– Me dijo: «No pierdas el valor».
– Y eso es lo que has perdido, Wondrous. Has perdido el valor en el colegio electoral. Estoy muy sorprendido.
– Mire -replicó ella-, todos ustedes pueden esperar si quieren, pero nosotros tenemos que vivir de alguna manera.
– Me has decepcionado. Peor todavía, has decepcionado a Marva, y decepcionarás a los hijos de Marva. No lo comprendo y nunca lo comprenderé. ¡No, no comprendo a los trabajadores de este país! ¡Lo que detesto con toda mi alma es escuchar a gente que no sabe votar en su propio puñetero interés! ¡Me gustaría tirar al suelo este plato, Wondrous!
– Haga lo que quiera, señor Ringold. El plato no es mío.
– ¡Me enfado tanto con la comunidad negra, con lo que hicieron y dejaron de hacer por Henry Wallace, que me gustaría de veras romper este plato!
– Buenas noches, Ira -le dije, mientras él permanecía allí, amenazando con romper el plato que estaba terminando de secar-. He de volver a casa.
En aquel momento se oyó la voz de Eve desde lo alto de la escalera.
– Ven a despedirte de los Grant, cariño.
Ira fingió que no la oía y se volvió de nuevo hacia Wondrous.
– Mira, Wondrous, muchas son las buenas palabras usadas a modo de chanza en todo un nuevo mundo…
– ¿Ira? Los Grant se marchan. Sube a darles las buenas noches.
De repente, Ira arrojó el plato, lo hizo volar.
– ¡Mamá! -gritó Marva, cuando el plato chocó con la pared, pero Wondrous se encogió de hombros (la irracionalidad incluso de los blancos que se oponían a la segregación racial no le sorprendía) y se puso a recoger los fragmentos, mientras Ira, con la toalla de secar los platos en la mano, subía de tres en tres los escalones y gritaba para que pudieran oírle desde lo alto de la escalera:
– No comprendo, cuando tienes libertad de elección y vives en un país como el nuestro, donde supuestamente nadie te obliga a hacer nada, cómo puede uno sentarse a cenar con ese asesino nazi hijo de puta. ¿Cómo pueden hacer eso? ¿Quién les obliga a sentarse con un hombre cuyo trabajo consiste en perfeccionar algo nuevo para matar a la gente mejor que antes?
Yo estaba detrás de él. No sabía de qué estaba hablando hasta que le vi dirigirse a Bryden Grant, quien estaba en el umbral, con un abrigo Chesterfíeld y un pañuelo de seda, el sombrero en una mano. Grant era un hombre de cara cuadrada y mandíbula prominente, cabello suave y plateado, de espesor envidiable, un cincuentón de recio físico que no obstante, tan sólo por lo apuesto que era, parecía algo poroso.
Ira fue en derechura hacia Bryden Grant y no se detuvo hasta que sus caras estuvieron a pocos centímetros de distancia.
– Grant -le dijo-. Grant, ¿eh? ¿Es ése tu nombre? Eres licenciado universitario, Grant. Un hombre de Harvard, Grant. Un hombre de Harvard y periodista de Hearst, y eres un Grant… ¡de la familia Grant! Es de suponer que sabes algo más que el abecedario. Sé por la mierda que escribes que tu elemento de trabajo consiste en no tener convicciones, pero ¿careces de convicciones sobre todas las cosas?
– ¡Basta, Ira! -Eve Frame se había llevado las manos a la pálida cara, y entonces aferró los brazos de Ira-. Cuánto lo siento, Bryden -dijo, mirando por encima del hombro mientras trataba de empujar a Ira hacia la sala de estar-. Lo lamento terriblemente, no sé…
Pero Ira la hizo a un lado con facilidad.
– Repito: ¿careces de toda convicción, Grant?
– Ésta no es tu mejor faceta, Ira. No estás presentando tu mejor faceta -Grant hablaba con la superioridad de quien desde muy joven había aprendido a no rebajarse defendiéndose verbalmente de un inferior social-. Buenas noches a todos -dijo a la docena, más o menos, de invitados que seguían en la casa y se habían congregado para ver qué era aquella conmoción-. Buenas noches, querida Eve -dijo Grant, dándole un beso, y entonces, volviéndose para abrir la puerta de la calle, tomó a su esposa del brazo y se dispuso a marcharse.
