Péter Nádas - Libro del recuerdo
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“El libro que usted estaba esperando desde que leyó ‘En busca del tiempo perdido’ o ‘La montaña mágica’ – The New Republic
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Mencionó también ciertas ventajas materiales. Esto me divirtió. Yo sabía que las finanzas de mi amigo estaban más que deterioradas. La suma que pagaría por la habitación era puramente simbólica. De la comida ni se habló. Al fin y al cabo, ellas comían lo que cultivaban en su huerto. Si acaso, a partir de ahora habría menos excedentes para nosotros. En resumen, se habían encariñado con él y querían dar a su afecto un marco convencional y una base material. Habían hecho extensiva a mi amigo su idolatría por mí. Y es que él encarnaba su ideal mejor que yo. Durante aquellos tres años, él no había recibido más que cinco inocentes visitas. Mientras ellas trajinaban por la casa o por el huerto, él trabajaba en su habitación en completo silencio. Desde las ocho de la mañana hasta las tres de la tarde no se oía nada. Comía poco y se acostaba temprano. Pero gozaba de las pequeñas cosas, ya fuera un guiso nuevo, una salida de sol en invierno o una planta que florecía tardía e inesperadamente. Las ayudaba en los trabajos más pesados. Partía leña, acarreaba abono, serraba madera y hacía pequeñas reparaciones. Y, lo más importante, las escuchaba no sólo con paciencia sino con verdadero interés.
Su estancia en la casa, que se había descrito como transitoria, había despertado en el pueblo extrañeza y curiosidad. Mis tías contaban que la gente les pedía permiso para mirar por la ventana de su habitación cuando él no estaba. Sin duda querían averiguar qué puede hacer una persona completamente sola entre cuatro paredes. Él no se enteraba, pero comprendía lo anómalo de su situación. Un día me dijo que le parecía que mis queridas tías leían su manuscrito, y que temía que ello les hiciera desconfiar. En otra ocasión, comentó que, cuando, a las tres de la tarde, se levantaba de su escritorio, cualquiera podía ver lo que había escrito. Y que tenía la sensación de andar desnudo entre la gente. Y el presentimiento, agregó riendo, de que el día menos pensado lo matarían como a un perro rabioso. La gente no sabía qué pensar de sus largos paseos solitarios. Más de una vez, un guarda lo seguía a distancia, y él lo había notado, naturalmente. El párroco fue la primera persona del pueblo con la que hizo amistad. Las viejas lo llamaban el hombre de la sonrisa.
La policía dedujo que tenían que haber sido tres los motoristas. En su opinión, tanto la buena visibilidad del lugar como las claras marcas dejadas por los neumáticos reducían al mínimo la posibilidad de que se tratara de un accidente. Su cuerpo estaba en la arena, más cerca del agua que del muro de piedra. Cuando el agua se retira tanto, el lecho del río queda al descubierto. Inmediatamente al lado del agua se extiende una ancha franja de arena, a la que sigue otra más estrecha de lodo y guijarros, más pequeños cuanto más próximos a la orilla. Él estaba echado en la toalla boca arriba. Tenía la cabeza sobre la franja de lodo. Probablemente, dormía. Antes había nadado o, por lo menos, se había bañado. Dijeron que tenía mojado el bañador. Los tres motoristas rodaban en paralelo a una velocidad de unos cuarenta kilómetros por hora, por la orilla ligeramente inclinada, pedregosa y agrietada por la sequía. Teóricamente, no se puede ir a mayor velocidad por un terreno semejante. Venían en sentido contrario a la corriente. Al mismo tiempo, bajaba por el río un remolcador con su tren de barcazas. A aquella hora, aún no podía haber llegado al embarcadero. También las márgenes debían de estar desiertas. En esta época del año ya no quedan veraneantes. Los vecinos del pueblo sólo se acercan al río para buscar algún ganso extraviado o para lavar los caballos. En el embarcadero tampoco acostumbra a haber nadie. A unos sesenta metros del cuerpo, dos de los motoristas debieron de dar gas. Los técnicos no se ponían de acuerdo sobre la intensidad de la aceleración. El tercero los imitó a unos cuarenta metros; quizá estaba indeciso o quizá fue el único que vio el cuerpo. De todos modos, le pasó por encima de las piernas. El del centro le aplastó el tórax y cayó al suelo. Él y la moto resbalaron un buen trecho sobre el lodo endurecido. El tercero saltó desde una piedra directamente a la cabeza de mi amigo. El que se había caído, una vez volvió a subir a la moto, dio una amplia vuelta alrededor de la víctima, probablemente para contemplar la escena, y siguió a sus compañeros. La muerte completó el trabajo al cabo de unos diez minutos. Como uno había quedado atrás, seguramente los otros dos volvieron la cabeza más de una vez; en un trecho de unos treinta metros, sus huellas se ondulaban y entrecruzaban. Después, volvían a discurrir en paralelo río arriba hasta el embarcadero, donde los motoristas habían virado y entrado en la carretera asfaltada en fila india. Entretanto, el remolcador había llegado al embarcadero. El maquinista había visto a los tres motoristas desde la cubierta. No podía decir sino que eran jóvenes, quizá adolescentes. Después vio también un cuerpo en la orilla, pero no le llamó la atención.
