Philip Roth - Me Casé Con Un Comunista

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El sueño americano se convierte en pesadilla.
En plena caza de brujas, durante la era McCarthy, Iron Rinn -cavador de zanjas primero, actor radiofónico más tarde- ve cómo tras participar en la Segunda Guerra Mundial, comprometido en la lucha por un mundo mejor, termina en la lista negra, desempleado y perseguido por el fanatismo ideológico.
En este camino tendrá un papel fundamental la exquisita actriz Eve Frame. El matrimonio de ambos se transformará: de idilio fascinante y perfecto pasará a ser un tremendo y cruel culebrón. Y cuando ella revele a la prensa las relaciones de Iron con la URSS, el apogeo de la traición y la venganza se materializarán en el escándalo nacional y la ruina personal. El hermano de Iron, Murray, será quien cuente esta historia años más tarde.
Philip Roth, el autor de Pastoral americana y La mancha humana, vuelve a explorar y a retratar con ironía, sinceridad y vehemencia los conflictos de la sociedad norteamericana del siglo XX.

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Al fin y al cabo, existe la aristocracia del arte, si aristocracia era lo que ella buscaba, la aristocracia del actor a la que ella podía pertenecer con naturalidad, en la que uno puede encuadrarse no sólo aunque no sea antisemita, sino incluso siendo judío.

Pero el error de Eve fue Pennington, a quien tomó por modelo. Fue a California, se cambió el nombre, se reveló como una maravilla, trabajó en el cine y entonces, bajo la presión y el estímulo de los estudios, con la ayuda de éstos, abandonó a Mueller y se casó con aquel astro del cine mudo, aquel auténtico aristócrata rico y jugador de polo, que le sirvió para hacerse una idea del gentil. Él fue su verdadero director, y ahí fue donde ella la hizo buena. Tomar por modelo, por mentor gentil, a otro profano es una garantía de que la imitación no saldrá bien. Porque Pennington no sólo es aristócrata, sino también homosexual y antisemita. Y ella se apropia de las actitudes de ese hombre. Todo lo que intenta hacer es alejarse de sus orígenes, y eso no es ningún delito. El delito ni siquiera es intimar con un antisemita. Eso es asunto de uno. El delito consiste en ser incapaz de enfrentarte a él, incapaz de defenderte del ataque y hacer tuyas sus actitudes. En Estados Unidos, tal como yo lo veo, puedes permitirte todas las libertades menos ésa.

En mi época, como en la tuya, la Sandhurst [8]de esta clase de cosas, el campo de adiestramiento a toda prueba (si es que existe semejante lugar) para los judíos que desean desprenderse de su condición de judíos, solía ser la Ivy League [9]. ¿Recuerdas a Robert Cohn, el personaje de Fiesta? Se licencia por Princeton, boxea allí, nunca piensa en su componente judío y, de todos modos, sigue siendo una rareza, por lo menos para Ernest Hemingway. Pues bien, Eve se licenció no en Princeton, sino en Hollywood, de la mano de Pennington. Se decidió por Pennington debido a la aparente normalidad de aquel hombre. Es decir, Pennington era un aristócrata gentil tan exagerado que ella, una inocente, esto es, una judía, no le consideraba exagerado sino normal, mientras que la mujer gentil habría barruntado eso y lo habría entendido. La mujer gentil de la inteligencia de Eve jamás habría consentido en casarse con él, por mucho que los estudios se empeñaran en que lo hiciera; habría comprendido desde el principio que era un hombre insolente, dañino y desdeñosamente superior al intruso judío.

La aventura fue mal desde el comienzo. Eve no tenía una afinidad natural con el modelo común de aquello que le interesaba, por lo que imitó a un gentil inadecuado. Ella era joven y se instaló rígidamente en el papel, incapaz de improvisar. Una vez establecida la representación, de la A a la Z, temió eliminar cualquiera de sus partes, temió arruinar toda la actuación. No hay introspección y, por lo tanto, no hay posibilidad de efectuar pequeños ajustes. Ella no es la dueña del papel, sino que éste la domina. En el escenario habría sido capaz de llevar a cabo una actuación más sutil. Claro que en el escenario tenía un nivel de conciencia que no siempre mostraba en la vida cotidiana.

