Entonces Sokolow se limitó a sonreír y, en un tono que me sorprendió por su afabilidad, me dijo:
– Ah, joven Zuckerman. Ésta debe de ser una gran noche para usted.
Hice un gesto de asentimiento, pero volví a sentirme incapaz de hablar, incapaz de preguntarle si tenía algún consejo que darme o alguna crítica de mi obra. Un sentido de la realidad notablemente desarrollado para un muchacho de quince años me informó de que Arthur Sokolow no la había leído.
Cuando salía del dormitorio con mi abrigo, vi que Katrina Van Tassel Grant venía hacia mí desde el baño. Yo era un chico alto para mi edad, pero ella, con zapatos de tacón, lo era mucho más, aunque tal vez habría caído bajo el conjuro de su majestuosidad, habría percibido que ella se consideraba el ejemplo más excelso de tal o cual cosa, aun cuando yo la hubiera superado en dos palmos de altura. Una pésima escritora, así como partidaria de Franco y enemiga de la URSS y, sin embargo, ¿dónde estaba mi aversión cuando la necesitaba? Cuando me oí a mí mismo decir: «Señora Grant, ¿sería tan amable de firmarme un autógrafo para mi madre?», tuve que preguntarme de súbito quién era yo o qué clase de alucinación estaba sufriendo. Mi actitud era peor que la que había tenido con el magnate del tabaco cubano.
La señora Grant, sonriente, me hizo una pregunta destinada a averiguar quién era yo para explicar mi presencia en aquella espléndida casa.
– ¿Eres el novio de Sylphid?
Ni siquiera tuve que pensar en si le diría una mentira.
– Sí.
Ignoraba que parecía lo bastante mayor, pero tal vez los adolescentes eran una especialidad de Sylphid, o tal vez la señora Grant todavía consideraba a Sylphid una chiquilla, o puede que la hubiera visto cuando me besó en la nariz y supuso que ese beso tenía que ver con nosotros dos y no con el hecho de que Abelardo poseyera a Eloísa por undécima vez.
– ¿También eres músico?
– Sí.
– ¿Y qué instrumento tocas?
– El mismo que ella, el arpa.
– Eso es raro en un chico, ¿no?
– No.
– ¿Tienes algo donde pueda escribir? -me preguntó.
– Creo que tengo un trozo de papel en la cartera… -pero entonces recordé que en el interior de la cartera tenía fijada con un alfiler la insignia de «Wallace presidente» que llevé a la escuela, prendida del bolsillo de la camisa, todos los días durante dos meses y de la que, tras las desastrosas elecciones, rehusé desprenderme. Ahora la mostraba como una placa policial cada vez que sacaba dinero para pagar algo-. Me he olvidado la cartera -le dije.
Del bolso adornado con abalorios que ella llevaba, sacó un bloc y una pluma de plata.
– ¿Cómo se llama tu madre?
Me lo había preguntado con toda amabilidad, pero no podía decírselo.
– ¿No lo recuerdas? -inquirió con una sonrisa inofensiva.
– Escriba usted su nombre, por favor. Será suficiente.
Mientras escribía, me preguntó:
– ¿Cuál es tu ocupación, joven?
Al principio no entendí que se refería a qué subespecie humana, desde su encumbrado punto de vista, pertenecía yo. Era absurdo que le preguntara por su ocupación a alguien que sólo podía ser un estudiante.
– No tengo ninguna -le respondí, sin la menor intención de hacerme el gracioso.
¿Por qué aquella mujer me había parecido una estrella incluso superior, más amedrentadora, que Eve Frame? ¿Cómo podía yo, sobre todo tras la disección que de ella y su marido había hecho Sylphid, sentirme tan abrumado por el ansia de admiración que evidenciaba la dama y dirigirme a ella con el tono de un bobo?
El motivo era su poder, naturalmente, el poder de la celebridad. Y también era el poder de quien compartía el de su marido, pues con unas pocas palabras dichas por la radio o una observación en su columna -tan sólo con una elipsis en su columna- Bryden Grant podía hacer y deshacer carreras en el mundo del espectáculo. La Van Tassel Grant poseía el poder escalofriante de alguien a quien la gente siempre sonríe, da las gracias, abraza y aborrece.
