Philip Roth - Elegía
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– ¿Qué pasa, Ez? -le dijo-. Pareces eufórico.
– Me siento con ánimo para conversar porque es la única diversión que tengo.
– ¿Y no estás deprimido?
– En absoluto. No tengo tiempo para estar deprimido. Estoy totalmente concentrado. -Ezra se echó a reír y añadió-: Ahora veo cómo son realmente las cosas.
– ¿Incluido tú mismo?
– Sí, por increíble que parezca. He prescindido de todas las chorradas y por fin voy al grano. He empezado mis memorias sobre el negocio publicitario. Antes de irte has de enfrentarte a los hechos. Si vivo, escribiré algo bueno.
– Estupendo, y no te olvides de incluir la ocasión en que entraste en mi despacho y me dijiste: «Muy bien, aquí tienes la terrorífica fecha límite: mañana a primera hora debo tener ese esquema argumental en mis manos».
– Y funcionó, ¿verdad?
– Eras diligente, Ez. En una ocasión te pregunté por qué aquel puñetero detergente era tan suave para las delicadas manos de una dama. Me entregaste veinte páginas sobre los áloes. Obtuve el premio a la dirección de arte por aquella campaña, y fue gracias a esas páginas. Deberían habértelo dado a ti. Cuando estés mejor, iremos a comer y te llevaré la estatuilla.
– Trato hecho -dijo Ez.
– ¿Y el dolor, si es que tienes?
– Sí, está ahí, lo tengo, pero he aprendido a dominarlo. Me dan medicamentos especiales y me atienden cinco médicos. Cinco. Un oncólogo, un urólogo, un especialista en medicina interna, una enfermera de pacientes terminales y un hipnotizador para ayudarme a superar las náuseas.
– ¿A qué se deben las náuseas, a la terapia?
– Sí, y el cáncer también te provoca náuseas. Vomito mucho.
– ¿Es eso lo peor?
– A veces tengo la sensación de que voy a excretar la próstata.
– ¿No te la pueden extirpar?
– No serviría de nada. Ya es demasiado tarde para eso. Y es una operación importante. He perdido mucho peso. Tengo anemia. La intervención me debilitaría tanto que también debería abandonar el tratamiento. Eso de que avanza lentamente es una gran mentira. Avanza a la velocidad del rayo. A mediados de junio no tenía nada en la próstata, pero a mediados de agosto el tumor se había extendido demasiado para poder extirparlo. Así que hazte mirar la próstata, muchacho.
– Siento mucho todo esto, pero me alegra oír que sigues siendo el de siempre. Eres tú mismo, incluso más aún.
– Lo único que quiero es escribir esas memorias-replicó Ez- Ya he hablado bastante de ello, ahora tengo que escribirlo. Todo lo que me ocurrió en ese negocia Si puedo escribir esas memorias, le habré dicho a la gente quién soy. Si puedo escribirlas, moriré con una sonrisa en los labios. ¿Y qué me dices de ti? ¿Eres feliz con lo que haces? ¿Te dedicas a pintar? Siempre decías que eso era lo que harías. ¿Estás pintando?
– Sí, lo hago -le mintió-. Todos los días. Va bien.
– Nunca pude escribir ese libro, ¿sabes? Nada más jubilarme, empecé a bloquearme una y otra vez. Pero en cuanto se me declaró el cáncer, la mayor parte de mis bloqueos desaparecieron. Ahora puedo hacer lo que quiera.
– Es una terapia brutal contra el bloqueo del escritor.
– Sí -replicó Ez-. Así es. No lo aconsejo. Mira, puede que salga de esta. Entonces podremos ir a comer juntos y me darás la estatuilla. Si lo supero, los médicos dicen que podré llevar una vida normal.
Si ya le habían asignado una enfermera de pacientes terminales, parecía improbable que los médicos le hubieran dicho tal cosa. Aunque tal vez lo hubieran hecho para levantarle el ánimo, o tal vez Ez se imaginaba que lo habían hecho, o puede que la arrogancia le hiciera hablar así, aquella maravillosa arrogancia suya, imposible de erradicar.
– Bueno, te deseo suerte, Ez -le dijo-. Si quieres hablar conmigo, toma nota de mi número. -Se lo dio.
– Estupendo -dijo Ezra.
– Estoy siempre aquí. Si te apetece, hazlo, llámame. Cuando quieras. ¿Lo harás?
– Muy bien. Lo haré.
– De acuerdo. Bueno, adiós.
– Adiós, hasta pronto -replicó Ezra-. Sácale brillo a la estatuilla.
