Philip Roth - Me Casé Con Un Comunista

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El sueño americano se convierte en pesadilla.
En plena caza de brujas, durante la era McCarthy, Iron Rinn -cavador de zanjas primero, actor radiofónico más tarde- ve cómo tras participar en la Segunda Guerra Mundial, comprometido en la lucha por un mundo mejor, termina en la lista negra, desempleado y perseguido por el fanatismo ideológico.
En este camino tendrá un papel fundamental la exquisita actriz Eve Frame. El matrimonio de ambos se transformará: de idilio fascinante y perfecto pasará a ser un tremendo y cruel culebrón. Y cuando ella revele a la prensa las relaciones de Iron con la URSS, el apogeo de la traición y la venganza se materializarán en el escándalo nacional y la ruina personal. El hermano de Iron, Murray, será quien cuente esta historia años más tarde.
Philip Roth, el autor de Pastoral americana y La mancha humana, vuelve a explorar y a retratar con ironía, sinceridad y vehemencia los conflictos de la sociedad norteamericana del siglo XX.

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El abrumador Ira, aquel grandullón que irrumpía allí como una jirafa volcándolo todo, aquel hombre impulsivo, con su actitud de todo o nada, le dice: «Recoge tus cosas, te vienes conmigo», y así se entera, con más rapidez que de cualquier otra manera, de que, desde hacía meses, Pamela deseaba poner fin a su relación. «¿Fin? ¿Por qué?» «No podía soportar más la tensión.» «¿Tensión? ¿Qué tensión?» Y entonces ella se lo dijo: cada vez que estaba con él en Jersey, no dejaba de abrazarla, toquetearla y llenarla de inquietud al decirle mil veces cuánto la amaba; entonces dormía con ella, y ella regresaba a Nueva York, se reunía con Sylphid y ésta no hacía más que hablar del hombre al que apodaba la Bestia; unía a Ira y su madre llamándoles la Bella y la Bestia. Y Pamela tenía que darle la razón, tenía que reírse de él; también tenía que bromear acerca de la Bestia. ¿Cómo era tan ciego que no se daba cuenta del efecto que eso le causaba? No podía huir y casarse con él. Tenía un trabajo, una carrera, era una artista que amaba su música, y no podía volver a verle. Si no la dejaba en paz… Así que Ira la dejó. Subió al coche, se dirigió a la cabana y allí es donde fui a verle al día siguiente, cuando salí de la escuela.

Él habló, yo escuché. No me puso al corriente de su situación con Pamela, y no lo hizo porque conocía muy bien mi postura sobre el adulterio. Ya se la había repetido más veces de las que él estaba dispuesto a escuchar. «Lo estimulante del matrimonio es la fidelidad. Si esa idea no te estimula, el matrimonio no es para ti.» No, no me habló de Pamela, sólo me contó la escena de Sylphid sentada sobre Eve. Se pasó la noche entera hablándome de eso, Nathan. Me marché al amanecer, fui a la escuela, me afeité en el baño del profesorado y di las clases. Por la tarde, después de la última clase, subí al coche y volví a la cabana. No quería que se pasara la noche allí a solas, porque no sabía qué era lo que podría hacer a continuación. No sólo se enfrentaba a un grave conflicto en su vida hogareña. Eso era una parte del problema. Por otro lado, la cuestión política se estaba desmadrando: las acusaciones, los despidos, la lista negra permanente. Eso era lo que le estaba minando. La crisis doméstica no era todavía la crisis. Desde luego, corría riesgos en ambos aspectos, los cuales acabarían por fusionarse, pero de momento podía mantenerlos separados.

La Legión americana ya tenía a Ira en su punto de mira por «simpatías procomunistas». Su nombre había salido en una revista católica, en alguna lista, como una persona con «asociaciones comunistas». Su programa radiofónico estaba bajo sospecha, y existían fricciones con el partido. El ambiente se estaba enrareciendo. Stalin y los judíos. El antisemitismo soviético empezaba a penetrar incluso en las conciencias de los zoquetes del partido. Empezaban a circular rumores entre los miembros judíos, y a Ira no le gustaba lo que estaba escuchando. Quería saber más. Sobre las afirmaciones de pureza del Partido Comunista y la Unión Soviética, incluso Ira Ringold quería saber más. La sensación de que el partido era un traidor empezaba a afianzarse, aunque la plena conmoción moral no llegaría hasta las revelaciones de Kruschev. Entonces todo se derrumbó para Ira y sus amigos, la justificación de sus esfuerzos y sufrimientos. Seis años después, la parte central de sus biografías de adultos se echó a perder. De todos modos, ya en 1950, una fecha tan temprana, Ira se creaba problemas al querer saber más, aunque nunca hablaba conmigo de eso y no quería que le hablara en un tono autoritario. Sabía que si nos enredábamos en la cuestión comunista, acabaríamos como tantas familias, sin volver a hablarnos durante el resto de nuestras vidas.

