Philip Roth - Elegía

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El protagonista de esta intensa crónica sobre el paso del tiempo es alguien que descubre la terrible realidad de la muerte en las playas de su infancia, que triunfa en su carrera como publicitario, que fracasa estrepitosamente en sus tres matrimonios y que, en su vejez, reflexiona sobre el deterioro físico, el arrepentimiento y la necesidad de aceptar la inanidad de su porpia existencia.

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«Me marcho»: las mismas palabras que le habían hecho despertarse, presa del pánico y sin aliento, pronunciadas en vida al abrazar a un cadáver.

No llegó a Nueva York. Cuando viajaba hacia el norte por la autopista de Jersey, recordó que al sur del aeropuerto de Newark se encontraba la salida del cementerio donde sus padres estaban enterrados, y cuando llegó allí, tomó el desvió y siguió la carretera que serpenteaba por un decrépito barrio residencial y pasaba ante una antigua y lúgubre escuela primaria hasta desembocar en una maltrecha carretera para camiones que bordeaba las aproximadamente diez hectáreas del cementerio judío. En el extremo había una calle deshabitada donde los instructores de las autoescuelas llevaban a sus alumnos para que aprendieran a hacer el cambio de sentido. Enfiló lentamente con el coche a través de la puerta abierta, de hojas con barrotes en forma de lanza, y estacionó el vehículo ante un pequeño edificio que en otro tiempo debió de ser una casa de oración y ahora era una ruina cavernosa. La sinagoga que administraba los asuntos del cementerio había sido desmantelada años atrás, cuando los fieles se trasladaron a los suburbios de los condados de Union, Essex y Morris, y no parecía que nadie se ocupara ya de su mantenimiento. La tierra estaba cediendo y se hundía alrededor de muchas tumbas, por todas partes las lápidas al pie de las sepulturas estaban ladeadas, y todo esto ni siquiera sucedía en el cementerio original, donde sus abuelos estaban enterrados, entre centenares de lápidas apretujadas, sino en las secciones más recientes, donde las lápidas de granito databan de la segunda mitad del siglo veinte. El no había reparado en nada de esto cuando se reunieron para enterrar a su padre. Todo lo que había visto era el ataúd sujeto por las correas sobre la tumba abierta. A pesar de lo sencillo y modesto que era, resultaba tan imponente que era imposible fijarse en nada más. Después siguió la brutalidad del entierro y la boca llena de tierra.

Durante el mes anterior, él había estado entre los deudos de dos entierros en dos cementerios distintos del condado de Monmouth, ambos bastante menos deprimentes que aquel y también menos peligrosos. En el transcurso de las últimas décadas, aparte de los vándalos que dañaban y destruían las lápidas y las edificaciones anexas del lugar donde sus padres estaban enterrados, también había atracadores en el cementerio. A plena luz del día atacaban a los ancianos que de vez en cuando iban solos o en parejas a visitar la tumba de un familiar. En el entierro de su padre, el rabino le informó de que, si estaba solo, lo más juicioso era que visitara a sus padres durante el período de las grandes festividades judías, cuando el departamento local de policía, a solicitud del comité de directivos del cementerio, habían accedido a proporcionar protección a los practicantes que iban a recitar los salmos pertinentes y recordar a sus difuntos. Él había escuchado al rabino y hecho gestos de asentimiento, pero no formaba parte de los creyentes, no digamos ya de los practicantes, y sentía una marcada aversión por las grandes festividades judías, por lo que nunca iba al cementerio en esa época.

Los fallecidos eran las dos mujeres de su clase que padecían cáncer y que murieron con una semana de diferencia. A los entierros asistió mucha gente de Starfish Beach. Al mirar a su alrededor no pudo evitar especular sobre quién de ellos sería el próximo en morir. En uno u otro momento, todo el mundo piensa que dentro de cien años nadie de los ahora vivos estará en el mundo, que la fuerza abrumadora los habrá barrido a todos. Pero él estaba pensando en términos de días. Cavilaba como un hombre marcado.