Durante horas, después de las tres llamadas consecutivas (y tras la predecible banalidad e inutilidad de la charla para levantar la moral, tras el intento de revivir el espíritu de antaño al evocar recuerdos de las vidas de sus colegas, tratando de encontrar algo que decir para animar a los que carecían de esperanzas y apartarlos del borde del abismo), lo que quería hacer no solo era telefonear a su hija, a la que había encontrado en el hospital con Phoebe, sino revivir su propio espíritu telefoneando a sus padres. Sin embargo, lo que había sabido no era nada comparado con el ataque inevitable que es el final de la vida. De haber sido consciente del sufrimiento mortal de cada hombre y mujer a los que había conocido durante sus años de vida profesional, de la dolorosa historia de pesar, pérdida y estoicismo de cada uno, de miedo, pánico, aislamiento y terror, de haber conocido cada cosa que les había sido arrebatada y que en otro tiempo había sido vitalmente suya, y la manera sistemática en que eran destruidos, habría tenido que permanecer junto al teléfono todo el día hasta la noche, haciendo otro centenar de llamadas por lo menos. La vejez no es una batalla; la vejez es una masacre.
La siguiente vez que fue al hospital para la revisión anual de las carótidas, el sonograma reveló que la segunda carótida estaba seriamente obstruida y requería una intervención quirúrgica. Aquel iba a ser el séptimo año seguido que le hospitalizaban. La noticia le sobresaltó, en particular porque aquella mañana le habían comunicado por teléfono la muerte de Ezra Pollock, pero por lo menos le operaría el mismo cirujano vascular y la intervención sería en el mismo hospital, y esta vez sabría lo suficiente para no conformarse con anestesia local y pedir que le durmieran del todo. Se esforzó tanto por convencerse, tras su experiencia de la primera operación de carótida, de que no en nada preocupante, que no se molestó en informar a Nancy, sobre todo mientras ella todavía tuviera que ocuparse de su madre. Sin embargo, se empeñó en localizar a Maureen Mrazek, aunque en pocas horas agotó todas las pistas que podía haber tenido sobre su paradero.
Solo quedaba Howie, a quien por entonces llevaba un tiempo sin telefonear. Era como si desde que sus padres murieran hacía tiempo experimentara toda clase de impulsos que antes estaban proscritos o sencillamente no existían, y el hecho de que les diera rienda suelta con la cólera de un enfermo (la cólera y la desesperación de un enfermo sombrío incapaz de evitar la trampa más letal de la enfermedad prolongada, que es la distorsión del carácter) hubiera destruido el último vínculo con las personas que más quería de todas las que había conocido. Su primera aventura amorosa había sido con su hermano. Lo único sólido durante toda su vida había sido su admiración por aquel hombre bueno. Todos sus matrimonios habían sido un desastre, pero a lo largo de sus vidas adultas él y su hermano se habían mantenido verdaderamente fieles. A Howie nunca era necesario pedirle nada. Y ahora lo había perdido, y de la misma manera había perdido a Phoebe… y el único culpable era él. Como si no hubiera ya cada vez menos personas que significaran algo para él, había completado la descomposición de la familia original. Pero descomponer familias era su especialidad. ¿No había despojado a tres hijos de una infancia coherente y de la protección amorosa y constante de un padre como aquel a quien él mismo había idolatrado, que había pertenecido exclusivamente a él y a Howie, un padre que no había sido de nadie más?
Al darse cuenta de todo lo que había aniquilado, por si solo y sin ninguna buena razón aparente, y, lo que era todavía peor, contra su misma intención, contra su voluntad, al pensar en su dureza hacia un hermano que nunca había sido duro con él, que jamás había dejado de sosegarle y acudir en su ayuda, en el efecto que había tenido en sus hijos su abandono de hogares… ante el humillante reconocimiento de que ahora estaba disminuido no solo físicamente sino convertido en alguien que no quería ser, empezó a golpearse el pecho con el puño, de forma cadenciosa a modo de autoinculpación, y solo por unos pocos centímetros no lo hizo sobre el desfibrilador. En aquel momento, sabía mucho mejor de lo que Randy o Lonny sabrían jamás dónde radicaba su insuficiencia. Aquel hombre, de ordinario ecuánime, se golpeaba enfurecido el corazón como un fanático al orar, y, bajo los embates del remordimiento, no solo por aquel error sino por todos sus errores, todos los imborrables, estúpidos e inevitables errores, arrebatado por la desgracia de sus limitaciones pero actuando como si cada incomprensible contingencia de la vida fuese obra suya, dijo en voz alta: «¡Sin Howie siquiera! ¡Acabar así, y ni siquiera con él!».
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