Péter Nádas - Libro del recuerdo
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“El libro que usted estaba esperando desde que leyó ‘En busca del tiempo perdido’ o ‘La montaña mágica’ – The New Republic
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Y entonces, bruscamente, se disipó, se extinguió, el furor que parecía dominar a Melchior.
Había terminado.
Metió la mano en el bolsilo y puso unas monedas en la mano extendida del chico, giró sobre sus talones y vino hacia mí con gesto de decepción y paso cansino.
Mientras se acercaba, arrojó el cigarrillo y lo pisó con rabia.
Ahora sí había palidecido; cuando llegó a mi lado estaba furioso, humillado y desesperado.
Yo miraba al chico, como si su solo aspecto pudiera darme una explicación, pero él, apretando con una mano el dinero que había mendigado y aplastando el cigarrillo apagado con la otra, volvió a alzarse sobre las puntas de los pies y me miró con gesto de desafío, de tristeza y de reproche, como si de todos sus males tuviera yo la culpa, y ahora mismo iba a zurrarme y estrangularme.
Y en una fracción de segundo lo hubiera intentado.
Qué miras tú, es que quieres taladrarme con los ojos, me gritó con una voz chillona que ahogó el ruido del tren que llegaba.
Es que te has creído, es que os habéis creído que conmigo vais a poder hacer eso.
Y en público, gritaba, querer comprarme en público.
Y doblando el cuerpo se lanzó hacia adelante, como un corredor en el sprint final.
No había tiempo para pensar.
En una momentánea pausa entre grito y grito, Melchior abrió la puerta del vagón más próximo, me empujó al interior y saltó detrás de mí; mirábamos al energúmeno atónitos, andando hacia atrás.
¿Creéis en el perdón?
Nos retirábamos hacia el interior del coche, pero la cortante voz de la locura se abría paso por entre los tranquilos pasajeros.
El perdón no se compra con unas monedas.
Una cara enorme, desfigurada por granos purulentos, un pelo rubio y rizado como el de un niño, pegado a la frente por la humedad, unos ojos azules, que no comprendían y que estaban más allá de la desesperación y el furor.
Por su boca gritaba un dios extraño, al que debía llevar siempre consigo.
Mientras nosotros retrocedíamos amparándonos entre los curiosos pasajeros, de otro coche bajó una cobradora que, lentamente, empezó a caminar a lo largo del tren, con la mano en la cartera que llevaba colgada del cuello, sin inmutarse por los gritos. «Pasajeros al tren», dijo con voz apática, a pesar de que en el andén no había nadie más que el chico; ¿de dónde sacaba aquella mujer tanta calma y disciplina?
Imperturbable, la cobradora se limitó a apartar al que vociferaba.
El chico se tambaleó, pero, a fin de conseguir ni que fuera un triunfo mínimo, una pequeña satisfacción, para desquitarse de tanta humillación, antes de que se cerrara la puerta, nos arrojó a la cara su cigarrillo apagado y aplastado; el dinero, no, desde luego, pero no acertó, y el sucio residuo del pequeño incidente cayó a nuestros pies.
Cuando los pasajeros se desentendieron de nosotros y dejaron de mirarnos con curiosidad y reproche, ávidos de escándalo, tratando de leernos en la cara lo que habíamos hecho a aquel infeliz, le pregunté qué había ocurrido.
Él no contestó. Estaba quieto, desencajado, la mano con que se sujetaba le ocultaba los ojos, no me miró.
No hay nadie que sea tan cuerdo como para que no le afecten las palabras de un loco.
En aquel momento, a su lado, colgado de la correa, entre el indiferente estrépito mecánico del metro, yo me sentía al borde de la locura.
Ruedas. Raíles.
Apearme en la siguiente parada, arrojarme bajo las ruedas y dejar atrás todo, absolutamente todo.
A pesar de que no tenía valor ni para tomar las tabletas.
Porque aquello no era la locura, ni siquiera el umbral de la locura.
