Philip Roth - Elegía
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– Muy bien -replicó su madre-. Has vivido.
– Mira atrás y repara lo que puedas reparar -le dijo su padre-, y saca el máximo provecho del tiempo que te queda.
No podía marcharse. La ternura estaba descontrolada. También el deseo vehemente de que todo el mundo viviera. Y de que todo comenzara de nuevo.
Cruzaba el cementerio de regreso a su coche cuando se encontró con un negro que cavaba una fosa. El hombre estaba como a medio metro de profundidad en la fosa sin terminar y, cuando el visitante se le acercó, dejó de recoger tierra con la pala y arrojarla a un lado. Vestía un mono de trabajo y llevaba una vieja gorra de béisbol, y por el color gris de su bigote y las arrugas de la cara parecía tener por lo menos cincuenta años. Pero su cuerpo era todavía macizo y fuerte.
– Creía que hacían esto con una máquina -le dijo al sepulturero.
– En los grandes cementerios, donde hay muchas tumbas, a menudo se usan máquinas, es verdad. -Hablaba como un sureño, pero con mucha naturalidad y precisión, más como un maestro de escuela pedante que como un trabajador manual-. Yo no las uso -siguió diciendo el sepulturero- porque pueden hundir las otras tumbas. El suelo puede ceder y aplastar la caja. Y hay que tener en cuenta las lápidas. En mi caso es mucho más fácil hacerlo todo a mano. Mucho más limpio. Es más fácil sacar la tierra sin arruinar todo lo demás. Uso un tractor muy pequeño que puedo maniobrar con facilidad, y cavo a mano.
Entonces reparó en el tractor que estaba en el sendero cubierto de hierba entre las tumbas.
– ¿Para qué sirve el tractor?
– Lo utilizo para llevarme la tierra. Lo he hecho durante tanto tiempo que sé cuánta tierra he de llevarme y cuánta debo dejar. Me llevo los diez primeros remolques de tierra. La que queda la echo sobre unas tablas. Coloco unas tablas de madera contrachapada. Son esas de ahí. Pongo tres tablas, de modo que la tierra no quede sobre la hierba. La última mitad de la tierra la echo sobre las tablas. Para el relleno posterior. Entonces lo cubro todo con esta alfombra verde. Intento que tenga buen aspecto para la familia. Da la impresión de que es hierba.
– ¿Cómo la cava? ¿Le importa que se lo pregunte?
– En absoluto -respondió el sepulturero, que seguía dentro de la fosa, donde había estado cavando-, A la mayoría de la gente no le interesa. Para la mayoría de la gente, cuanto menos sepan mejor.
– Quiero saberlo -le aseguró. Y era cierto. No quería irse.
– Bueno, tengo un plano. En él aparecen todas las tumbas que se han vendido o trazado en el cementerio. Por medio del plano localizas la parcela, comprada Dios sabe cuándo, hace cincuenta, setenta y cinco años. Una vez que la he localizado, vengo aquí con una sonda. Mírela, ese pincho de dos metros que está en el suelo. Tomo la sonda y la introduzco en el suelo unos sesenta o noventa centímetros, y así es como localizo la siguiente tumba. Me lo indica el sonido al tocarla. Entonces, con un palo, señalo en el suelo dónde está la nueva tumba. A continuación tengo un marco de madera que pongo en el suelo y que me sirve para establecer los lados de la fosa. Primero, con un cortabordes, hago un rectángulo en el suelo que tiene el tamaño del marco. Entonces lo mido, hago tepes cuadrados de treinta centímetros y las pongo detrás de la tumba, donde no puedan verlas, porque no quiero que se vea mucho jaleo en el lugar donde estarán los asistentes al entierro. Cuanta menos tierra, más fácil resulta de limpiar. Pongo una tabla junto a la tumba vecina, adonde puedo transportar los tepes cuadrados con la horqueta. Los coloco en forma de cuadrícula, de forma que parece el mismo sitio de donde los saqué. Eso me lleva cerca de una hora. Es una parte dura del trabajo. Entonces empiezo a cavar. Voy a buscar el tractor y le engancho el remolque. Lo que hago primero es cavar. Eso es lo que estoy haciendo. Mi hijo cava la parte difícil. Es más fuerte de lo que yo soy ahora. Le gusta intervenir una vez que he terminado. Cuando está ocupado o no puede venir por algo, cavo yo solo, pero si está aquí le dejo cavar la parte difícil. Tengo cincuenta y ocho años. No cavo como solía hacerlo. Cuando empecé, él siempre estaba conmigo, y nos turnábamos para cavar. Era divertido, porque mi hijo era joven y así tenía tiempo para hablar con él, aquí solos los dos.
