Félix Palma - La hormiga que quiso ser astronauta

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La hormiga que quiso ser astronauta: краткое содержание, описание и аннотация

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Cuando las preocupaciones podían extirparse con anguilas modificadas con Quimicefa, y tus amantes incluían a una pintora que era, literalmente, tu alma gemela, y a un ángel (bueno, un serafín) exiliado del Cielo. Cuando los repartidores de pizzas conspiraban para escribir tu biografía no autorizada, y una vieja grabadora trucada podía servir para recuperar y extraer sentido de las palabras dichas en una ruptura. Cuando La Muerte recorría la ciudad con una lista de víctimas que, si eras lo suficientemente rápido, podías alterar. Cuando las hormigas aspiraban a alcanzar las estrellas. ¿Lo recuerdas? ¿Sí? Ahora, ¡despierta!

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La llegada del certificado puso fin a aquel suplicio. Apareció un buen día en mi buzón, tres o cuatro después de lo que había esperado. Pero no importaba: el resultado sí era el esperado. Desgarré el sobre y confirmé mi intuición: aprobado. Lancé un grito de júbilo y fui a buscar la pluma. Y la encontré. La miré durante un buen rato, alternando el odio con la más dolorosa impotencia. A la mierda, dije. Daba igual que la pluma siguiese siendo una pluma, daba igual que Javi siguiera paseándose por ahí, lo único que importaba era el certificado. Allí, en letras bien grandes, firmada por tres o cuatro tíos, amoratada de sellos oficiales, estaba mi salvación, la llave para acceder al corazón de Coral.

A eso de las nueve me duché, me puse la chaqueta, doble la notificación en cuatro y me la metí en un bolsillo. En el otro guardé la pluma, sin saber muy bien por qué, sólo sabía que me parecía prudente tenerla siempre a mano, como una especie de talismán. Luego cogí todos mis ahorros y los añadí al lote: iba a hacerle pasar a Coral la mejor noche de su vida. El mundo era un bonito sitio para vivir. Ni siquiera me importó tener que bajar por las escaleras. Ni siquiera me afectó que al llegar abajo alguien saliese del ascensor como si nada. Ni siquiera puse mala cara cuando al preguntar cuándo lo habían arreglado, el vecino me miró con curiosidad y respondió que hacía ya casi un año. Nada iba a mancillar aquella felicidad tan amarillamente amarilla.

Al salir del portal me paré en seco. Justo enfrente, en un recodo de la acera, había un fotomatón. Un fotomatón corriente y moliente, un fotomatón recién instalado, un fotomatón que había derrocado, impávido, al vendedor de cupones, benévolo monarca de aquel tramo de calle, un fotomatón reluciente bajo la luz mutilada de la tarde, un fotomatón que parecía estar aguardando solícito a su primer cliente. Al principio no supe por qué su visión había logrado paralizarme en mitad de la acera, pero lentamente el encapotado cielo de mi mente se fue despejando, y entonces supe la razón de aquella repentina fascinación por los fotomatones. ¿Cómo no se me había ocurrido antes? Me había pasado los últimos tres o cuatro días pateándome la ciudad en busca de la desconocida que poblaba los fondos de mis fotos y no había reparado en lo más evidente, en la manera más obvia de propiciar nuestro anhelado encuentro. Que el fotomatón apareciera justamente hoy, justamente allí, no era más que el desesperado intento de mi destino por paliar mi ineptitud, una especie de piadosa concesión a mi atrofiado intelecto. No cabía la menor duda: si yo requería los servicios del fotomatón ahora, la pelirroja, que en aquel instante debía pulular por los alrededores, decidiría ocuparlo en el momento del flash. El encuentro, al fin, iba a producirse.

Pero, ¿y Coral? En aquel momento, su recuerdo no me provocó más que un infinito cansancio. Se me antojó terriblemente complicada ante la inminente llegada de la pelirroja, aquella chica que se adivinaba diáfana y llevadera. Abordé el fotomatón sintiendo un inmenso alivio por no tener que enfrentarme a Coral con aquel aprobado fraudulento. Estaba seguro de que habría acabado por poner algún reparo. Coral era así, para quererla uno debía odiarse a sí mismo. Y por mucha madurez que asegurase el papel, el pasado siempre estaría allí, bien a mano. No, no quería nada de eso. Prefería sin ninguna duda aquella chica de cabello grana para la que me había estado preparando con las demás, reconociéndome a través de ellas, afinando mi instrumental, fondeando mi alma, estimando mis límites para concluir resuelto en sus brazos, en su boca, en sus ojos, trabajados también por la vida, esta vida mísera y despiadada contra la que nuestro amor nos inmunizaría.