– ¡ Wernher von Braun! -le gritó Ira-. Un ingeniero nazi hijo de puta. Un sucio fascista hijo de puta. Te sientas con él a cenar. ¿Verdad o mentira?
Grant sonrió y, con un perfecto dominio de sí mismo, su tono sereno expresando tan sólo un atisbo de advertencia, le dijo a Ira:
– Lo que está usted haciendo es temerario en extremo, señor.
– Invitas a este nazi a cenar en tu casa. ¿Verdad o mentira? Una gente que trabaja y fabrica cosas para matar ya es bastante mala, pero este amigo tuyo, Grant, fue amigo de Hitler. Trabajó para Adolf Hitler. Tal vez nunca has oído hablar de esto porque la gente a la que quería matar no era Grant, Grant, ¡era gente como yo!
Entretanto Katrina había estado mirando furibunda a Ira, al lado de su marido, y fue ella quien contestó por él. Todo oyente matinal de Van Tassely Grant podría haber supuesto que a menudo Katrina contestaba en nombre de su marido. Así él mantenía un amenazante porte autócrata y ella alimentaba un apetito de supremacía que no se molestaba lo más mínimo en ocultar. Mientras que Bryden se consideraba claramente más intimidante si decía poco y dejaba que la autoridad fluyera de dentro a fuera, Katrina se parecía a Ira en que asustaba al hablar sin pelos en la lengua.
– Nada de lo que estás gritando tiene el menor sentido -Katrina tenía la boca grande y, sin embargo, reparé en que sólo entreabría el centro de los labios para hablar, formando un orificio cuya circunferencia no era mayor que la de una pastilla contra la tos. Por ese agujero expelía las pequeñas y ardientes agujas que constituían la defensa de su marido. Sumida en el hechizo del enfrentamiento -aquello era la guerra-, se erguía impresionantemente escultural, incluso frente a un patán que rebasaba los dos metros de estatura-. Eres ignorante, ingenuo y grosero, un hombre pendenciero, simplón y arrogante, eres un palurdo y desconoces los hechos, desconoces la realidad, no sabes de qué estás hablando, ¡no lo sabes ahora ni lo has sabido nunca! ¡No sabes más que lo que dice el Daily Worker y repites como un loro!
– Von Braun, vuestro invitado a cenar -replicó Ira, a gritos-, ¿no mató a bastantes norteamericanos? ¿Ahora quiere trabajar aquí para matar a los rusos? ¡Estupendo! Matemos a los comunistas para el señor Hearst, el señor Dies y la Asociación Nacional de Fabricantes. A ese nazi no le importa a quién mata, mientras reciba su paga y la veneración de…
Eve lanzó un grito. No era un grito teatral o calculado, sino que en el vestíbulo lleno de invitados bien vestidos, donde, al fin y al cabo, un hombre con medias no hundía su estoque en otro hombre con medias, parecía haber llegado con terrible rapidez un grito cuyo tono era tan horrendo como la nota humana más alta que yo había oído, en un escenario o fuera de él. En el aspecto emotivo, Eve Frame no parecía tener que desplazarse mucho para llegar a donde quería estar.
– Querida -le dijo Katrina, quien se había adelantado para tomar a Eve de los hombros y abrazarla protectoramente.
– Bah, déjala, no le pasa nada -dijo Ira, mientras empezaba a bajar la escalera hacia la cocina-. Está bien.
– No está bien -replicó Katrina-, no debería estarlo. Esta casa no es una sala para mítines políticos -Ira ya había desaparecido de su vista, y la mujer alzó la voz-: ¡Para matones políticos! ¿Tienes que armar una bronca cada vez que abres esa boca que excita a la chusma, tienes que traer a un hogar hermoso y civilizado tus ideas comunistas…?
Ira subió al instante la escalera y se encaró con ella.
– ¡Esto es una democracia, señora Grant! Mis creencias son mis creencias. Si quiere usted conocer las creencias de Ira Ringold, no tiene más que preguntárselas. Me importa un bledo que le gusten o no. ¡Son mis creencias, y me tiene sin cuidado que gusten o no a cualquiera! Pero no, su marido cobra de un fascista, así que todo aquel que se atreva a decir lo que a los fascistas no les gusta oír es comunista, «hay un comunista en nuestro civilizado hogar». Pero si usted tuviera un pensamiento lo bastante flexible para saber que en una democracia la filosofía comunista, cualquier filosofía…
Читать дальше