– ¿De qué le hablaba?
– No de cementerios -respondió el sepulturero, y soltó una risotada-. No eran conversaciones como esta que tenemos usted y yo.
– ¿De qué, entonces?
– Pues de todo, de la vida en general. En fin, yo cavo la primera mitad. Uso dos palas, una cuadrada cuando el trabajo es fácil y puedo sacar más tierra, y luego utilizo una pala redondeada y puntiaguda, una pala corriente. Eso es lo que se emplea para la tarea básica de cavar, una pala normal. Si el trabajo es fácil, sobre todo en primavera, cuando el suelo no está endurecido, cuando está húmedo, uso la pala grande y puedo sacar grandes paladas y cargarlas en el remolque. Cavo de delante atrás, cavo una serie de franjas paralelas, y a medida que avanzo uso el cortabordes para cuadrar el hoyo. Utilizo eso y una horqueta recta… la llaman una horqueta pala. También la utilizo para los bordes, para golpearlos, recortarlos y hacer que el hoyo sea rectangular. Uno tiene que mantenerlo rectangular a medida que avanza. Echo las primeras diez cargas en el remolque y llevo la tierra a una zona más hundida del cementerio y que estamos rellenando, vuelco la tierra del remolque, regreso y lo lleno de nuevo. Diez cargas. En ese momento voy más o menos por la mitad del trabajo. Unos noventa centímetros de profundidad.
– Así pues, ¿cuánto tiempo le lleva desde el principio al final?
– Tardo unas tres horas en hacer mi parte. Incluso pueden ser cuatro. Depende del grado de dificultad del terreno. Mi hijo es un buen cavador, él tarda otras dos horas media. Es un día de trabajo. Suelo venir a las seis de la mañana, y mi hijo se presenta alrededor de las diez. Pero ahora está ocupado, y le he dicho que puede hacerlo cuando le vaya bien. Si hace calor, vendrá por la noche, cuando el ambiente es más fresco. En el caso de los judíos nos avisan con solo un día de antelación, y tenemos que trabajar rápido. En el cementerio cristiano -señaló el gran cementerio que se extendía sin orden ni concierto al otro lado de la carretera- las funerarias nos avisan dos o tres días antes.
– ¿Y desde cuándo se dedica a este trabajo?
– Treinta y cuatro años. Mucho tiempo. Es un buen trabajo, tranquilo. Le da a uno tiempo para pensar. Pero hay mucho que hacer. Está empezando a dañarme la espalda. No tardaré en pasárselo a mi hijo. El me sustituirá y yo me iré a un lugar donde haga calor todo el año. Porque, no lo olvide, solo le he hablado de la tarea de cavar. Tienes que volver y llenar la fosa, y eso te lleva tres horas. Hay que poner otra vez los tepes y todo lo demás. Pero volvamos al momento en que cavamos la tumba. Mi hijo ha terminado. Ha alisado los lados del rectángulo, y el fondo está aplanado. Tiene metro ochenta de profundidad y buen aspecto, podrías saltar al hoyo. Como solía decir el viejo con quien primero cavé, tiene que ser lo bastante llano para que se pueda poner ahí una cama. Me reía de él cuando decía eso. Pero es verdad: tienes este hoyo, de metro ochenta de profundidad, y debe estar bien hecho, por la familia y por el difunto.
– ¿Le importa que me quede aquí mirando?
– En absoluto. En este sitio se cava bien. No hay rocas. Penetras sin dificultades.
Observó al hombre mientras clavaba la pala, sacaba la tierra y la depositaba con facilidad sobre la madera contrachapada. A intervalos de pocos minutos utilizaba las púas de la horqueta para aflojar los lados. Y entonces elegía una de las dos palas y volvía a cavar. De vez en cuando una piedra pequeña golpeaba el tablero, pero lo que salía de la fosa era sobre todo tierra marrón y húmeda que se disgregaba con facilidad al desprenderse de la pala.
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