seguro de encontrarla en casa. Me abrió la puerta vestida con un chándal que le hacía bolsas en las rodillas y los codos, fumando un cigarillo.

No me reconoció.

Me había visto por última vez en el entierro de mi madre.

Yo la había visto en el entierro de mi madre por primera vez, después de cinco años de que la pusieran en libertad, durante los que se había mantenido alejada de nosotros.

O no quería reconocerme, para no tener que hablar conmigo.

Me llevó a la habitación en la que ellos dos se habían atormentado mutuamente hasta el amanecer, la cama estaba deshecha, por la ventana abierta se veía la estación.

El hombre cuyo apellido llevo le dijo: está bien, María, lo comprendo todo y lo acepto todo, ahora me marcho y no volveré, sólo te pido que mires por la ventana.

Te lo pido por ti, no por mí, quiero que estés segura de que me he ido para siempre.

¿Mirarás?, preguntó el hombre.

Ella asintió, a pesar de que no comprendía del todo.

El hombre se vistió, la mujer se puso la bata en el cuarto de baño, el hombre salió de la casa en silencio, la mujer se acercó a la ventana lentamente.

Pero antes se miró al espejo, se tocó la cara y el pelo, aquel pelo gris que no parecía suyo, pero se vio la cara tersa, y esto le recordó que tenía que buscar las gafas.

Las encontró debajo de la cama, quería ver bien al hombre.

Parecía un abrigo que anduviera solo por entre la alta maleza negruzca del camino endurecido por la helada, una figura que se alejaba a la luz de las farolas, en la fría madrugada.

Aquel año no nevó hasta enero.

La mujer se alegraba de ver aquello, lo agradecía, durante toda la noche, con cada gemido, con cada suspiro, con cada leve jadeo, había tratado de reprimir la angustiada protesta de que ella nunca podría ser la esposa de un asesino, que no podía ni quería, y se repetía que era inútil, que todo era inútil.

Seré tu amante como lo he sido hasta ahora, eso no puedo evitarlo, pero nada más.

Tengo dos hijos que atender, y estoy loco.

No, nada más. Sólo follar.

Él no quería eso, dijo el hombre en el momento en que penetraba en ella, y no por primera vez aquella noche.

Ella tuvo la frase en la punta de la lengua toda la noche, pero no la pronunció, sólo le dijo: tus hijos no me interesan en absoluto.

Sólo puedo añadir, muchacho, que no le dije que no podía ser la esposa de un asesino.

Alzó las caderas, para que él pudiera penetrar mejor.

A ti nunca te quise, le quería a él, a ti no, a él y sólo a él.

János Hámar, a quien tanto había querido María Stein, se marchó a los pocos meses; fue nombrado cónsul en Montevideo y su traje de lino quedó en nuestra casa.

Le quiero, gemía la mujer a cada movimiento del hombre, no he querido a otro en mi vida, por amor a él resistí la cárcel, en ti nunca pensaba, sólo en él, a ti sólo te utilicé.

Es posible que no ocurriera exactamente así.

Lo cierto es que la mañana de Navidad de mil novecientos cincuenta y seis el hombre salió del oscuro camino a la iluminada vía del tren de cercanías junto a la curva que hay antes de llegar a la estación del muelle Filatori.

En la ventana, la mujer iba a desviar la mirada, puesto que no había nada más que ver, cuando observó que el hombre se volvía, sacaba algo del bolsillo y buscaba con la mirada la ventana iluminada.

Su último deseo fue que ella lo viera.

Se disparó en la boca.

Me llamaba muchacho, pero no me hablaba como a un muchacho ni como al hijo de uno de los dos hombres.

De sus insinuaciones deduje lo que habría ocurrido entre ellos, aunque no pude descifrar sus palabras hasta mucho después, por más que ya entonces mis experiencias infantiles me permitían hacerme una idea de lo que es un amor no correspondido.

Sólo a ti, muchacho, puedo decirte lo que no fui capaz de decirle a él, que me era imposible ser la esposa de un asesino.

Y vuestra madrastra.

Pero si hay Dios, él sabrá perdonarme, porque algún valor tendrá a sus ojos la dignidad.

Él lo supo dos días antes, y hubiera podido darme la noticia con tiempo.

Yo no hubiera escapado, es más, me hubiera presentado voluntariamente, siempre había sido muy disciplinada, pero así, no. A este precio, no.

Mi madre, muchacho, se ganaba la vida con su cuerpo, era muy bonita, una puta, pero una puta de pobres, y tuberculosa; ella, si era preciso, se vendía por cuatro cuartos, pero me enseñó que la dignidad no se vende ni se compra.

Y si a ti todavía no te lo han explicado, yo te lo explicaré.

Reventaron la puerta a patadas, me arrancaron de la cama, rasgaron las tapicerías de las sillas, a pesar de que ya sabían que en mi casa no encontrarían nada, si acaso, algo que los acusaría a ellos, ya que les había dado toda mi pobre vida.

Aunque en realidad no les di nada, porque sólo habría vida si hubiera un Dios, y no lo hay.

Lo que yo tengo me lo he dado a mí misma.

Me esposaron, haciendo mucho ruido, para despertar a toda la casa, para que todos vieran que ni una agente de la Seguridad del Estado está a salvo, me vendaron los ojos y me empujaron escaleras abajo cuatro pisos haciéndome chocar contra la pared en cada rellano.

Me detuvieron la mañana de Pascua de mil novecientos cuarenta y nueve.

El día antes había hablado por teléfono con tu madre, y me dijo que la forsitia de vuestro jardín había florecido, ya ha llegado la primavera, reía, a pesar de que también ella lo sabía.

Ella sabía lo que me esperaba durante los tres días siguientes, y ahora también yo sabía lo que me esperaba, pero fue mucho peor de lo que imaginaba.

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