Péter Nádas - Libro del recuerdo

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“Una de las novelas más importantes de nuestro tiempo” – The Times Literary Supplement
“El libro que usted estaba esperando desde que leyó ‘En busca del tiempo perdido’ o ‘La montaña mágica’ – The New Republic

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Al otro lado de la tumba había un muchacho pálido vestido con un traje oscuro un poco desteñido. Yo lo conocía, porque mis tías compran la leche en su casa desde hace años. De vez en cuando se estremecía como si tratara de reprimir los sollozos. Y entonces, involuntariamente, cantaba con voz más fuerte. Era uno de los dos frustrados suicidas. Al otro, que no estaba en el entierro, lo había dejado mudo la laringotomía que habían tenido que hacerle. Yo lo conocía de vista, era una celebridad local, hijo de una madre soltera que no llegaba al metro y medio de estatura.

No se sabía quién era el padre. La enana siempre había trabajado en la Taberna Vieja, fregaba cacharros en el mostrador, subida a un taburete. Decían las malas lenguas que se acostaba con los borrachos en la trastienda hasta que quedó embarazada. Y, a pesar de su mala fama, ni su estado ni el nacimiento de la criatura hicieron que se desatara contra ella el furor moralizante del pueblo. Aún hoy se comentan jocosamente sus andanzas. La mujer dio a luz un niño normal y a partir de entonces fue una madre modelo. El niño crecía, alto y guapo, y, a pesar de las circunstancias de su nacimiento, el pueblo veía en él la prueba viva de los arcanos de la naturaleza. Por ello, nadie veía con malos ojos que fuera amigo del hijo de uno de los ricos campesinos del pueblo. Los dos eran uña y carne y los líderes de la chiquillería local. No pudo separarlos ni la circunstancia de que el hijo de la enana iniciara la formación de carnicero y el otro fuera al instituto. Daba la impresión de que habían querido suicidarse juntos para que su amor por la misma muchacha no los convirtiera en rivales. Una actitud noble. Dos animales machos en los que el elemental instinto amoroso había resultado más débil que el sentimiento de amistad.

Durante aquellos años, yo detectaba los cambios sociales que se producían en la región por la conducta de mis tías. Si en el pasado ellas habían dedicado todos sus esfuerzos a salvar del patrimonio familiar todo lo que salvarse pudiera y pasaban privaciones con tal de no desprenderse de una propiedad, ahora, con una irresponsabilidad casi infantil, se habían dejado seducir por la nueva tendencia de la economía. Quizá estaban cansadas. Quizá temían a la vejez y trataban de marchar con los tiempos.

La población de aquella apartada localidad disminuía rápidamente. En consecuencia, en torno al pueblo aumentaba la extensión de tierras abandonadas. Una parte de la población activa había emigrado y los que aún no se habían marchado ya tenían un pie en la ciudad. Viñas y huertos se vendían a gentes de la ciudad que buscaban terrenos para construir segundas residencias. Para los de la ciudad, esta compra significaba la única posibilidad de colocar en inversiones seguras sumas procedente de pequeños chanchullos o de alguna herencia, retirándolas de los bancos estatales que daban ínfimos intereses. La gente de la ciudad, pues, con su dinero improductivo, compraba las tierras improductivas de la gente del campo. También mis tías vendieron. A pesar de que yo me esforzaba por hacerles comprender que cuando existe exceso de capital y la única inversión posible es la compra de inmuebles lo que se debe hacer es comprar y no vender. Empezaron vendiendo una viña por un precio irrisorio. Después, viviendo mi amigo ya con ellas, vendieron, a pesar de mis vehementes protestas, una hermosa parcela del parque. Me dieron el dinero a mí, para que me comprase un coche. Con ello pretendían justificar su insensatez; en realidad, ahora parecían querer decir: que se pierda todo lo que perderse pueda. Y lo mismo parecían pensar los nuevos dueños. Lo arracaron todo sin piedad: arbustos nobles, rosaledas, frutales, tilos y castaños centenarios. Querían hacer borrón y cuenta nueva. Tener algo que fuera totalmente suyo. Les producía un placer irracional poder hacer con su propiedad lo que quisieran. Querían desquitarse de tantos años de riguroso control y, tanto para la propiedad del Estado como para la recién adquirida propiedad privada, las consecuencias fueron desastrosas. Se hicieron chalets adocenados con materiales infames y una ética profesional más infame todavía. Se abrió un camping. La población local, espoleada por la momentánea prosperidad, se pluriempleaba en las nuevas actividades y abandonaba los trabajos tradicionales. Entre los hombres aumentó espectacularmente el número de infartos. Y el domingo el párroco se encontraba la iglesia vacía.