Corrí la cortina lleno de excitación, respiré hondo, ofrecí al espejito mi mejor sonrisa y dejé caer las monedas requeridas por la ranura. El tiempo cedido por la máquina al acicalamiento del cliente me pareció eterno. Al fin, el flash me estampó en la cara su tarta de claridad y, en la penumbra ulterior, saturada de fosfenos, constaté dolorosamente que nadie había alterado mi soledad. Ninguna pelirroja había descorrido la cortina por error. Tras un momento de confusión, decidí probar de nuevo. Volví a mostrar la misma sonrisa al espejo y volví a recibir el disparo del flash sin que nadie irrumpiera en la cabina. Tardé unos segundos más en alimentar la ranura la siguiente vez. Y el resultado fue el mismo. ¿Dónde estaba la pelirroja…? Eché nuevas monedas. Recibí nuevos disparos, se fueron sucediendo los minutos, se fue erosionando mi sonrisa.

La noche se acomodó sobre la ciudad con esa exasperación con que se sientan los ancianos, las niñas bonitas se enfundaron los vestidos de sus Nancys, los niños guapos inflaron sus carteras de preservativos, y el resto se echó a la calle para verlos amarse y desamarse en la vorágine de la noche, atentos a las sobras, mientras en un fotomatón de una calle lejana yo me arruinaba esperando a una pelirroja sospechosamente impuntual. Brillaban las estrellas en el betún del cielo y en los ojos de los afortunados, se vaciaban copas y se catalogaban cuerpos y el pastel de la noche se iba repartiendo tan desproporcionadamente como siempre mientras en una calle oscura y silenciosa, un fotomatón dejaba escapar cada cierto tiempo un tintineo de monedas, un resplandor y un lamento. La noche perecía, la vida se centrifugaba en las discotecas y en los rincones más oscuros se completaban biografías mientras un fotomatón insomne, como una rueca anfetamínica, derramaba ristras de fotos sobre la acera, fotos y más fotos donde una expresión evolucionaba, atravesando desordenadamente los más diversos estratos del ánimo humano. Y retrocedía la noche como las aguas de un mar contaminado, dejando sobre la orilla los deseos de los insatisfechos y los remordimientos del alcohol mientras en el interior de un fotomatón noctámbulo la verdad cristalizaba en un espejo, en un rostro inmóvil, sellado por una expresión definitiva, por unos ojos febriles de anhelos, de horrores, por una boca crispada de avidez, de fuga, y antes de poder apartarme, aquel espejo me arrastró hacia otro espejo, tiró de mí a través del tiempo y el espacio, en dirección opuesta a la que se vive, a un espejo del pasado, de ropero, de cuerpo entero, al cual encomendé mi imagen una única vez y al cual regresaba ahora para buscarla.

Era el espejo del cuarto de mis padres. El único de cuerpo entero que había en toda la casa. El único al que pude recurrir aquella tarde extraviada en la memoria, cuando Wenceslao se marchó para siempre y mi madre dijo que se iba para madurar y luego se limitó a mirar por la ventana, aquella tarde en que no supe encontrar la pregunta exacta, en que no supe salvarme de otra forma más que como lo hice.

Recuerdo que subí las escaleras hacia mi cuarto con la cabeza apelotonada de sensaciones, de conjeturas, de desconcierto, de vértigo. Supe de repente que ese mareo que me embargaba no era otra cosa que el resultado de los esfuerzos de mi mente por salir a flote, por alcanzar un sentido, el sentido que por derecho debía tener la vida y el sentido que por naturaleza no tiene. Nada era como debía ser; la vida, de pronto, había despreciado su cauce y había tomado un desvío inesperado, una dirección errónea que todos aceptaban, incluso el propio Wenceslao.

Me sentí de pronto terriblemente desamparado, expuesto a una realidad compleja y hostil donde no servían ya ninguna de las señales que yo había usado para orientarme. ¿Qué significaba madurar, aquello que debía hacer Wenceslao? ¿Vestir como papá los domingos por la mañana, dejar de sonreír, dejar de hurgarse la nariz en misa, deshacerse de su espada, de sí mismo? ¿Significaba eso que Wenceslao era algo defectuoso, algo que debía corregirse? ¿Era mi padre, tan absurdo, tan equivocado, lo correcto? ¿Significaba madurar no ser piloto estelar y trabajar en un banco odioso, dormir a pierna suelta en el sofá y pasarse la tarde de los domingos maldiciendo ante los resultados futbolísticos?

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