Philip Roth - Me Casé Con Un Comunista

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El sueño americano se convierte en pesadilla.
En plena caza de brujas, durante la era McCarthy, Iron Rinn -cavador de zanjas primero, actor radiofónico más tarde- ve cómo tras participar en la Segunda Guerra Mundial, comprometido en la lucha por un mundo mejor, termina en la lista negra, desempleado y perseguido por el fanatismo ideológico.
En este camino tendrá un papel fundamental la exquisita actriz Eve Frame. El matrimonio de ambos se transformará: de idilio fascinante y perfecto pasará a ser un tremendo y cruel culebrón. Y cuando ella revele a la prensa las relaciones de Iron con la URSS, el apogeo de la traición y la venganza se materializarán en el escándalo nacional y la ruina personal. El hermano de Iron, Murray, será quien cuente esta historia años más tarde.
Philip Roth, el autor de Pastoral americana y La mancha humana, vuelve a explorar y a retratar con ironía, sinceridad y vehemencia los conflictos de la sociedad norteamericana del siglo XX.

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Una noche Eve y Sylphid fueron a un concierto y Pamela, que estaba en la casa, se quedó con Ira. Se sentaron en la sala de estar, juntos por primera vez, y él preguntó a Pamela por su procedencia. Era su táctica inicial con todo el mundo. Pamela le habló de su familia tan formal y de las escuelas insoportables a las que la habían enviado. Él le preguntó por su trabajo en Radio City. La muchacha era tercera flauta y flautín, un trabajo combinado. Fue ella la que le consiguió a Sylphid el puesto de suplente. Las chicas charlaban continuamente acerca de la orquesta, la política, el estúpido director, el increíble esmoquin que llevaba, su necesidad de un corte de pelo, el hecho de que nada de lo que hacía con las manos y la batuta tenía el menor sentido. Cosas de chiquillas.

Aquella noche le dijo a Ira:

– El violoncelista principal no deja de galantearme. Me tiene harta.

– ¿Cuántas mujeres hay en la orquesta?

– Cuatro.

– ¿Y cuántos músicos en total?

– Setenta y cuatro.

– ¿Y cuántos de los hombres te hacen proposiciones? ¿Setenta?

– Aja -dijo ella, y se echó a reír-. Bueno, no, no todos tienen ese descaro. Sólo los que lo tienen se atreven.

– ¿Qué te dicen?

– Pues… «qué bien te sienta este vestido»; «estás siempre tan guapa cuando vienes a ensayar…»; «la próxima semana tengo un concierto y necesito una flautista». Cosas así.

– ¿Y tú, cómo reaccionas?

– Sé cuidar de mí misma.

– ¿Tienes novio? -fue entonces cuando Pamela le contó que desde hacía dos años se relacionaba con el oboe principal.

– ¿Soltero? -le preguntó Ira.

– No, está casado.

– ¿No te preocupa que esté casado?

– No me interesa vivir de una manera formal -replicó Pamela.

– ¿Qué me dices de su esposa?

– No la conozco, nunca la he visto y no tengo intención de conocerla. No quiero saber nada en particular sobre ella. Lo nuestro no tiene nada que ver con su mujer, ni tampoco con sus hijos. El quiere a su mujer y sus hijos.

– ¿Pues con qué tiene que ver?

– Con nuestro placer. Hago lo que me apetece, por placer. No me digas que crees aún en la santidad del matrimonio. ¿Crees que haces una promesa de fidelidad y ya está, que los dos sois fieles por siempre jamás?

– Sí -le dice él-, así lo creo.

– Tú nunca…

– No.

– Le eres fiel a Eve.

– Claro.

– ¿Piensas serle fiel durante el resto de tu vida?

– Eso depende.

– ¿De qué?

– De ti -responde Ira. Pamela se ríe; los dos se ríen.

– ¿Depende de si te convenzo de que está bien? -replica ella-. ¿De que eres libre de hacerlo? ¿De que no eres el propietario burgués de tu mujer y ella no es la propietaria burguesa de su marido?

– Sí. Trata de convencerme.

– ¿De veras eres un norteamericano tan irremediablemente típico que estás esclavizado por la moralidad estadounidense de clase media?

– Sí, ése soy yo… el norteamericano típico irremediablemente esclavizado. ¿Y tú qué eres?

– ¿Qué soy yo? Yo soy músico.

– ¿Qué significa eso?

– Me dan una partitura y la toco. Toco lo que me dan. Soy una intérprete.

Ahora bien, Ira imaginó que tal vez Sylphid había preparado la situación para tener algo en su contra, y por eso aquella primera noche lo único que hizo cuando Pamela hubo terminado de presumir y se dispuso a subir a su dormitorio fue tomarle la mano y decirle: «No eres una niña, ¿verdad? Te había tomado por una niña».