Ahora bien, si quieres ser un auténtico aristócrata gentil norteamericano, tanto si lo sientes como si no, fingirás una gran simpatía hacia los judíos. Esa es la manera astuta de actuar. Lo esencial de ser un aristócrata inteligente y refinado es que, al contrario que los demás, te obligas a superar, o dar la impresión de que superas, la reacción despectiva a la diferencia. Todavía puedes odiarlos en privado si lo deseas, pero ser incapaz de relacionarse de una manera natural, amable y amistosa con los judíos pondría moralmente en un compromiso al auténtico aristócrata. Amable y amistosamente… así se relacionaba con ellos Eleanor Roosevelt, lo mismo que Nelson Rockefeller y Averell Harriman. Los judíos no son ningún problema para esa gente. ¿Por qué habrían de serlo? Pero sí que lo son para Carlton Pennington. Y ésa es la tendencia que siguió ella y así es como adoptó unas actitudes que no necesitaba.

Para Eve, como joven esposa, falsamente aristocrática, de Pennington, la transgresión permisible, la transgresión civilizada, no era el judaismo y no podía serlo; la transgresión permisible era la homosexualidad. Hasta que apareció Ira, ella no sólo desconocía lo ofensivos que resultaban todos los pertrechos del antisemitismo, sino también lo perjudiciales que eran para ella. Eve razonaba: «Si detesto a los judíos, ¿cómo es posible que yo sea judía? ¿Cómo puedes odiar lo que eres?».

Odiaba lo que era y el aspecto que tenía. Parecía mentira, pero Eve Frame detestaba su aspecto. Su propia belleza era su fealdad, como si aquella mujer encantadora hubiese nacido con una gran mancha violácea extendida por la cara. La indignación por haber nacido así, la afrenta que representaba, nunca desaparecieron del todo. Ella, como el señor Newman de Miller, tampoco era su cara.

Debes de preguntarte por Freedman. Era un tipo indeseable pero, al contrario que Doris, no era mujer, sino hombre, y rico, y ofreció a Eve protección de cuanto le oprimía tanto, incluso más que del hecho de ser judía.

Era él quien se encargaba de las finanzas de Eve: iba a enriquecerla.

Por cierto, Freedman tenía la nariz muy larga. Lo primero que se te ocurriría pensar es que Eve echaría a correr al verle: un judío menudo y atezado, especulador inmobiliario, provisto de una nariz muy grande, las piernas arqueadas y con zapatos de tacón alto Adler. El tipo ni siquiera tiene acento inglés. Es uno de esos judíos polacos de pelo ensortijado, rojizo y anaranjado, el acento de su país natal, el vigor y el impulso del emigrante bajito y robusto. Tiene un apetito voraz, es un voluminoso bon vivant, pero por grande que tenga la panza, su polla, según todos los informes, es todavía más grande y visible más allá de ella. Freedman, ¿sabes?, es la reacción de Eve a Pennington, como éste fue su reacción a Mueller: te casas una vez con una exageración, y a la vez siguiente te casas con la exageración antitética. La tercera vez se casó con Shylock. ¿Por qué no? Hacia el final de los años veinte las películas mudas casi habían desaparecido, y a pesar de su dicción (o debido a ella, porque en aquellos tiempos era demasiado declamatoria), Eve nunca dio el salto al cine hablado. En 1938 le aterraba la perspectiva de no volver a trabajar, así que recurrió al judío para lo que uno recurre al judío: dinero, negocios y sexo licencioso. Supongo que, durante algún tiempo, él la reanimó sexualmente. No es una simbiosis complicada. Aquello fue una transacción. Una transacción de la que ella salió desplumada.

Tienes que acordarte de Shylock, y también de Ricardo III. Dirías que Lady Anne querrá alejarse cuanto pueda de Ricardo, duque de Gloucester, el monstruo atroz que ha asesinado a su marido. Ella le escupe a la cara.

«¿Por qué me escupes?», le pregunta él. «Ojalá fuese un veneno mortal», replica ella. No obstante, poco después la corteja y la hace suya. «La poseeré», dice Ricardo, «pero no me quedaré con ella mucho tiempo». El poderío erótico de un monstruo repugnante.

La oposición, la resistencia, la manera de conducirse en una discusión o un desacuerdo eran cosas de las que Eve no tenía la menor idea. Pero a diario todo el mundo tiene que oponerse y presentar resistencia a algo. No es necesario que seas un Ira, pero tienes que ser resueltamente tú mismo todos los días. En el caso de Eve, como percibe cada conflicto como un ataque, suena una sirena, una sirena de ataque aéreo, y la razón nunca entra en juego. Estalla de desdén y furia, y al cabo de un instante capitula y se hunde. Es una mujer con una clase de delicadeza y amabilidad superficiales, pero a quien todo la confunde, amargada y envenenada por la vida, por esa hija, por sí misma, por su inseguridad, por su inseguridad absoluta de un momento al siguiente… y Ira se enamora de ella.

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