Nélida Piñon - Voces del desierto

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Scherezade no teme a la muerte. No cree que el poder del mundo, representado por el Califa, consiga el exterminio de su imaginación.
Hace mil años Scherezade atravesó mil y una noches contando historias al Califa para salvar su vida y la de las mujeres de su reino.
Voces del desierto recrea los días de Scherezade y nos revela los sentimientos de una mujer entregada al arte de enhebrar historias cuyo hilo no puede perderse sin perder la vida.
En esta novela, Nélida Piñon reinventa la fascinación de Las mil y una noches y nos hace vivir las voces del desierto, de donde vienen y hacia donde van los sueños.

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Esclava de una muerte programada, aguarda a que el Califa le recuerde cada aurora que, por más que pueda matarla, preserva su vida por breves horas, para amenazarla de nuevo en el futuro inmediato. Se resiente por este juego y aprende a odiarlo. ¿Qué decirle a este sucesor del Profeta, culpable poeta del sarcasmo, que prescinde de subterfugios y metáforas cuando trata de su vida y de su muerte?

Le sobran horas para pensar. El jardín visto desde la ventana, por donde Dinazarda pasea en estos instantes, es un consuelo incrustado en la línea del horizonte. Un paisaje que abandona luego a cambio de la experiencia de sumergirse en su pecho. Para Scherezade, cohabitar con su propio cuerpo a lo largo de una jornada se convierte en una especie de pasión.

Reconoce bien el peligro de intentar hacerle al Califa revelaciones precedidas de una intensa curiosidad. Cada relato debe corresponder a las expectativas que tiene el soberano del arte de narrar. Sobre todo porque, al escucharla, él se libra también de hablar. Si no fuera así, si no tuviese él esos cuentos caldeados desde hace mucho en su imaginación, ¿cómo daría guarida el Califa al material que Scherezade va desenrollando de su ovillo de lana?

Al contrario de su hermana, Dinazarda, afecta a dar órdenes, provee a los demás de las instrucciones que el Califa le ha confiado. Sujeta a las tribulaciones del palacio real, renueva diariamente su fe en los milagros, en las plegarias a Alá, a quien encamina peticiones. Más que nada cuenta con el carácter fascinador de las historias de su hermana para doblegar el corazón insensible del Califa y subvertir sus nociones punitivas.

Menos dotada que Scherezade, Dinazarda guarda ahora en la bolsa de su cuerpo pedazos de las historias que le trae Jasmine, como consecuencia de sus frecuentes idas al mercado. De donde la esclava regresa reiterando sus votos de confianza en el talento del derviche, cuyo nombre ignora. Un hombre que no se conmueve con sus visitas y le niega, reticente, el desenlace de los relatos que le transmite, y esto a despecho de las monedas que Jasmine deja caer hartamente en el plato de lata.

Conocedora de la ingratitud ajena, Dinazarda acepta que el derviche repudie las monedas que ella le proporciona por medio de la esclava. Se vale de cierta ironía para observar la táctica con la que el miserable, según Jasmine, amenaza con vaciar el arsenal de sus historias. Sobre todo cuando este derviche, queriendo infligirle castigo, le confiesa a la esclava que esa historia, la que ahora inventa, es la penúltima de su repertorio. Amenazas que, aun de lejos, no impresionan a Dinazarda. Las reservas de tramos de historias, sueltos y sin nexo, que ella y Jasmine acumularon aquellas semanas serían suficientes. Scherezade sabría, gracias a su verbo insolente, triturar estos fragmentos, haciéndolos desaparecer en sus tripas.

Ajena a la conspiración reinante que encabeza Dinazarda, la imaginación de Scherezade reivindica el patrimonio forjado por Bagdad desde su fundación. Las ovejas de su rebaño, arreadas allí mismo, alrededor del lecho, son la razón de su ser. Mediante estos hijos aventureros del Profeta que son sus personajes, ella recarga la máquina de narrar de lunes a domingo, sin pausa alguna. Y para que no decrezca el interés del Califa, infunde en el enigmático hombre una adicción que le impide liberarse de la voluptuosidad de escuchar sus cuentos.

40.

A medida que la noche avanza, Scherezade apila el legado de sus historias, bajo la mirada trastornada de Jasmine, que venera las estrellas al alcance de la vista.

La hija del Visir abre a un Califa fatigado el tapiz de trama suntuosa, cuyos nudos y puntas le llegan de la psique colectiva del pueblo que él gobierna. De una fuente originaria del cruce de culturas nómadas que atraviesan el desierto, las tundras, el espacio geográfico. Mientras ella le habla, desfila el saber de una gente que, a cada cambio, lleva a cuestas, como un fardo, la tienda, la religión, la fabulación.

