Philip Roth - Me Casé Con Un Comunista

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El sueño americano se convierte en pesadilla.
En plena caza de brujas, durante la era McCarthy, Iron Rinn -cavador de zanjas primero, actor radiofónico más tarde- ve cómo tras participar en la Segunda Guerra Mundial, comprometido en la lucha por un mundo mejor, termina en la lista negra, desempleado y perseguido por el fanatismo ideológico.
En este camino tendrá un papel fundamental la exquisita actriz Eve Frame. El matrimonio de ambos se transformará: de idilio fascinante y perfecto pasará a ser un tremendo y cruel culebrón. Y cuando ella revele a la prensa las relaciones de Iron con la URSS, el apogeo de la traición y la venganza se materializarán en el escándalo nacional y la ruina personal. El hermano de Iron, Murray, será quien cuente esta historia años más tarde.
Philip Roth, el autor de Pastoral americana y La mancha humana, vuelve a explorar y a retratar con ironía, sinceridad y vehemencia los conflictos de la sociedad norteamericana del siglo XX.

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Pero yo no sabría el papel que tuvo Eve en la difícil situación de Ira hasta unos cincuenta años después, cuando Murray me habló de ello en mi casa. En la época en que tuvieron lugar los acontecimientos, mi teoría era que no habían ido a por él porque temían su violenta reacción, temían lo que entonces me parecía su indestructibilidad. Pensaba que los redactores del Red Channels temían que, si le provocaban, Ira pudiera derribarlos con una sola mano. Incluso tuve un momento romántico, mientras Ira me hablaba de Red Channels durante nuestra primera comida juntos, en el que imaginé la cabana en Pickax Hill Road como uno de esos austeros campos de entrenamiento en plena naturaleza de Jersey donde los pesos pesados solían pasar varios meses antes de la gran pelea. Allí el peso pesado era Ira.

– Quienes van a establecer los criterios del patriotismo en mi profesión son tres policías del FBI. Tres ex agentes del FBI, Nathan, ésos son los que dirigen esa operación de Red Channels. Tres individuos cuya fuente de información preferida es el Comité Doméstico de Actividades Antinorteamericanas decidirán quién ha de trabajar en la radio y quién no. Ya verás lo valientes que se muestran los jefes ante esta basura. Observa cómo el sistema de beneficios se mantiene firme contra la presión. Libertad de pensamiento, de expresión, proceso legal establecido… todo eso a hacer puñetas. Destruirán a la gente, amigo. No son sus medios de vida lo que van a perder, sino la vida. La gente va a morir. Enfermarán y morirán, saltarán desde lo alto de los edificios y morirán. Cuando esto haya terminado, la gente relacionada en esa lista acabará en campos de concentración, por cortesía de la preciosa Ley de Seguridad Interna del señor McCarran. Y si estalla la guerra con la Unión Soviética, y no hay nada que el ala derecha de este país desee más que una guerra, McCarran se ocupará personalmente de ponernos a todos tras las alambradas.

La lista ni hizo callar a Ira ni hizo que, como tantos de sus colegas, corriera para ponerse a cubierto. Sólo una semana después de que se publicara la lista, estalló de repente la guerra de Corea, y en una carta al viejo Herald Tribune, Ira (firmándola provocativamente como el Iron Rinn de Los libres y los valientes) había expresado en público su oposición a lo que denominaba la tan esperada confrontación decisiva de la posguerra entre el capitalismo y el comunismo y, con ello, «la maníaca preparación del escenario para el horror atómico de la Tercera Guerra Mundial y la destrucción de la humanidad». Esa era la primera carta de Ira al director de un periódico desde que escribiera desde Irán al Star and Stripes acerca de la injusticia de la segregación racial de los soldados, y era algo más que una encendida declaración contra la guerra con la Corea del Norte comunista, puesto que implicaba un flagrante y calculado acto de resistencia contra Red Channels y su objetivo, que no consistía tan sólo en una purga de comunistas, sino que también amenazaba con reducir a una sumisión silenciosa a los profesionales de las ondas liberales e izquierdistas no comunistas.

