Philip Roth - Elegía
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En el rancho que Howie tenía en Santa Bárbara había una confortable casita para invitados, casi tan grande como su apartamento. Un verano, años atrás, él, Phoebe y Nancy se alojaron allí durante dos semanas, mientras Howie y su familia estaban de vacaciones en Europa. La piscina se encontraba justo enfrente de la entrada, los caballos de Howie correteaban por las colinas y la servidumbre les preparó la comida y los atendió en todo. Lo último que había sabido era que uno de los hijos de Howie, Steve, el oceanógrafo, vivía temporalmente allí con su novia. ¿Se atrevería a pedirlo? ¿Podría ir directamente allí y decirle a su hermano que le gustaría alojarse en la casa para invitados durante un par de meses hasta que decidiera dónde viviría a continuación? Si pudiera volar a California después de la intervención y disfrutar de la compañía de su hermano durante el período inicial de la convalecencia…
Marcó el número telefónico de Howie. Le respondió el contestador automático, y dejó su nombre y su número. Más o menos una hora después le telefoneó Rob, el hijo menor de Howie.
– Mis padres están en el Tíbet -le informó Rob.
– ¿El Tíbet? ¿Qué están haciendo allí? -Creía que estaban en Santa Bárbara y que Howie no quería ponerse al aparato.
– Papá fue a Hong Kong en viaje de negocios, creo que a una reunión de la junta, y mi madre le acompañó. Luego fueron a visitar el Tíbet.
– ¿Permiten a los occidentales visitar el Tíbet?
– Sí, claro -respondió Rob-. Estarán allí tres semanas más. ¿Quieres dejarles un mensaje? Puedo comunicarme con ellos por correo electrónico. Es lo que hago cada vez que les llama alguien.
– No, no es necesario. ¿Cómo están tus hermanos, Rob?
– Todos están bien. ¿Y tú qué tal estás?
– Voy tirando -respondió, y colgó.
Muy bien, se había divorciado tres veces, había sido un marido en serie distinguido no menos por su entrega que por sus felonías y errores, y debería seguir arreglándoselas solo. A partir de entonces debería arreglárselas siempre solo. Incluso cuando era veinteañero, cuando él mismo se consideraba convencional, y hasta bien entrada la cincuentena, había recibido por parte de las mujeres toda la atención que podía desear; desde que ingresó en la escuela de arte, esa atención nunca había cesado. Era como si no estuviera destinado a otra cosa. Pero entonces sucedió algo imprevisto, imprevisto e impredecible: había vivido cerca de tres cuartos de siglo, y el estilo de vida productivo y activo había quedado atrás. Ya no poseía el atractivo viril del hombre productivo ni podían germinar en él los goces masculinos, y procuraba no echarlos mucho de menos. Durante cierto tiempo, y sin ayuda de nadie, había tenido la sensación de que el componente que le faltaba de algún modo regresaría para hacerle de nuevo inexpugnable y reafirmar su autoridad, que el derecho cancelado por error sería restaurado y que podría reanudar el camino allí donde lo había interrumpido solo unos años atrás. Pero ahora parecía que, como les sucede a todos los ancianos, se encontraba en un proceso de creciente disminución y tendría que pasar sus días sin sentido hasta el final tan solo como lo que era… los días y las noches inciertas y la obligación de soportar impotente el deterioro físico y la tristeza terminal y la espera, la interminable espera de nada. Así son las cosas» se decía, esto es lo que no podías saber.,…
El hombre que cruzó a nado la bahía con la madre de Nancy había llegado a donde jamás había soñado estar. Era el momento de preocuparse por la desaparición. Había alcanzado el remoto futuro.
Un sábado por la mañana, menos de una semana antes del día fijado para la intervención -tras una noche de sueños horribles en la que se despertó debatiéndose por respirar a las tres de la madrugada, tuvo que encender todas las luces del apartamento para aquietar sus temores y solo pudo volver a dormirse con las luces todavía encendidas-, pensó que le haría bien ir a Nueva York para ver a Nancy y los gemelos y visitar de nuevo a Phoebe, que ahora estaba en casa con una enfermera. Normalmente su deliberada independencia constituía su mayor fortaleza; por eso podía llevar una nueva vida en un nuevo lugar sin preocuparse por dejar atrás a familiares y amigos. Pero desde que abandonara toda esperanza de vivir con Nancy o alojarse en casa de Howie, tenía la sensación de que se estaba convirtiendo en una criatura infantil que iba debilitándose cada día que pasaba. ¿Era la inminencia de la séptima hospitalización anual lo que minaba su confianza? ¿Era la perspectiva de que su pensamiento estuviera monopolizado por la enfermedad y excluyera todo lo demás? ¿O era la percepción de que con cada una de aquellas estancias en el hospital, que se remontaban a la infancia y proseguían hasta su inminente operación, el número de presencias junto a su cama disminuía y el ejército con el que empezara se había reducido hasta quedarse en nada? ¿O era sencillamente la premonición de lo irremisible por venir?
