Félix Palma - La hormiga que quiso ser astronauta

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La hormiga que quiso ser astronauta: краткое содержание, описание и аннотация

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Cuando las preocupaciones podían extirparse con anguilas modificadas con Quimicefa, y tus amantes incluían a una pintora que era, literalmente, tu alma gemela, y a un ángel (bueno, un serafín) exiliado del Cielo. Cuando los repartidores de pizzas conspiraban para escribir tu biografía no autorizada, y una vieja grabadora trucada podía servir para recuperar y extraer sentido de las palabras dichas en una ruptura. Cuando La Muerte recorría la ciudad con una lista de víctimas que, si eras lo suficientemente rápido, podías alterar. Cuando las hormigas aspiraban a alcanzar las estrellas. ¿Lo recuerdas? ¿Sí? Ahora, ¡despierta!

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No había pillado el sida. Había pillado una curda de cojones. Y sin probar una gota. No sabía qué era peor.

– ¿Cuánto bebiste? -pregunté para saber cuánta vida le quedaba a mi hígado.

– Varias cervezas durante la comida. Por la noche dos o tres cócteles. No recuerdo. Y Martini. Y tequila, mucho tequila. Ah, Y creo que alguien apareció con una botella de…

– Vale, vale. Me hago una idea.

Las cervezas explicaban la siesta. El resto de brebajes eran los responsables de la verbena de mi cabeza y de las secuelas que me acompañarían durante el resto del día. Ahora sí podía empezar a gritar. Y hacerlo bien alto.

Me arrojé de la cama, en busca de los pantalones. Aquello ya era demasiado. Tenía que salir de allí. Tenía que reflexionar. Cogí una camisa del suelo y me la abotoné tratando de esconder el temblor de mis dedos.

– ¿Adónde vas? -me preguntó Blanca desde la cama.

– Voy a estudiar a la biblioteca. Para que puedas dormir.

Creo que no coló, sobre todo porque no me llevé el temario.

Una vez en la calle, todo era tráfico y gente. La ciudad se ponía en marcha con movimientos espasmódicos, como un corazón sacudido por la cocaína. Los autobuses se inflaban de personas con horarios que cumplir, los kioscos florecían de periódicos con sus noticias impúberes, por las aceras desfilaba esa bollería tierna que son las colegialas, los bares se poblaban de desayunos apresurados, en las puertas de los colegios se arracimaban niños con gorras del revés y aparatosas botas de lengüetas sedientas que ya no sabían cómo soñar para superar las increíbles aventuras de sus CD-ROMs, los pasos de cebra se hinchaban y deshinchaban de peatones, como bíceps de playa. A aquella hora la vida tenía algo de carpa de circo a medio montar, y por todo ello atravesé yo, sin destino ni horarios, como un proscrito, con un temor metido en el cuerpo que a nadie importaba. Les odié. Odié sus expresiones insulsas, con aquella indiferencia refleja y precisa con la que se resguardaban unos de otros. Me sentí capaz del homicidio. Dejé la avenida en cuanto pude desviarme por un parque y allí, repentinamente aislado, expulsé mi ira. ¡El mundo está fuera de quicio!, grité. ¡Oh suerte maldita, que haya nacido yo para ponerlo en orden! Gritar aquello a pleno pulmón siempre me calmaba. Me derrumbé en un banco, con el corazón enloquecido. La arboleda amortiguaba el quejumbroso despertar de la ciudad. Cerré los ojos y eché la cabeza hacia atrás, ofreciendo mi congoja al baño de oro de un sol que todavía no quemaba.

Me calmé un poco. A mi alrededor, a excepción de un borracho envuelto en periódicos, como una momia sin valor, no había casi nadie: algún anciano dando de comer a las palomas, algún corredor espantándolas, algún perro, algún dueño, fugados como yo de la civilización que se escuchaba bufar tras los árboles lejanos, como una bestia marina. Un gato rijoso y famélico emergió de entre los arbustos más próximos y empezó a frotarse contra mis piernas, reconociéndome como a un igual, un ser libre en un mundo esclavizado, un ser solitario en un mundo superpoblado. Conmovido, me lo subí al regazo y empecé a acariciarlo, como un monarca del crimen. Desde aquel ángulo la vida era algo soportable, diríase que agradable. Dios me bendecía desde las alturas, coronándome de luz y paz, poniendo incluso un gato abandonado a mis pies para rematar el cuadro. Blanca, a varias manzanas de allí, dormía rodeada de lienzos que no la llevarían a ningún sitio, las palomas forraban de lirismo las rugosas palmas del anciano, la fuente vertía sobre el blanco mármol su monotonía, y yo perdí el miedo y comencé a reflexionar al fin sobre lo que nos estaba pasando, dibujando caricias distraídas sobre el lomo del gato. Lo del poema podía pasar por coincidencia sin hacer demasiados esfuerzos. El asunto de la pesadilla rebotada, si se tenía en cuenta que cosas más raras sucedían a diario, también. Pero lo de la borrachera que empezaba en sus labios y concluía en mi hígado, resultaba alarmante. ¿Qué vendrá a continuación?, me pregunté. Fue entonces cuando empecé a sentir el picor en los dedos. Luego me sobrevinieron los estornudos.