Cuando yo llegué, avisado por mis tías, la policía ya había terminado de tomar fotografías y huellas. Anochecía. Pusieron su cadáver en una camilla improvisada y se lo llevaron. Yo caminaba a su lado. Sólo una vez miré lo que quedaba de él. Le colgaba un brazo y sus dedos casi rozaban el suelo. Me hubiera gustado tomarle la mano y ponérsela en su sitio. Pero ni a eso me atreví.
Cuando el agua está baja, los jóvenes del pueblo acostumbran organizar una especie de competiciones de motocross en la orilla. Se investigó inmediatamente a todos los motoristas de los alrededores. No se encontraron indicios sospechosos. Además, a aquella hora, los hombres del pueblo que tenían o utilizaban moto aún no habían vuelto del trabajo. Sólo uno, un panadero de mediana edad, salió camino del horno dos horas después, pero había razones que lo eximían de sospecha. El camping situado a un extremo del pueblo ya está cerrado en esta época del año, pero aún quedaba algún que otro excursionista. Ninguno había visto a jóvenes en moto. Oficialmente, la investigación no está cerrada, pero al cabo de tres años ya no cabe esperar novedades. Desde el primer momento, el inspector de policía encargado de la investigación pensó que los culpables tenían que ser jóvenes gamberros beodos. Y en el pueblo nadie conocía las tabernas y los bares de los alrededores mejor que él. Buscaba a tres jóvenes que aquel día hubieran salido borrachos de uno de esos establecimientos. O tres motos aparcadas a la puerta de uno de ellos. Hasta el día del entierro, también yo me inclinaba a creerlo así.
Vince Fitos, el párroco protestante, enterró a mi amgio en el cementerio del pueblo. Las hojas secas susurraban mientras él hablaba. Era un día de otoño plácido, cálido y oreado que olía a humo. Al entierro fue mucha gente. Unas ancianas cantaron salmos junto a la tumba. Yo miraba las caras. La del párroco que, muy afectado, se sorbía las lágrimas. Contemplaba también la tristemente célebre casa situada al pie de la colina del cementerio en la que, para atender al creciente turismo, se había abierto un hostal. El recuerdo de sus antiguas habitantes fue inmortalizado por la voz popular que dio al establecimiento el nombre de «La csárda de los tres coños». Hasta nosotros llegaba el ruido de platos y el olor a cocina grasienta que traía el viento.
Y entonces tuve una idea, mejor dicho, una intuición. Me aferré a ella con ansia. Si habían sido unos borrachos, el hecho debía considerarse una vergonzosa casualidad. Y no tendría explicación.
No llegaba ni a sospecha. Era muy tenue la idea como para poder fabricar con ella un hilo que pudiera conducir a un indicio. Además, yo no tenía el deseo de atribuirme el papel de sagaz detective. Pero cuando la muerte nos visita queremos encontrar una explicación.
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