En aquellos años me faltaba perspectiva; cada una de mis palabras, cada uno de mis movimientos, de mis secretos deseos, objetivos, afanes y propósitos estaban orientados a buscar la satisfacción, la paz de espíritu y la redención en el cuerpo de los demás.
Me faltaba perspectiva, la espléndida perspectiva de la locura de divinidades extrañas, porque lo que a mí me parecía locura o pecado no era el caos de la Naturaleza, sino la prueba de los ridículos convencionalismos de mi educación y de los confusos sentimientos de mi juventud.
O a la inversa, me faltaba la perspectiva de la divinidad misericordiosa, justa, redentora y única, porque lo que yo sentía como un toque de gracia no era fruto de un magnífico orden divino, sino de mis mezquinas maquinaciones y argucias.
Yo creía poder desterrar de mi vida la sensación de irrealidad; era un cobarde, un estúpido hijo de mi tiempo, un oportunista que explotaba su propia vida y creía que la ansiedad, el miedo y la indefensión podían rehuirse o, por lo menos, apaciguarse mediante ciertas facultades del cuerpo.
Pero ¿cómo se puede entender de las cosas cercanas de los hombres ignorando las cosas lejanas de los dioses?
La mierda nunca llega hasta el cielo; sólo se acumula, se seca y se f desmorona.
Le repetí la pregunta al oído, qué había sido aquello, qué estaba esperando, repetí la pregunta con insistencia, aunque hubiera debido callar y tener paciencia.
Cansado de cuchicheos, me respondió en voz alta y seca que lo que había pasado ya lo había visto yo, que había pedido fuego y había ido a dar con un idiota.
Entonces me acordé de mi hermana pequeña, a la que no había vuelto a ver y sentí su pesado cuerpo en mi cuerpo.
Soy una casa con todas las puertas y las ventanas abiertas de par en par, una casa en la que cualquiera puede mirar y entrar, quienquiera que sea, de dondequiera que venga, adondequiera que vaya.
No puedo seguir soportando tus mentiras.
Él no contestó.
Si no me contestaba, me bajaría en la próxima parada y no volvería a verme.
Entonces él movió el brazo con el que se sujetaba y me golpeó la cara con el codo.
Por la ventana abierta se veía la tarde de primavera.
Por fin llegó el día del estreno. Había empezado a nevar por la tarde, copos húmedos, blandos, densos, perezosos, que el viento impulsaba y arremolinaba.
La nieve cubría los tejados, el césped del parque, las aceras y la calzada, pero pies presurosos y ruedas rápidas no tardaban en trazar en ella sendas oscuras.
Ibamos al estreno.
Había llegado pronto la nieve, aunque nuestro álamo ya se había desprendido de sus últimas hojas, las copas de los plátanos de la Wörther Platz aún estaban verdes; horas después, cuando por fin salimos para el teatro, la nieve se acumulaba sobre las ramas desnudas, borraba las pisadas y cubría los senderos; toda la ciudad estaba bajo la nieve, las copas de los plátanos tenían casquetes blancos que relucían a la luz de las farolas.
Fui a ver a Maria Stein, la única superviviente, porque quería preguntarle a cuál de los dos hombres tenía que considerar mi padre, algo que, en el fondo, me era indiferente.
La maleza del año anterior llegaba hasta las caderas; en la escalera del embarcadero estaban sentados unos hombres desnudos de cintura para arriba, para mitigar el calor del sol de la tarde.
El agua se deslizaba perezosamente, formando pequeños remolinos a sus pies, y en la isla amarilleaban las hojas de los sauces que se reflejaban en el agua.
No podía ser domingo porque al otro lado, en el astillero, había actividad, repique de martillos, traqueteo de máquinas y rechinar de grúas.
Por un sendero paralelo a la vía del tren fui hasta la estación del muelle Filatori; sabía que habían traído aquí el cadáver de mi padre y que lo habían dejado en el banco de la sala de espera hasta que vino el furgón a recogerlo.
La sala de espera estaba fresca y vacía, seguramente, habían barrido el suelo con serrín empapado en aceite; entró un gato que me pasó rozando como una sombra; al fondo, junto a la pared, estaba el largo banco.
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