Lo que había soñado era que estaba acostado desnudo junto a Millicent Kramer, aquella alumna de su clase de arte. El abrazaba su cuerpo muerto y frío como había abrazado a Phoebe aquella vez en que la migraña era tan fuerte que vino el médico para ponerle una inyección de morfina, que eliminó el dolor pero le provocó unas alucinaciones aterradoras. Cuando él se despertó en plena noche y encendió todas las luces, bebió un poco de agua, abrió una ventana y fue de un lado a otro del apartamento para recobrar la compostura, a su pesar solo pensaba en una sola cosa: cómo había sido para ella la experiencia de suicidarse. ¿Lo había hecho en un arrebato, engullendo las píldoras antes de poder cambiar de idea? Y después de que por fin las hubiera tomado, ¿empezó a gritar diciendo que no quería morir, que tan solo no podía seguir enfrentándose a aquel dolor paralizante, que todo lo que quería era que el dolor cesara, gritó entre lágrimas que tan solo quería que Gerald estuviera allí para ayudarla, para decirle que aguantara, asegurarle que podía soportarlo y que entre los dos lo superarían? ¿Murió con lágrimas en los ojos, musitando su nombre? ¿O lo hizo todo serenamente, convencida al final de que no estaba cometiendo un error? ¿Se tomó su tiempo, sosteniendo el frasco con expresión contemplativa antes de vaciar el contenido en la palma y tragarlo lentamente con su último vaso de agua, saboreando la última agua que tomaría jamás? ¿Estaba resignada y plenamente consciente de lo que hacía, enfrentándose con valor a todo cuanto dejaba atrás, tal vez sonriendo mientras lloraba y recordaba todos los placeres, todo lo que la había emocionado y complacido, su mente llena con centenares de momentos normales y corrientes que en su día significaron poco pero que entonces parecían especialmente destinados a inundar sus días de una felicidad trillada? ¿O acaso había perdido el interés por lo que dejaba atrás? ¿No estaba atemorizada y tan solo pensaba: Por fin ha terminado el dolor, el dolor ha desaparecido finalmente, y ahora no tengo más que dormirme para abandonar esta cosa alucinante?
Pero ¿cómo elige uno voluntariamente abandonar nuestra plenitud por esa nada interminable? ¿Cómo lo haría él? ¿Podría tenderse allí con serenidad y decir adiós? ¿Tenía la fuerza de Millicent Kramer para borrarlo todo?
Era una mujer de su edad. ¿Por qué no? En una situación tan terrible como la de ella, ¿qué eran unos años más o menos? ¿Quién se atrevería a recriminarle que abandonara la vida precipitadamente? Debo hacerlo, debo hacerlo, pensó. Mis seis stents me dicen que un día cercano deberé despedirme de todo sin temor. Pero abandonar a Nancy… ¡no puedo hacerlo! ¡Las cosas que podrían sucederle camino de la escuela! ¡La hija abandonada sin más protección por su parte que el vínculo biológico! ¡Y él privado por toda la eternidad de sus llamadas telefónicas matinales! Se vio corriendo en todas direcciones y al mismo tiempo atravesando el cruce principal del centro de Elizabeth: el padre fallido, el hermano envidioso, el marido artero, el hijo inútil, y solo a unas pocas manzanas de la joyería de su familia, llamando a gritos al elenco de familiares a los que no podía dar alcance por mucho que corriera tras ellos. «Mamá, papá, Howie, Phoebe, Nancy, Randy, Lonny… ¡ojalá hubiera sabido cómo hacerlo! ¿No podéis oírme? ¡Me marcho! ¡Esto ha terminado y me voy dejándoos a todos atrás!» Y, desapareciendo con tanta rapidez ante él como él ante ellos, volvían las cabezas para gritar a su vez, y de una manera muy significativa: «¡Demasiado tarde!».
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