Fue Fátima quien le afirmó que, si un día quisiera contar una historia de forma que todos hablasen por medio de ella, incorporase a cada palabra el timbre coral, sólo así volviendo visible lo que la tradición requiere de ella. Al infundirle tal desconfianza, Fátima defendía que, para dar sentido a la propia vida, debía someterse a la conciencia del pueblo.

Algunas veces al día, Scherezade atraviesa los aposentos en todas direcciones. En estas caminatas, en las que intensifica sus pasos, fantasea con que viaja a Samarra, convencida de haber dejado allí, cierta vez, su corazón. Un viaje del que regresa forzada por los clamores de Bagdad, que susurra y vocifera noche y día.

Llevada por Dinazarda a la ventana, Scherezade se apoya en el alféizar, observando el horizonte. Con la punta de las uñas deja en el polvo del alero una inscripción de difícil lectura. Un polvo del desierto, o de la mezquita de cúpulas doradas, venido directamente a ella, y que ha pasado inadvertido a la limpieza de las esclavas.

También Jasmine se incorpora a este tipo de paseo. Las jóvenes se desplazan por los espacios relativamente exiguos de los aposentos, probando de común acuerdo el gusto de las tierras exóticas que Scherezade les describe. A la zaga, ella, del cortejo, forman todas, con curvas idénticas, un único cuerpo femenino. Pero quien habla, balbucea, murmura, es la voz de Scherezade, que celebra el amor del pueblo árabe por el desierto. Un querer tan intenso que le había motivado la práctica de convivir con lo efímero, materia fugaz pronta a desvanecerse al anochecer. Una lección que también les transmite el valor provisional de la vida, preciosa en las circunstancias presentes.

A lo largo de las horas, las escenas se suceden sin mayores rupturas. Hasta la visita del soberano, que, después del sexo y la ablución, se acomoda en el diván. Con desenvoltura, él cambia los placeres de la cópula por las historias, sorbiendo la tisana caliente con la expectativa de que los héroes de Scherezade impriman ciertas incertidumbres en su vida cotidiana. Todo lo que, en fin, la joven le reserva por las noches para atizar el fuego de su imaginación. Ajeno al hecho de que Jasmine, después de visitar el mercado aquella tarde, le ha entregado a Dinazarda las frases dictadas por el derviche. Algunas frases, vastas y elocuentes, citaban a un mendigo que, camino de Mosul, lejos de Bagdad, se había convencido de encontrar, a la entrada de la ciudad, un tesoro portador de esperanza para la humanidad. Tal enredo, repleto de pormenores, interrumpido por el derviche antes incluso del desenlace, sin que valiese de nada que Jasmine insistiese en que lo llevase a término. Pero, de todo lo que Jasmine escuchó, la historia del derviche era contraria a la de Scherezade, que, en la víspera, por coincidencia, había abordado el mismo tema. Es decir, sobre un príncipe que, disfrazado de plebeyo, habiendo jurado que jamás retornaría a los privilegios de su clase, tiene la mala fortuna de enamorarse de una princesa de Karbala, frente a quien oculta una condición social a la que había renunciado por razones morales, sin derecho ahora a exigir la felicidad que la joven ha de ofrecerle.

El relato del derviche, transmitido a Dinazarda en árabe dialectal, y con fuero de verdad, había surgido por cierto de los habitantes de Bagdad, afectos a desenlaces dramáticos y amorosos. Una historia que sería llevada a conocimiento de Scherezade, quien muy pronto se dedicaría a elaborarla, en caso de que fuera de su interés. Dinazarda se disponía a ceder a su hermana estos fragmentos con mérito suficiente para atraer su atención.

Acomodado en la alfombra en la posición del loto, el Califa llevaba una túnica blanca de algodón egipcio, que le otorgaba un aspecto jovial y servía igualmente para esconder alguna erección involuntaria. Aspira la brisa de aquel enero e inicia su oración. Lo alivia pensar que ya se había desprendido en el pasado de la obligación de peregrinar a La Meca, pudiendo quedarse en el palacio, cumpliendo, de buena fe, los preceptos impuestos por el Corán, aunque le costase echarse al suelo cinco veces al día para orar a Alá, en dirección a la ciudad santa. Pero, teniendo origen su autoridad en Dios, se sometía con humildad a Alá y a Mahoma, su mensajero. Y guardaba ilimitada reverencia al libro santo, que le fuera revelado, y cuya base legislativa, tanto en cuestión moral como de costumbres, reforzaba su poder temporal. Fuera de algunos pecados, que no hacía falta mencionar, el Califa dictaba edictos, exigía subordinación, según el mandato del Profeta.

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