¿Pero por qué le lamía el culo? Yo no tenía una carrera en el mundo del espectáculo. ¿Qué tenía que ganar o perder? No me había llevado ni siquiera un minuto abandonar todos los principios, creencias y fidelidades que tenía. Y habría seguido así si ella, misericordiosamente, no hubiera firmado su autógrafo y regresado a la fiesta. Nadie me pedía nada más que hacerle caso omiso, como ella me lo había hecho sin la menor dificultad hasta que le pedí el autógrafo para mi madre. Pero mi madre no coleccionaba autógrafos, y nadie me había obligado a adular servilmente y mentir. Simplemente, eso era lo más fácil; incluso peor que fácil, era automático.
– No pierdas el valor -me había advertido Paul Robeson entre bastidores en el Mosque.
Cuando me dijo eso le estreché la mano orgullosamente, pero había perdido el valor a la primera oportunidad, e inútilmente. No me llevaban a rastras a la comisaría y me golpeaban con una porra. Salí al pasillo con mi abrigo. Eso fue todo lo que necesitó el pequeño Tom Paine para descarrilar.
Bajé la escalera lleno del asco hacia sí mismo de alguien lo bastante joven para creer que cuanto dice debe ser sincero. Habría dado cualquier cosa por tener los recursos para dar media vuelta y de alguna manera poner a la mujer en su lugar, tan sólo por el patetismo de mi actuación. Sin embargo, mi héroe no tardaría en hacer eso, y sin pizca de mi insigne cortesía que diluyera la soberbia imprudencia de su hostilidad. Ira compensaría con creces todo lo que yo había dejado de decir.
Encontré a Ira en la cocina, que estaba en el sótano, secando los platos que habían lavado en el fregadero doble Wondrous, la criada que nos había servido la cena, y una chica más o menos de mi edad que resultó ser su hija y se llamaba Marva. Cuando entré, Wondrous le estaba diciendo a Ira:
– No quise desperdiciar mi voto, señor Ringold. No quise desperdiciar mi precioso voto.
– Díselo tú -me pidió Ira-. Esta mujer no me cree, y no sé por qué. Habíale del Partido Demócrata. No sé cómo una negra puede pensar que el Partido Demócrata dejará de incumplir las promesas que hace a los negros. No sé quién le ha dicho eso ni por qué le hace caso. ¿Quién te lo ha dicho, Wondrous? Yo no he sido. Cono, te lo dije hace seis meses… tus serviles liberales del Partido Demócrata no van a poner fin a la discriminación racial. ¡No son y nunca han sido compañeros de los negros! Había un solo partido en las elecciones al que los negros podían votar, un solo partido que lucha por los desvalidos, un solo partido consagrado a convertir a los negros de este país en ciudadanos de primera clase. ¡Y no era el Partido Demócrata de Harry Truman!
– No podía tirar mi voto, señor Ringold. Eso es lo único que habría hecho. Echar mi voto a la alcantarilla.
– El Partido Progresista nombró a más candidatos negros para desempeñar cargos públicos que cualquier otro partido en toda la historia del país… ¡cincuenta candidatos negros para importantes cargos nacionales en las listas del Partido Progresista! ¡Cargos para cuyo desempeño ningún negro ha sido nombrado jamás, y no digamos que ha ocupado! ¿Es eso tirar el voto a la alcantarilla? Cono, no insultes a tu inteligencia ni a la mía. Me cabreo con la comunidad negra cuando pienso que no habéis sido los únicos en no pensar lo que estabais haciendo.
– Lo siento, pero un hombre que pierde como ese hombre ha perdido no puede hacer nada por nosotros. También tenemos que vivir de alguna manera.
– Bien, votar así ha sido no hacer nada. Peor que nada. Lo que has hecho con tu voto ha sido aupar de nuevo al poder a una gente que va a seguir con la segregación, la injusticia, el linchamiento y el impuesto de capitación mientras vivas, mientras Marva viva, mientras vivan los hijos de Marva. Díselo, Nathan. Has conocido a Paul Robeson. El ha conocido a Paul Robeson, Wondrous, para mí el negro más grande en la historia de Estados Unidos. Paul Robeson le dio la mano, ¿y qué te dijo, Nathan? Dile a Wondrous lo que te dijo.
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