Philip Roth - Me Casé Con Un Comunista

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El sueño americano se convierte en pesadilla.
En plena caza de brujas, durante la era McCarthy, Iron Rinn -cavador de zanjas primero, actor radiofónico más tarde- ve cómo tras participar en la Segunda Guerra Mundial, comprometido en la lucha por un mundo mejor, termina en la lista negra, desempleado y perseguido por el fanatismo ideológico.
En este camino tendrá un papel fundamental la exquisita actriz Eve Frame. El matrimonio de ambos se transformará: de idilio fascinante y perfecto pasará a ser un tremendo y cruel culebrón. Y cuando ella revele a la prensa las relaciones de Iron con la URSS, el apogeo de la traición y la venganza se materializarán en el escándalo nacional y la ruina personal. El hermano de Iron, Murray, será quien cuente esta historia años más tarde.
Philip Roth, el autor de Pastoral americana y La mancha humana, vuelve a explorar y a retratar con ironía, sinceridad y vehemencia los conflictos de la sociedad norteamericana del siglo XX.

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Ella y Ira tienen la obligatoria discusión sobre la conciencia de clase, y él le dice que Marx instaba a los trabajadores como los Párn a arrebatar el capital a la burguesía y organizarse como la clase dirigente, controlando los medios de producción, pero Helgi no acepta nada de eso. Ella es estonia, los rusos han ocupado Estonia y la han convertido en una república soviética, por lo que es instintivamente anticomunista. Para ella sólo existe un país libre, los Estados Unidos de América. ¿Dónde si no una chica campesina inmigrante, sin educación, bla, bla, bla? Para Ira, esas mejoras son cómicas. De ordinario, su sentido del humor no da mucho de sí, pero por lo que respecta a Helgi es una excepción. Piensa que tal vez debería haberse casado con ella. Tal vez esta palurda grandullona y bondadosa a quien no espanta la realidad era su alma gemela, a la manera en que Donna Jones fue su alma gemela: debido a su lado bravio, debido a la faceta díscola de su carácter.

Sin duda, el talante codicioso de la mujer le estimulaba. «¿Qué es esta semana, Helgi?» Ella no cree que eso sea prostitución, que sea siniestro; se trata de una mejora, ni más ni menos. La realización del sueño norteamericano de Helgi. Estados Unidos es la tierra de las oportunidades, los clientes de la masajista la aprecian y una chica tiene que ganarse la vida, así que tres veces a la semana se presentaba después de la cena, con el aspecto de una enfermera (vestido blanco almidonado, medias blancas, zapatos blancos) y provista de una mesa plegable, una mesa de masaje. Instala la mesa en el estudio, ante el escritorio, y aunque él era tan alto que la mesa se quedaba corta y las piernas le sobresalían dos palmos, se estiraba allí y, durante una hora, ella le masajeaba de una manera muy profesional. Esos masajes aportaban a Ira el único alivio auténtico que jamás tuvo de sus dolores.

Entonces, sin quitarse el uniforme blanco, de la manera más profesional, la mujer concluía con algo que le proporcionaba más alivio. Un espléndido chorro brotaba del pene de Ira, y la prisión se disolvía momentáneamente. Ese chorro contenía toda la libertad que le quedaba a Ira. El combate de toda la vida para ejercitar plenamente sus derechos políticos, civiles y humanos había evolucionado hasta consistir en correrse, por dinero, en aquella estonia cincuentona con un diente de oro mientras abajo, en la sala de estar, Eve escuchaba a Sylphid tocar el arpa.

Es posible que Helgi fuese una mujer guapa, pero su frivolidad era evidente. Hablaba un inglés que no estaba en plena forma y, como digo, siempre había un arroyuelo de vodka gorgoteando por sus venas. En conjunto, todo esto le daba un aura de persona bastante lerda. Eve le puso el apodo de la Campesina, y así la llamaban en la calle West Eleventh, pero Helgi Párn no era ninguna campesina. Tal vez superficial, pero no lerda. Helgi sabía que Eve la consideraba una bestia de carga. Eve no se molestaba en ocultarlo, no creía que debiera hacerlo con una masajista, una persona inferior, y la masajista inferior la despreciaba por ello. Cuando Helgi le hacía el francés a Ira y Eve estaba en la sala, escuchando el arpa, la estonia se divertía imitando la manera melindrosa y elegante en que suponía que Eve se la chupaba. Tras la inexpresiva máscara báltica, había un ser osado que sabía cuándo y cómo debía golpear a sus desdeñosos superiores. Y cuando golpeó a Eve, lo echó todo abajo. Cuando tenía vodka en la sangre, Helgi no estaba dispuesta a contenerse.

– La venganza -concluyó Murray-. No hay sentimiento más grande ni más pequeño en el ser humano, no hay nada tan audazmente creativo incluso en las personas más corrientes como el funcionamiento de la venganza, y nada es tan cruelmente creativo incluso en los más refinados de los refinados como el funcionamiento de la traición.

