Ciego a las mujeres, ciego a la política, locamente comprometido con unas y otra. Se entrega a todo con el mismo exceso de compromiso. ¿Por qué Eve? ¿Por qué la elige? Lo que más desea en la vida es ser digno de Lenin, Stalin y Johnny O'Day, así que se enreda con ella. Reacciona a los oprimidos en todas las formas, y reacciona a su opresión de una manera equivocada. De no haber sido su hermano, me pregunto hasta qué punto me habría tomado en serio su arrogancia. Bueno, quizá para eso estén los hermanos, para ser sinceros ante las extravagancias.
– Pamela -expelió Murray, tras superar algún pequeño impedimento (la edad de su cerebro) para dar con el nombre-. La mejor amiga de Sylphid era una chica inglesa llamada Pamela. Tocaba la flauta. No llegué a conocerla. Lo que sé me lo contaron. Una vez vi su fotografía.
– Yo vi una vez a Pamela -le dije-. La conocí.
– ¿Era atractiva?
– Tenía quince años y quería que me sucediera algo inaudito. En esas condiciones todas las chicas te parecen atractivas.
– Según Ira, era una belleza.
– Según Eve Frame, una princesa hebrea -repliqué-. Así llamó a Pamela la noche que la conocí.
– ¿Qué más? Ella debía de exaltarlo todo románticamente. La exageración lava la mancha. Si eres una mujer hebrea y esperas ser bien recibida en el hogar de Eve Frame, es mejor que seas una princesa. Ira tuvo una aventura con la princesa hebrea.
– ¿De veras?
– Se enamoró de Pamela y quiso que se escapara con él. Cuando ella tenía el día libre la llevaba a Jersey. Pamela contaba con un pisito en Manhattan, cerca de Little Italy, un paseo de diez minutos desde la calle West Eleventh, pero Ira corría peligro si se presentaba en su casa. Un hombre de su estatura no pasaba desapercibido por la calle, y en aquel entonces representaba su papel de Lincoln en toda la ciudad, gratis en las escuelas y centros por el estilo, y mucha gente en Greenwich Village sabía quién era. En la calle siempre estaba hablando con alguien, averiguaba cómo se ganaban la vida y les decía de qué manera el sistema los exprimía. Así pues, los lunes se iba con la chica a Zinc Town, pasaban allí el día y luego conducía a toda velocidad para estar de regreso a la hora de cenar.
– ¿Eve no acabó por enterarse?
– Nunca lo supo. No lo descubrió.
– Y yo, como era tan jovencito, no podía haberlo imaginado -le dije-. Jamás pensé que Ira fuese un mujeriego. Eso no armonizaba con el disfraz de Lincoln. Le veo tan claramente como era al principio que incluso ahora me resulta increíble.
Murray se echó a reír.
– Tenía entendido que la multiplicidad de facetas increíbles de un hombre era el tema principal de tus libros. Tus novelas nos dicen que absolutamente todo es creíble en un hombre. Las mujeres, claro. Las mujeres de Ira. Tenía una gran conciencia social, con el amplio apetito sexual que la acompaña. Era un comunista tan provisto de conciencia como de una buena polla.
Cuando ese aspecto mujeriego me disgustó, Doris también salió en su defensa. Doris, de quien habrías dicho que, a juzgar por la clase de vida que llevaba, sería la primera en condenarle. Pero ella tenía una comprensión de cuñada, afable, sí, acerca de la debilidad de Ira por las mujeres, su punto de vista era de una afabilidad sorprendente. Doris no era tan corriente como parecía. No era tan corriente como Eve Frame la consideraba. Tampoco era una santa. El desprecio de Eve hacia Doris también tenía que ver con ese punto de vista benevolente. ¿Qué le importa a Doris? Ira está traicionando a esa prima donna… bien, a ella le tiene sin cuidado. «Un hombre atraído continuamente por las mujeres, y éstas atraídas por él. ¿Y eso es malo?», me preguntó Doris. «¿No es humano? ¿Acaso ha matado a una mujer? ¿Ha robado a alguna mujer? No. ¿Qué es tan reprobable?» Mi hermano sabía muy bien cómo satisfacer ciertas necesidades. En cambio, había otras para las que era un inútil total.
– ¿Qué otras?