Durante toda la semana que pasé en la cabana, en agosto de 1950, Ira no habló prácticamente más que de Corea. En mi visita anterior, casi todas las noches Ira y yo nos habíamos tirado en desvencijadas sillas de playa, rodeados por velas de esencia de limoncillo para repeler a los mosquitos y jejenes (la fragancia a limón de aquellas velas me recordaría para siempre a Zinc Town) y, mientras yo contemplaba las estrellas, Ira me contaba toda clase de anécdotas, unas nuevas y otras repetidas, acerca de su época de minero, en la adolescencia, los tiempos de la depresión, cuando era un vagabundo sin hogar, sus aventuras en tiempo de guerra como estibador del ejército norteamericano, en la base de Abadán, en el Shatt-al-Arab, el río que, cerca del Golfo Pérsico, más o menos separa Irán de Iraq. Yo nunca había conocido a nadie que hubiera participado en tantos episodios de la historia de Estados Unidos, que estuviera tan familiarizado con la mayor parte de la geografía norteamericana, que se hubiera visto las caras con tantos delincuentes norteamericanos. Nunca había conocido a nadie tan inmerso en sus circunstancias históricas o tan definido por ellas. O tiranizado por ellas, tanto su vengador como su víctima y su herramienta. Imaginar a Ira al margen de sus circunstancias históricas era imposible.

Para mí, durante aquellas noches en la cabana, la Norteamérica que era mi herencia se manifestaba en forma de Ira Ringold. Lo que Ira decía, aquel flujo de odio y amor que ni era del todo límpido ni dejaba de estar repetido, me provocaba exaltados anhelos patrióticos de conocer personalmente la América que se extendía más allá de Newark, encendía aquellas mismas pasiones de hijo del país que experimenté en mi infancia, durante la guerra, que en la adolescencia habían fomentado Howard Fast y Norman Corwin y que, al cabo de uno o dos años, serían mantenidas por las novelas de Thomas Wolfe y John Dos Passos. El segundo año que visité a Ira, allá en las colinas de Sussex, al final del verano, empezó a hacer un fresco delicioso por la noche, y yo alimentaba las rugientes llamas de la chimenea con leña que había partido al sol por la mañana, mientras Ira, en pantalones cortos, calzando unas desgastadas zapatillas de baloncesto y una descolorida camisa verde oliva de su época militar, tomaba el café de una taza vieja y desportillada, con todo el aspecto del arquetípico jefe de niños exploradores, el hombretón con talento innato a quien los muchachos adoran, capaz de vivir de lo que produce la tierra, espantar al oso y velar para que tu hijo no se ahogue en el lago, y hablaba por los codos acerca de Corea en un tono de protesta y disgusto que con toda probabilidad no oirías alrededor de la fogata en ninguna otra acampada del país.

– No puedo creer que a ningún ciudadano norteamericano con dos dedos de frente se le ocurra pensar que tropas comunistas de Corea del Norte embarcarán para recorrer nueve mil kilómetros e invadir Estados Unidos. Pero eso es lo que la gente dice: «Hay que tener cuidado con la amenaza comunista. Van a invadirnos». Truman está enseñando su fuerza a los republicanos, eso es lo que se propone, de eso se trata, ni más ni menos. Mostrar su fuerza a costa de los pobres coreanos. Vamos allá, vamos a bombardear a esos hijos de puta, ¿comprendes? Y todo para sostener a ese fascista vuestro, Syngman Rhee. El admirable presidente Truman, el admirable general McArthur. Los comunistas, los comunistas… No el racismo de este país, no las desigualdades de este país. ¡No, el problema son los comunistas! Cinco mil negros han sido linchados en este país y todavía no han condenado a un solo linchador. ¿Tienen los comunistas la culpa? Noventa negros han sido linchados desde que Truman llegó a la Casa Blanca, llenándose la boca con los derechos civiles. ¿Tienen la culpa de eso los comunistas o el fiscal general de Truman, el admirable señor Clark, quien recurre a la escandalosa persecución, en una sala de justicia norteamericana, de doce dirigentes del Partido Comunista y les arruina cruelmente la vida por sus creencias, pero cuando se trata de los linchadores se niega a mover un dedo? Hagamos la guerra a los comunistas, enviemos a nuestros soldados a luchar contra los comunistas… ¡y adondequiera que vayas, alrededor del mundo, los primeros en morir en la lucha contra el fascismo son los comunistas! Los primeros en luchar por los negros, por los obreros…

Todo eso ya lo había oído antes, las mismas palabras, innumerables veces, y hacia el final de mi semana de vacaciones no deseaba más que dejar de escucharle y marcharme a casa. En esta ocasión, la estancia en la cabana no había sido para mí como el primer verano. Apenas tenía un atisbo de lo acosado que se sentía Ira en todos los frentes, de lo comprometida que veía su provocadora independencia (imaginando todavía que mi héroe se disponía a encabezar y ganar la lucha radiofónica contra los reaccionarios de Red Channels), no podía comprender el temor y la desesperación, la creciente sensación de fracaso y aislamiento que alimentaba la indignación y el ansia de justicia de Ira.

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