Al abrir la puerta del estudio, Blanca se encontró con un Alejandro de ojos llorosos e hinchados, con el cuello empedrado de ronchas enormes y rojizas, y que no cesaba de estornudar.

– ¿Qué diablos te ha pasado?

Relaté el episodio del gato, trufado de estornudos y maldiciones. Ella me hizo pasar al baño, sacó una pomada del armarito y me la aplicó.

– Yo también soy alérgica a los gatos, cariño -dijo para animarme-. ¿Ves lo parecidos que somos?

Remató aquella sentencia con un beso. Un beso breve y compacto, de ésos de afecto. Un beso que yo recibí sin ganas, aun sabiendo que nuestros labios nunca volverían a encontrarse, que mi boca ya no sería más hangar de su deseo y mi lengua ya no echaría más pulsos con la suya.

– Voy a prepararte algo de beber que te calmará. -Yo permanecí sentado en el inodoro, como una versión kitsch del Pensador de Rodin. De pequeño teníamos un gato que se llamaba Jedi. Obligué a mis padres a que me lo compraran para paliar los largos inviernos sin Wenceslao. Yo jugaba con él por las tardes, al volver del colegio. Y los fines de semana casi todo el día, hasta acabar rendidos. Éramos inseparables hasta que nos separó la furgoneta del panadero. Por la valla trasera del jardín, además, remoloneaban otros felinos, homeless atigrados, curtidos de heladas nocturnas y perdigonadas vecinales, a los que yo alimentaba con trozos de mortadela. Yo había pasado mi infancia rodeado de gatos. De haber querido podría haber abrazado al gato del parque, restregármelo por la cara, lamerlo, morderlo, beberme su orina o practicar con él la sodomía sin el más mínimo riesgo porque yo nunca, repito, N-U-N-C-A, he sido alérgico a los gatos. Nunca, nunca, nunca.

Si es cierto eso que dicen de que cada uno llevamos en el pecho la mitad de un alma y la vida no es otra cosa que la desesperada búsqueda del fragmento complementario, ése donde nuestra porción debe encajar con armoniosa facilidad, sin roces ni esfuerzos, yo había tenido la suerte de encontrarlo, cosa que a la mayoría de las personas les costaba conseguir. Blanca y yo, incapaces de repelernos, nos aproximábamos inexorablemente el uno al otro, encaminados al más perfecto de los ensamblajes, a la más atroz de las ósmosis. ¿Y qué ocurriría entonces? Nos fundiríamos en un solo ser. Ya nos estábamos fundiendo… Blanca estaba mudando sus cosas a mi interior, por así decirlo; estaba trasladando sus sentimientos y sus pesadillas, sus borracheras y su alergia, pronto ni ella ni yo existiríamos por separado, seríamos un solo ser, una única alma. ¿Habría empezado yo también a abordarla y ella aún no se había percatado? ¿O acaso disimulaba? ¿O acaso aquél era un pulso donde sólo sobreviviría el alma más fuerte, la más preparada, la más sensible y rica, la única merecedora de tal nombre? Qué sería de mí en tal caso. En cualquier caso.

Deseé una última comprobación. Pensé: mandolina, y salí a buscar a Blanca. La encontré en la cocina, exprimiendo limones.

– Dime la primera palabra que te pase por la cabeza -pedí. Ella me miró sin entender.

– Dímela -repetí.

Blanca se encogió de hombros ante mi insistencia, cerró los ojos, los abrió y dijo:

– Mandolina.

Ahí lo tenía. Mandolina, mandolina. Mira que se lo había puesto difícil, y sin embargo, no podía ser de otra forma. Y es que hay mujeres y mujeres y hombres y hombres, y no basta con barajarlos y elegir una carta de cada mazo y creer que el resultado es una pareja. Ni mucho menos. Llegada la hora de sentir en mis entrañas el terror más puro, de ir pensando en una esquela ingeniosa, sólo fui capaz de sentir un terrible hastío. Mi corazón había perdido su capacidad de maravilla.

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