A los dos entierros asistió una anciana rechoncha y bajita que lloraba con tal desconsuelo que parecía ser más que una simple amiga de las difuntas y en cambio, de manera imposible, también la madre de ambas. En el segundo entierro estuvo sollozando muy cerca de él y del desconocido con sobrepeso que estaba junto a él y del que supuso que era su marido, a pesar de que (o tal vez por eso mismo), con los brazos cruzados, los dientes apretados y el mentón alzado, permanecía sorprendentemente distante y ajeno a ella, como un espectador indiferente que se negara a seguir aguantando a aquella persona. En todo caso, las lágrimas de la mujer parecían haberle provocado un profundo desprecio en lugar de comprensión compasiva, porque, en medio del acto, cuando el rabino entonaba en inglés las palabras del libro de oraciones, el marido se volvió de forma espontánea e impaciente hacia él y le preguntó:

– ¿Sabe por qué se comporta así?

– Creo que sí -susurró él.

Su respuesta significaba: Porque esto es para ella como siempre lo ha sido para mí desde que era un niño. Porque es para ella como lo es para todo el mundo. Porque la fuerza más intensamente turbadora de la vida es la muerte. Porque la muerte es muy injusta. Porque una vez que has saboreado la vida, la muerte ni siquiera parece natural. Yo había pensado -y en secreto estaba seguro de ello- que la vida prosigue indefinidamente.

– Pues bien, se equivoca -replicó el hombre con rotundidad, como si le hubiera leído el pensamiento-. Ella siempre es así. Lleva cincuenta años en este plan -añadió con un fruncimiento de ceño implacable-. Se comporta así porque ya no tiene dieciocho años.

Sus padres estaban situados cerca del perímetro del cementerio, y tardó un tiempo en localizar las tumbas junto a la vega que separaba la última hilera de parcelas de una calle estrecha que parecía ser una improvisada zona de descanso para camioneros que hacían un alto en su viaje por la autopista. En los años transcurridos desde la última vez que estuvo allí había olvidado el efecto que la lápida tuvo sobre él la primera vez que la vio. Distinguió los dos nombres grabados en la piedra y le sobrevino un ataque de llanto como el que se apodera de los bebés y los deja sin fuerzas. No tuvo ninguna dificultad para evocar su último recuerdo de cada uno de ellos -el recuerdo del hospital-, pero cuando trató de evocar el más antiguo, el esfuerzo por retroceder tanto como pudiera en su pasado común hizo que le abrumara una segunda oleada de sentimiento.

No eran más que huesos, huesos en una caja, pero los huesos de ellos también eran los suyos, y se acercó tanto como pudo a los huesos, como si la proximidad pudiera unirle a ellos y mitigar el aislamiento surgido de la pérdida de su futuro y enlazarlo de nuevo con todo cuanto había desaparecido. Durante una hora y media, aquellos huesos fueron los objetos que más le importaban. Eran lo único que importaba, pese a la intrusión del deteriorado ambiente de aquel cementerio sumido en el abandono. Una vez que estuvo con aquellos huesos no podía dejarlos, no podía sino hablar con ellos, no podía sino escucharlos cuando le hablaban. Entre él y aquellos huesos había mucha comunicación, mucha más de la que existía ahora entre él y los que aún estaban revestidos de carne. La carne se disuelve, pero los huesos aguantan. Los huesos eran el único consuelo que existía para alguien que no daba ningún crédito a la vida ultraterrena y sabía sin la menor duda que Dios es una ficción y que esta es la única vida que tenemos. Como la joven Phoebe podría haberle dicho cuando se conocieron, no resultaba descabellado decir que ahora su placer más profundo estaba en el cementerio. Solo allí podía encontrar satisfacción.

No tenía la sensación de estar jugando a algo. No se sentía como si tratara de hacer que algo se convirtiera en realidad. Aquello era lo real, la intensidad de su relación con los huesos allí enterrados.

Su madre había muerto a los ochenta años, su padre a los noventa.

– Tengo setenta y un años -les dijo en voz alta-. Vuestro chico tiene setenta y un años.

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