– La necesidad de elegir contra qué luchas. Eso no podía hacerlo. Tenía que luchar contra todo, en todos los frentes, constantemente. En aquel entonces había muchos judíos enojados como Ira. Judíos enojados a lo largo y ancho del país, que luchaban por una cosa u otra. Uno de los privilegios de ser norteamericano y judío era que podías enfadarte con el mundo a la manera de Ira, mostrarte agresivo al afirmar tus creencias y no dejar ningún insulto sin venganza. No tenías que encogerte de hombros y resignarte, no tenías que poner sordina a nada. Ser norteamericano con tu propia inflexión de voz ya no era tan difícil. Sólo tenías que salir a la calle y argumentar tus ideas. Ésa es una de las grandes cosas que Estados Unidos dio a los judíos… les dio su enojo, sobre todo a nuestra generación, la de Ira y mía, en especial después de la guerra. Los Estados Unidos a los que volvimos nos ofrecían un lugar donde cabrearte al máximo. Judíos cabreados en Hollywood, judíos cabreados en la rama textil. Los abogados, los judíos cabreados en la sala de justicia. En todas partes. En la cola del pan, en el estadio de béisbol, en el campo de fútbol. Judíos cabreados en el Partido Comunista, tipos que podían ser beligerantes y hostiles. Tipos que, además, eran capaces de emprenderla a puñetazos. Estados Unidos era un paraíso para los judíos cabreados. El judío tímido y vergonzoso seguía existiendo, pero no tenías que serlo si no querías.
Mi sindicato… mi sindicato no era el de los profesores, era el sindicato de los judíos enojados. Estaban organizados. ¿Sabes cuál es su lema? Judíos enojados desde la Segunda Guerra Mundial. Claro que existen los judíos afables, los judíos que se ríen cuando no deben, los que rebosan de amor hacia todo el mundo, los que te dicen que nunca se habían sentido tan conmovidos, los que afirman que sus papas eran unos santos, los que afirman que se desviven por sus hijos bien dotados, los que comentan que están escuchando a Itzhak Perlman [10]sin que puedan contener las lágrimas, el judío divertido que siempre está haciendo juegos de palabras, el bromista infatigable… pero no creo que escribas semejante libro.
La taxonomía de Murray me hizo reír, y él me secundó. Pero al cabo de un momento su risa se deterioró, convirtiéndose en tos.
– Será mejor que me sosiegue -comentó-. Tengo noventa años. Será mejor que vaya al grano.
– Me estabas hablando de Pamela Solomon.
– Pues sí -dijo Murray-, finalmente tocó la flauta con la Orquesta Sinfónica de Cleveland, lo sé porque cuando aquel avión se estrelló en los años sesenta, o quizá fue en los setenta, sea como fuere, viajaba a bordo una docena de miembros de la Sinfónica de Cleveland, y Pamela Solomon figuraba entre los muertos. Parece ser que era una artista con mucho talento. Cuando empezó a vivir en Estados Unidos era también un poco bohemia. Pertenecía a una familia de judíos londinenses, muy formal y asfixiante, su padre un médico más británico que los británicos. Pamela no soportaba las convenciones de su familia, y por eso se trasladó a Estados Unidos. Estudió en Juilliard y, recién liberada de la reprimida Inglaterra, se entusiasmó con la irreprimible Sylphid, su cinismo, su refinamiento, su descaro americano. Le impresionó la lujosa casa de Sylphid, tanto como la madre de ésta, actriz de cine. Como se encontraba en Norteamérica sin madre, le reconfortó que Eve la tomara bajo su protección. Aunque sólo vivía a unas manzanas de distancia, las noches en que visitaba a Sylphid acababa quedándose a cenar y dormir en la casa. Por la mañana, en la cocina, iba de un lado a otro en camisa de dormir, preparaba el desayuno y fingía que ni ella ni Ira tenían genitales.
Y Eve se lo cree, trata a la encantadora y joven Pamela como a su princesa hebrea y nada más. El acento inglés arrastra al estigma semítico, y en conjunto le alegra tanto que Sylphid tenga una amiga con tanto talento y buenos modales, le alegra tanto que Sylphid tenga cualquier amiga, que no pasa por su mente el resultado de ese movimiento de los pechos de Pamela bajo la camisa de dormir cuando sube y baja la escalera.
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