Estas últimas palabras me hicieron volver a la clase de inglés de Murray Ringold: el resumen que hacía el profesor, el señor Ringold absorto en la recapitulación, antes de que finalizara la clase, sintetizando su tema; el señor Ringold dando a entender, por su tono categórico y su cuidada exposición, que «la venganza y la traición» muy bien podría ser la respuesta a una de sus «veinte preguntas» semanales.

– Recuerdo que en el ejército me hice con la Anatomía de la melancolía de Burton y la leía cada noche, la leí por primera vez en mi vida cuando nos adiestrábamos en Inglaterra para invadir Francia. Ese libro me encantó, Nathan, pero me dejó perplejo. ¿Recuerdas lo que dice Burton acerca de la melancolía? Dice que cada uno de nosotros tiene la predisposición a experimentarla, pero algunos adquirimos el hábito de la melancolía. ¿Cómo adquieres el hábito? Este es un interrogante al que Burton no responde. Ese libro suyo no lo dice, y por ello tuve que planteármelo durante la invasión, me lo pregunté hasta descubrirlo gracias a la experiencia personal.

Adquieres el hábito al ser traicionado. La traición es la causante. Piensa en las tragedias. ¿Qué es lo que causa la melancolía, el delirio, el derramamiento de sangre? Ótelo, Hamlet, Lear, todos traicionados. Incluso podríamos decir que Macbeth sufre la traición. Claro que, como se traiciona él mismo, el caso es distinto. Los profesionales que han dedicado sus energías a enseñar las obras maestras, los pocos de nosotros a quienes aún nos absorbe el escrutinio de las cosas que hace la literatura no tenemos ninguna excusa para encontrar la traición en cualquier parte que no sea el mismo corazón de la historia. La historia de arriba abajo. La historia mundial, la historia familiar, la historia personal. La traición es un gran tema. Sólo tienes que pensar en la Biblia. ¿De qué trata ese libro? Esaú, los habitantes de Siquem, Judá, José, Moisés, Sansón, Samuel, David, Urías, Job… todos traicionados. ¿Quién traicionó a Job? Pues el mismísimo Dios. Y Dios traicionado. Traicionado por nuestros antepasados a cada oportunidad.

6

A mediados de agosto de 1950, sólo unos días antes de que me marchara de casa para estudiar el primer curso de carrera en la Universidad de Chicago (en realidad, de que me marchara para siempre), tomé el tren y fui a pasar una semana con Ira en el campo del condado de Sussex, como lo hiciera el año anterior cuando Eve y Sylphid estaban en Francia, visitando al padre de la arpista, y cuando mi propio padre se entrevistó con Ira antes de darme permiso para ir. Aquel segundo verano llegué tarde a la estación rural, la cual se hallaba a ocho kilómetros de la cabana de Ira, por una estrecha carretera secundaria que discurría entre los prados donde pacían los rebaños de las granjas lecheras. Ira me esperaba en el Chevrolet cupé.

A su lado, en el asiento delantero, se sentaba una mujer de uniforme blanco, a quien me presentó como la señora Párn. Esta había viajado aquel mismo día desde Nueva York para suavizarle el cuello y los hombros, y estaba a punto de regresar en el próximo tren con destino al Este. Traía una mesa plegable, y recuerdo que bajó del coche y la sacó del portaequipajes sin ayuda. Eso es lo que recuerdo, la fuerza con que alzó la mesa, que vestía uniforme blanco y medias blancas, que ella le llamaba «señor Rinn» y él a ella «señora Párn». No observé que tuviera nada especial excepto su fuerza. Apenas me fijé en ella. Y después de que hubiera bajado del coche y, con la mesa a cuestas, se hubiera acercado a la vía donde el tren local la llevaría a Newark, nunca más volví a verla. Yo tenía diecisiete años. Aquella mujer me pareció mayor, higiénica y sin importancia.

En junio, una lista de ciento cincuenta y un profesionales de radio y televisión supuestamente relacionados con «causas comunistas» había aparecido en una publicación llamada Red Channels, y había originado una serie de despidos que extendieron el pánico en la industria de la radiodifusión. Sin embargo, el nombre de Ira no figuraba en esa lista, como tampoco el de ninguno de los participantes en Los libres y los valientes. Yo no tenía la menor idea de que probablemente lo habían exceptuado debido al aislamiento que le procuraba estar casado con Eve Frame, y porque ésta, a su vez, estaba protegida (por Bryden Grant, informador de los redactores de Red Channels) de la sospecha que automáticamente podría haber recaído sobre ella como esposa de un hombre con la reputación de Ira. Al fin y al cabo, Eve había asistido con Ira a más de un acto político que, en aquellos días, podría haber puesto en entredicho su lealtad a Estados Unidos. No eran necesarias muchas pruebas incriminatorias (en casos de identidad errónea, no hacía falta ninguna), incluso para una persona tan poco comprometida políticamente como Eve Frame, para que la etiquetaran como «frentista» y acabara sin trabajo.

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