Nélida Piñon - Voces del desierto

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Scherezade no teme a la muerte. No cree que el poder del mundo, representado por el Califa, consiga el exterminio de su imaginación.
Hace mil años Scherezade atravesó mil y una noches contando historias al Califa para salvar su vida y la de las mujeres de su reino.
Voces del desierto recrea los días de Scherezade y nos revela los sentimientos de una mujer entregada al arte de enhebrar historias cuyo hilo no puede perderse sin perder la vida.
En esta novela, Nélida Piñon reinventa la fascinación de Las mil y una noches y nos hace vivir las voces del desierto, de donde vienen y hacia donde van los sueños.

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En los últimos días, previendo momentos de estiaje en la imaginación de la joven, Dinazarda le encargó a Jasmine que fuese a recoger al bazar restos de historias que revitalizasen en el futuro el repertorio de su hermana. Y no queriendo transmitirle a Scherezade la impresión de que había perdido confianza en sus urdimbres, hiriendo así su vanidad, no dijo nada. Simplemente exigió que Jasmine se precaviese, no quería ponerla en peligro. Era una esclava hermosa, le llamaba la atención su modo de caminar, dejando por donde iba rastro de aroma silvestre. De porte elegante, aseada, con las piernas largas y finas, en perfecta sintonía con su cuello ornado con argollas de plata. Las ropas que la cubrían le aseguraban actitud de princesa. Debiéndose tal fausto, incompatible con su condición, a Scherezade, empeñada en hacerla olvidar el cautiverio.

Fue esta misma Jasmine la que, en cierta ocasión, proclamó una ilimitada lealtad a las hermanas, el deseo de ser puesta a prueba en hora de aflicción. Y ello por conocer, por primera vez, el sentimiento de pertenecer a las hijas del Visir, que reclamarían su cuerpo y llorarían por ella en caso de muerte.

Desde esta perspectiva, Jasmine no fallaba. En la defensa de las princesas, su temperamento aguerrido veía enemigos incluso en quienes le hablasen con una fonética caprichosa, como privándola de su lengua tribal.

Jasmine transpone los muros del palacio, se distancia rápidamente. Aparenta pobreza y cansancio con la cabeza pendiente sobre los hombros, que la envejece. Aspira ávida los olores de la ciudad. Por los intersticios de las casas sorprende de lejos las murallas, el mundo del Califa que se extiende más allá de ellas. Atraída por el peligro, se desvía de la ruta prevista, avanza en dirección al río Tigris, en la margen oeste de Bagdad. Las aguas, que bordean la ciudad, habían bañado antes otras tierras.

Se siente libre. Por designio divino, el entorno le sugiere que disfrute del inesperado porvenir. Guiada por continuas emociones, Jasmine reza ante la visión de la monumentalidad de la mezquita que llena el paisaje de Bagdad. Piensa en su familia, de la cual fuera brutalmente apartada. El recuerdo la quebranta, pero prosigue. En el centro de la tumultuosa plaza, le fascina la algarabía de los transeúntes. Andando al azar, se olvida de los quehaceres que la han llevado a la medina, ya no tiene que dar satisfacciones a su ama. La emoción, con todo, la vuelve imprudente, la induce a sonreír sin motivo. Inventando lo que le hace falta. Cruza así las callejas, clasifica los objetos a la venta. Le parece ver la silueta de Harum al-Rashid, que, vivo de nuevo, años después de su muerte, celebra las aventuras y desventuras de su pueblo.

La imagen de aquel abasí no es nítida. Ella se pregunta si el poderoso príncipe, cuyo fantasma la sigue, había sido hermoso o gordo en el pasado. Y si el peso del cuerpo le dificultaba ahora, en este retorno, trepar muros, teniendo en vista anidar en los brazos de una princesa, bajo la custodia del marido, celoso de mantener distante de extraños aquellos brazos lánguidos. ¿O habría preferido este califa al-Rashid girar en torno a los tenderetes, en busca de los escombros humanos, en vez de visitar a su dama?

