Péter Nádas - Libro del recuerdo
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“El libro que usted estaba esperando desde que leyó ‘En busca del tiempo perdido’ o ‘La montaña mágica’ – The New Republic
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La nieve llegaba pronto; nuestro álamo ya se había desprendido de sus últimas hojas, pero las copas de los plátanos de la Wörther Platz aún estaban verdes.
Durante esta copiosa nevada temprana, uno estaba echado en el sofá de la salita y el otro purgaba su rica colección de discos; con una rodilla en tierra, iba sacando los discos del estuche y rompía sobre la otra rodilla los que, sin razón aparente, condenaba a la destrucción.
Ni él contestaba a mis preguntas ni yo a las suyas.
Tampoco después hubo voces, reproches ni lágrimas, que un cariñoso y melancólico abrazo habría hecho olvidar, sino pequeños sarcasmos inútiles, cortados por bruscos gruñidos, protestas refunfuñadas, minuciosa exploración de todas las posibilidades de mortificar sin llegar a hacer sangre, como si estas pequeñas pullas pudieran evitar un dolor mayor.
Excusas y pretextos, pero ni una palabra sobre lo que nos martirizaba, nos amargaba, nos desbordaba y tenía que acabar.
Horas después, cuando por fin salimos para el teatro, la nieve se acumulaba sobre las ramas desnudas, borraba las pisadas y cubría los senderos; la ciudad entera estaba bajo la nieve, que amortiguaba los sonidos; las copas de los plátanos tenían casquetes blancos que relucían a la luz de las farolas.
La sangre que latía suavemente en el tímpano murmuraba: asi está bien.
Creía que era yo el que mentía, aún no sabía que también él me engañaba.
En realidad, aquello no era mentir sino callar ciertas cosas e, insensiblemente, el silencio fue creciendo hasta impedir toda comunicación coherente.
Él dijo que tenía trabajo, que esperaba una llamada, que iría después o que ya vería la obra otro día, que me marchara, que quería estar solo.
Lo de la llamada era verdad, realmente esperaba algo, pero yo no podía imaginar qué era ni por qué tenía que ocultármelo.
Todos conocemos esas extrañas reconciliaciones que en realidad sólo sirven para prolongar las hostilidades. Después, los dos caminaron bajo la nieve con las manos en los bolsillos y el cuello del grueso abrigo levantado, sin mirarse, mudos, aparentemente tranquilos, sintiendo apelmazarse la nieve bajo sus pies.
El amor propio les obligaba a aparentar una calma risueña, pero se mantenían a la defensiva, luchando por dominarse, y esta crispación era lo único que tenían en común, su único vínculo, que no podía romperse porque ninguno de los dos quería reconocer explícitamente la causa de su malestar.
Mientras esperaban el metro en la Senefelderplatz, ocurrió algo curioso.
Faltaban diez días para mi regreso a casa, pero no habíamos vuelto a hablar de mi marcha.
La estación estaba desierta y, como es sabido, estas estaciones del metro, destartaladas y frías, llenas de ecos y corrientes de aire, que también aparecen en mi relato de ficción, están muy mal iluminadas, para no decir completamente a oscuras.
En el extremo opuesto del andén aguardaba otro pasajero, un tipo escuálido y aterido.
Era joven, de aspecto descuidado y huraño, pero lo que más llamaba la atención era su gesto de frío; tenía el cuello encogido, los brazos pegados al cuerpo y las manos entre los muslos y se empinaba sobre las puntas de los pies, como para evitar el contacto con el suelo; de los labios le colgaba un cigarrillo, y la brasa que se avivaba a intervalos era la única nota grata de toda la figura.
El largo túnel estaba vacío y mudo, aún no se oía ni un murmullo lejano que anunciara la llegada del tren, y ya se me hacía tarde; para completar mi descripción del montaje de la obra, no podía perderme ni un minuto del estreno, que coronaba el trabajo de muchos meses.
De repente, el chico vino hacia nosotros, con el cigarrillo en la boca.
Es decir, fue directamente hacia él. Yo pensé que debían de conocerse de algo, lo cual no parecía probable, vista la facha del individuo.