Ya habíamos tenido una buena discusión en 1946, cuando él estaba en Calumet City, compartiendo una habitación con O'Day. Fui a visitarle y no resultó agradable. Porque Ira, cuando discutía de las cosas que más le importaban, nunca terminaba contigo. Sobre todo en aquellos días de la posguerra, Ira, cuando se embarcaba en una discusión política, era extremadamente reacio a perder. Y así le sucedía conmigo. El hermano menor sin formación educaba al hermano mayor bien formado. Me miraba fijamente, me apuntaba con el dedo, turbulento, forzando la decisión, invalidando cuanto yo decía con frases como: «No insultes a mi inteligencia»; «eso es una puñetera contradicción de términos»; «no voy a quedarme aquí sentado y aguantar esa mierda». Su energía para la pelea era asombrosa. «¡Me importa un bledo que nadie lo sepa excepto yo!» «Si tuvieras alguna idea de cómo funciona el mundo…» Se mostraba especialmente irritante cuando me ponía en mi sitio como profesor de inglés: «¡Lo que más detesto es eso de "por favor, defíneme qué diablos quieres decir"!». En aquel entonces no había nada pequeño para Ira. Todo aquello en lo que pensaba, porque él lo pensaba, era grande.

La primera noche que le visité en el lugar donde vivía con O'Day me dijo que el sindicato de profesores debía promover el desarrollo de «la cultura popular». Esa debía ser su política oficial. Quise saber por qué. Porque era la política oficial del partido. Tienes que elevar la comprensión cultural del pobre hombre de la calle y, en vez de una educación clásica, anticuada, tradicional, tienes que hacer hincapié en las cosas que contribuyen a aumentar la cultura popular. Era la línea del partido, y a mí no me parecía en absoluto realista. Pero qué obstinación la suya. Yo no era un pelele, sabía convencer a la gente de que también hablaba en serio. Pero la oposición de Ira era inagotable. No daba su brazo a torcer. Cuando regresé de Chicago, no tuve noticias suyas durante casi un año.

Otra cosa se estaba apoderando de él, aquellos dolores musculares, aquella enfermedad que sufría. Le decían que era tal cosa o tal otra, pero no acertaban a descubrir de qué diablos se trataba. Polimiositis, polimialgia reumática. Cada médico le daba otro nombre. Eso fue casi todo lo que le dieron, aparte de linimento Sloan y Ben-Gay. Su ropa empezó a heder a todas las clases de potingues que le vendían para tratar sus dolores. Yo mismo le llevé a un médico, amigo de Doris, que tenía su consultorio delante del Beth Israel, el cual se informó del caso, le extrajo sangre, le hizo un examen a fondo y nos dijo que su organismo era hiperinflamatorio. Aquel hombre tenía una complicada teoría, y nos hizo unos esquemas. Se trataba de un fallo de la inhibición en la cascada que conduce a la inflamación. Dijo que las articulaciones de Ira producían con facilidad unas reacciones inflamatorias que aumentaban rápidamente. Prontas a inflamarse, lentas en la extinción.

Tras la muerte de Ira, un médico me sugirió, planteándomelo de la manera más persuasiva, que Ira padecía la misma enfermedad que, según creen, tenía Lincoln. Se vestía con sus ropas y atrapó su enfermedad, la de Marfan. El síndrome de Marfan. Una altura excesiva, las manos y los pies grandes, las extremidades delgadas y mucho dolor en músculos y articulaciones. Los pacientes del síndrome de Marfan solían estirar la pata como Ira lo hizo. La aorta estalla y adiós. Sea como fuere, lo cierto es que a Ira no le diagnosticaron lo que tenía, o por lo menos no supieron prescribirle un tratamiento adecuado, y en los años 1949 y 1950 los dolores empezaron a ser más bien intratables. Además, se sentía bajo la presión política de ambos lados del espectro, la emisora de radio y el partido. Su situación me tenía preocupado.

En el primer distrito, Nathan, no sólo éramos la única familia judía de la calle Factory, sino que probablemente éramos la única familia no italiana entre las vías de Lackawanna y la línea de Belleville. Esos vecinos del distrito primero procedían de las montañas, y eran en su mayoría individuos menudos, de anchos hombros y cabezas enormes, naturales de las montañas al este de Ñapóles. Cuando llegaban a Newark, alguien les ponía una pala en las manos y se dedicaban a cavar durante el resto de su vida. Cavaban zanjas. Cuando Ira abandonó la escuela, cavó zanjas con ellos. Uno de aquellos italianos intentó matarle con una pala. Mi hermano era un bocazas y tuvo que luchar para sobrevivir en aquel barrio. Tuvo que luchar para sobrevivir desde los siete años de edad.

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