– Soy un año mayor que Sylphid -replica ella-. Tengo veinticuatro años, estoy expatriada. Jamás volveré a ese país idiota con su estúpida vida afectiva subterránea. Me encanta vivir en Estados Unidos. Aquí estoy libre de toda esa basura sobre el tabú de mostrar tus sentimientos. No puedes imaginarte cómo es aquello. Aquí se vive, aquí tengo mi propio apartamento en Greenwich Village. Trabajo mucho y me abro camino en el mundo. Actúo seis veces al día, seis días a la semana. No soy una niña, de ninguna manera, Iron Rinn.

La escena se desarrolló más o menos así. Pamela era lozana, joven, coqueta, ingenua… y al mismo tiempo no era ingenua, sino también astuta. Está embarcada en su gran aventura norteamericana. Él admira a esta hija de la clase media alta que vive al margen de las convenciones burguesas. El sórdido apartamento en un edificio sin ascensor, el hecho de que se hubiera trasladado sola a Estados Unidos. Admira la pericia con la que ella adopta todos sus papeles. Para Eve representa a la dulce chiquilla; con Sylphid intercambia confidencias en pijama a la hora de acostarse; en Radio City es flautista, una artista profesional; y con él se porta como si en Inglaterra la hubieran educado los fabianos; un espíritu libre, sin trabas, de inteligencia superior y al que no intimida la sociedad respetable. En otras palabras, es un ser humano… tal actitud con éste, tal otra con aquél, una distinta con el de más allá.

Y todo esto es estupendo, interesante, impresionante. Pero ¿enamorarse? En el caso de Ira, todo lo sentimental tenía que darse en exceso. Cuando Ira encontraba su blanco, disparaba. No sólo se prendó de ella. ¿Aquel bebé que había querido tener con Eve? Ahora quería tenerlo con Pamela. Pero temía que ella, asustada, se alejara de él, por lo que, de momento, no dijo nada al respecto.

Se limitan a vivir su aventura antiburguesa. Ella puede explicarse a sí misma todo lo que está haciendo. «Soy amiga de Sylphid y de Eve, haría cualquier cosa por ellas, pero, mientras no les perjudique, no veo que la amistad conlleve el sacrificio heroico de mis propias inclinaciones.» También ella tiene su ideología, pero Ira ha cumplido los treinta y seis y desea cosas: el hijo, la familia, el hogar. El comunista quiere todo lo que más aprecia el burgués. Ira quiere conseguir de Pamela todo cuanto creyó que obtendría de Eve y, en realidad, obtuvo a Sylphid.

Juntos en la cabana, hablaban mucho de Sylphid.

– ¿De qué se queja? -le pregunta Ira a Pamela-. Tiene dinero, categoría social, privilegio, lecciones de arpa desde pequeña. Veintitrés años y le lavan la ropa, le preparan las comidas, le pagan las facturas. ¿Sabes cómo me crié? Me fui de casa a los quince años. Tuve que cavar zanjas. No conocí la adolescencia.

Pero Pamela le explica que cuando Sylphid sólo tenía doce años, Eve abandonó al padre de Sylphid para irse con el salvador más grosero que pudo encontrar, un inmigrante que era una dínamo empinada y que iba a hacerla rica, y su madre estaba tan entusiasmada con él que Sylphid la perdió durante aquellos años, y entonces se mudaron a Nueva York y Sylphid perdió a sus amigos de California, allí no conocía a nadie y empezó a engordar.

Todo eso era basura psiquiátrica para Ira. «Sylphid ve a Eve como una actriz de cine que la abandonó, dejándola en manos de las niñeras», le dice Pamela, «que la dejó plantada por los hombres y las extravagancias de sus maridos, que la traicionó a cada oportunidad. Sylphid ve a Eve como alguien que se arroja continuamente en los brazos de los hombres a fin de no tener que valerse por sí misma».

– ¿Es Sylphid lesbiana?

– No, su lema es que el sexo te coloca en una posición débil. No hay más que ver a su madre. Me dice que nunca me relacione sexualmente con nadie. Detesta a su madre por ceder ante todos esos hombres. Sylphid está empeñada en gozar de una autonomía absoluta. No va a tener obligaciones con nadie. Es terca.

– ¿Terca? -replica Ira-. ¿De veras? ¿Pues por qué no abandona a su madre si es tan terca? ¿Por qué no se independiza? Lo que dices no tiene sentido. La terquedad es un vacío, lo mismo que la autonomía y la independencia. ¿Quieres saber la respuesta a Sylphid? Sylphid es sádica, es una sádica en un vacío. Cada noche esa graduada por Juilliard rebaña con un dedo las sobras en el borde de su plato, pasa el dedo una y otra vez hasta que rechina, y entonces, para enloquecer a su madre con más eficacia, se mete el dedo en la boca y lo lame hasta dejarlo limpio. Sylphid está ahí porque su madre la teme. Y Eve jamás dejará de temerla porque no quiere que Sylphid la deje, y ésa es la razón por la que Sylphid no la dejará, hasta que encuentre una manera mejor de torturarla. Sylphid es la que blande el látigo.

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