Tuve un mal presentimiento.
Sus pasos no se oían, tenía movimientos elásticos, como si cada vez que ponía el pie en el suelo proyectara su cuerpo no sólo hacia adelante sino también hacia arriba, y quizá lo inquietante era que no apoyaba todo el peso del cuerpo en el talón sino en la punta del pie, lo que le daba a su avance un aire felino; calzaba unas alpargatas deshilachadas, sin calcetines, y a cada paso le asomaban los tobillos por los bajos del pantalón.
La compasión por los desfavorecidos suele estar envuelta en un grueso abrigo.
Llevaba un pantalón estrecho, corto y agujereado en las rodillas y una chaquetilla de cuero rojo de imitación, endurecido por el frío, que crujía a cada movimiento.
Hasta aquel momento, él había estado de espaldas al desconocido y no se volvió hasta oír los crujidos del plástico, que resonaban con fuerza en la estación.
Moviendo los hombros con un elegante gesto de indiferencia, se volvió hacia el chico, que se paró y se quedó mirándolo con una expresión extraña, alerta y agresiva a la vez, de loco.
Aquí podría hablarse de la noche en los parques, donde, a la sombra de los árboles, es más negra la oscuridad; donde seres anónimos, ansiosos de contactos carnales, emiten sus señales con las brasas de sus cigarrillos.
¿Cabe más abyección que el instinto animal del hombre?
No se apreciaba claramente qué miraba, quizá el cuello.
No estaba borracho.
Parecía que una perilla le sombreaba el mentón, pero al acercarse se vio que aquella mancha oscura no era pelo, sino quizá una repulsiva enfermedad de la piel, una marca o un morado debido a un puñetazo o una caída.
Melchior no palideció.
Pero la expresión que adoptó, de total falta de interés por el mundo, reflejaba un cambio interior que podría describirse como un empalidecimiento.
Y aquel cambio de expresión indicaba que no conocía al chico pero había descubierto en él algo muy importante, algo que esperaba desde hacía tiempo pero que no por esperado dejaba de sorprenderlo, ni por deseado de causarle aprensión, como un pensamiento liberador o un impulso irresistible, pero que no quería revelarme, y por eso aparentaba indiferencia.
Pero entonces se delató al lanzarme una mirada fría y fulminante con la que me decía que aquello no era asunto mío, como si yo hubiera cometido una grave indiscreción o una ofensa irreparable y, con una voz ronca y amenazadora, casi sin mover los labios, como hurtando palabras a la insistente mirada del chico, me dijo: ¡lárgate!
Entonces pensé que quería vengarse.
¿Qué sucede?, pregunté, desconcertado.
Lárgate, lárgate, siseó apretando los dientes y, con la cara muy colorada, sacó rápidamente un cigarrillo del bolsillo, se lo puso entre los labios y fue hacia el chico.
Éste lo esperaba en actitud combativa, de puntillas y con el cuerpo ligeramente inclinado hacia adelante.
Yo no sabía a qué venía aquello, pero no me sorprendía el cariz que estaba tomando y tenía la seguridad de que acabaría a golpes; no había nadie más en la estación, barrida por un viento que olía a sótano.
Ahora él estaba muy cerca del chico, inclinándose sobre el ciga rrillo encendido y diciendo algo que hizo que el otro no sólo se dejara caer sobre los talones sino que diera unos torpes pasos hacia atrás. Pero él lo siguió, se le puso casi encima, y entonces me pareció que si a alguien tenía que defender sería al chico, pero no podía verlo porque él me lo tapaba con su cuerpo.
Era como si un loco hubiera encontrado a otro más loco todavía; cuando él volvió a hablar con vehemencia, el chico ladeó el cuerpo, indeciso y, con ademán rápido y servicial, se quitó el cigarrillo de los labios y le dio lumbre con una mano que le temblaba.
El temblor de la mano hizo que la brasa se desprendiera y cayera al suelo.
Sin mirarla, el chico empezó a hablar atropelladamente, estuvo hablando un buen rato en voz baja, yo sólo pude oír que hablaba del frío, frío, frío, resonó varias veces en la oscura estación. El tren ya retumbaba en el túnel.
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