El frustrado suicidio había convertido a los antiguos amigos en mortales enemigos. El joven del traje oscuro que cantaba salmos junto a la tumba haciendo esfuerzos para no llorar empezó a visitar al párroco. Al principio iba sólo para charlar, pero al poco tiempo asistía a las sesiones de estudio de la Biblia, en las que conoció a mi amigo, y acabó yendo a la iglesia todos los domingos por la mañana. Una parte de los jóvenes del pueblo siguieron su ejemplo. Así se formó un pequeño círculo hostil al grupo capitaneado por el amigo mudo. Este grupo estaba compuesto por motoristas exclusivamente. A los que se podía llamar pacíficos. Bebían, buscaban pelea, perseguían a las chicas del camping, ponían las radios a todo volumen, molestaban a los veraneantes y forzaban la entrada de los chalets vacíos para montar juergas.

Mi amigo recibió su primera comunión de manos del párroco. De las circunstancias de su conversión sé muy poco. Únicamente que por aquel entonces se hizo amigo del joven suicida que, una vez terminado el bachillerato, había empezado la formación de mecánico. Por las tardes venía a buscarlo para acompañarlo en sus paseos. Si los paseos solitarios de mi amigo habían intrigado a la gente del pueblo, los que ahora daba con este muchacho, lloviera o nevara, eran un misterio. Al año siguiente, el joven empezó a estudiar teología.

Después del entierro me quedé en el pueblo casi dos semanas. Mis tías me lo pidieron. No hice investigaciones, pero hablé con mucha gente. No me fue difícil, ya que me conocían desde que era niño. Desde luego, nadie me reveló secretos, pero mis sospechas no parecen infundadas. Me consta, porque así me lo dijo este joven discreto, modesto y que medía bien sus palabras, que mi amigo nunca hizo con él algo de lo que tuviera que avergonzarse delante de Dios. Pero me enteré de otra cosa, que no me contó el joven. Durante uno de sus paseos de invierno por la orilla, los motoristas los embistieron por la espalda y, aunque ellos pudieron esquivarlos, el mudo, al pasar, agarró a mi amigo por la manga del abrigo y lo soltó bruscamente haciéndolo caer en las piedras, lo que le produjo una herida en la cara. Si mal no recuerdo, fue poco después cuando mi amigo dijo que temía que cualquier día lo mataran a palos como a un perro rabioso.

Hasta un año y medio después de su muerte no me sentí con fuerzas para sentarme a su mesa. Cada capítulo de la historia de su vida estaba en una carpeta. Lo que más tiempo me llevó fue el estudio de sus notas. Del plan general del manuscrito deduje el orden de los capítulos, pero ni el más minucioso estudio de sus notas me ha permitido descubrir qué dirección quería imprimir en la acción. Encontré, sí, un capítulo inacabado, esquemático, que no encaja en ningún sitio y que tampoco se menciona en ninguno de los índices varias veces revisados. No obstante, me da la impresión de que mi amigo quería dar en él la clave de la historia.

He cumplido mi tarea. No me queda sino agregar este último fragmento.

Huida

Al fin llegó el día del estreno.

Había empezado a nevar por la tarde, copos húmedos, blandos, densos, perezosos, que el viento impulsaba y arremolinaba.

La nieve cubría los tejados, el césped del parque, las aceras y la calzada, pero pies presurosos y ruedas rápidas no tardaban en trazar en ella sendas oscuras.

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