Al frente del califato durante veintitrés años, Harum al-Rashid se había deslizado anónimo en medio de mercaderes, mendigos, viajeros. Siempre contrariando a los áulicos que le distorsionaban la realidad, impidiéndole beber de la fuente de los desahogos, las intrigas, las tramas de su pueblo. Harum era, sin embargo, insaciable. Seguía desafiando a las criaturas del mercado para que le contasen sus dramas, que hablasen sobre el soberano reinante, cuyo rostro desconocían. Ponía a prueba su propia humanidad escuchando el torrente de imprecaciones, ofensas, expresiones sacrílegas, que lo acusaban, en estilo rústico, de ser un déspota indiferente a la suerte de los miserables. Y aunque verbalmente azotado por los infelices, ningún comentario conmovía su convicción de ser amado por su pueblo, que, en los siglos venideros, se encargaría de honrarlo llorando su memoria.

Jasmine desconfía de sus intenciones. Con turbante en la cabeza, con sandalias gastadas, disfrazándose de nuevo, Harum al-Rashid, representante de una estirpe arrogante, quería corregir a la fuerza una injusticia entregándose al juicio popular. Pero ¿cuándo, al frente del trono, había promulgado leyes favorables a su gente? ¿Hasta dónde había ido en la escala de la miseria y de la expiación, a pesar de los trajes de beduino y de pordiosero? ¿Acaso había quitado de la escudilla de barro del mendigo restos de comida sólo para dar andadura a la experiencia que lo llevaba a convivir íntimamente con la plebe? Y al cubrir el cuerpo de una compañera de infortunio, ¿había atravesado el corazón de sus súbditos del mismo modo en que penetrara con su miembro la vulva popular y desprotegida? ¿O no pasaron aquellas incursiones a Bagdad de una grotesca farsa?

Bajo la amenaza de desmoronarse, Jasmine endulza su boca con dátiles. Tiene hambre, angustia, mezcla voluptuosidad y miedo. Pero refrena la imaginación, borrando el fantasma de Harum. Prevalece en ella, no obstante, la esperanza de escuchar en breve, en algún rincón, a un derviche contándole las mismas historias que algún otro le relatara en el pasado a Harum al-Rashid, haciéndolo para siempre cautivo de sus personajes.

38.

No había llegado a amar al Califa ni a enternecerse con su tormentoso pasado. Bajo los velos que le cubren el rostro, la mirada camaleónica de Scherezade acecha las manifestaciones de su ilimitada fuerza.

Los movimientos del soberano son pausados, carecen de encanto. Hastiado en los últimos tiempos de un poder que lo reviste con la corona de la divinidad, gobierna con displicencia. Pero basta que se irrite para blandir varias cimitarras contra enemigos invisibles. Al definir el destino ajeno, no asoma en su rostro una emoción que lo identifique con el común de los mortales. Convencido del acierto de sus medidas, no hay en él lugar para el error.

Como un alacrán que se arrastra sobre las piedras ardientes, es común que se deslice por el mármol de los salones, en el intento de entender las transformaciones que se operan en él a partir de Scherezade y de los años. Reacciona mal ante la arena de la ampolleta que marca el paso de un tiempo interrogante. Casi acercándose a los aposentos, reduce el paso, concediendo margen a las hijas del Visir para que se postren, según el rigor protocolar. No las exime de que le rindan vasallaje. Aprendió con su padre, como regla útil para el ejercicio del poder, la necesidad de conciliar la razón con la fe musulmana. Una razón que le parece, sin embargo, impregnada de misterios, jamás a su alcance. Lo había trastornado descubrir en su más tierna edad su aversión a la sangre que brotaba de cualquier herida de arma blanca. De tal modo flaqueaba a la vista de la sangre que se sentía a veces desmayar delante de sus súbditos. Una condición que, siendo conocida por su padre, daría motivo para desplazarlo de la línea de sucesión al trono. Ante tal amenaza, queriendo apartar la tacha de cobarde e igualmente superar una zona de total incomprensión para él, optó por actos que alterasen su noción de la decencia y no comportasen arrepentimiento en el futuro.

Así, mientras lo iban adiestrando en el arte de la guerra, sin motivo aparente desafiaba a un subordinado a la lucha sin tregua, contando con ventaja sobre el adversario, vulnerable a su presencia. Pero al ver al herido echando sangre antes de morir, el príncipe tenía bascas de vómito, casi se desmayaba. Insistía, con todo, en contemplar el objeto de su horror hasta acostumbrarse a la mirada vidriosa del moribundo, fija en un punto vago del horizonte, como indicando la despedida próxima. En este preciso instante, el príncipe heredero desenvainaba la daga con el puño claveteado con rubíes y esmeraldas, y con ella asestaba el golpe postrero.

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