La señora Trentham retrocedió, sin apartar los ojos de él.
– No vale la pena repetir lo que averigüé sobre mi padre allí. No entraré en detalles, pues sospecho que sabes tanto como yo.
La señora Trentham no le quitaba los ojos de encima, a medida que se iba recuperando.
– A menos, por supuesto, que quieras saber dónde habían pensando enterrar su cuerpo en un principio, porque desde luego no era en el panteón familiar de Ashurst.
– ¿Qué quieres? -repitió ella.
– Como ya te he dicho, abuela, he venido a hacer un trato.
– Te escucho.
– Quiero que abandones tus planes de construir esos espantosos edificios de Chelsea Terrace, y que al mismo tiempo renuncies a tus objeciones hacia el detallado permiso de construcción solicitado por «Trumper's».
– Jamás.
– En ese caso, me temo que ha llegado el momento de informar al mundo sobre los auténticos motivos de tu venganza contra mi padre.
– Eso perjudicaría a tu madre tanto como a mí -insistió la señora Trentham, acomodándose sobre los almohadones del sofá.
– Oh, yo no pienso lo mismo, abuela, en especial cuando la prensa se entere de que mi padre abandonó el ejército sin una honrosa despedida, y que murió en Melbourne más tarde en circunstancias aún menos afortunadas…, a pesar de que se le permitió descansar en un tranquilo pueblecito del Berkshire, después de que transportaras su cadáver en barco a Inglaterra, diciendo a tus amigos que se dedicaba con éxito al comercio de ganado y que murió trágicamente de tuberculosis.
– Pero eso es un chantaje.
– Oh, no, abuela, tan sólo un preocupado y desconcertado hijo, desesperado al descubrir lo que le sucedió realmente a su añorado padre, y conmocionado al descubrir la verdad oculta tras el secreto de los Trentham. Sospecho que la prensa describiría el incidente como una «sucia rivalidad familiar». Lo único seguro es que mi madre saldría oliendo a rosas, aunque no estoy seguro de cuánta gente querría seguir jugando al bridge contigo después de conocer los detalles más relevantes.
La señora Trentham se levantó al instante, apretó los puños y avanzó hacia él con aire amenazador. Daniel no retrocedió ni un paso.
– Ahórrate la histeria, abuela. No olvides que lo sé todo sobre ti.
Era muy consciente de que no sabía casi nada.
La señora Trentham se detuvo, retrocedió un poco y se hundió de nuevo en el sofá.
– ¿Y si accedo a tus demandas?
– Saldré de esta sala y nunca más volverás a saber de mí. Te doy mi palabra.
La mujer exhaló un largo suspiro y permaneció un rato en silencio.
– Tú ganas -dijo por fin, con voz notablemente serena-, pero exijo una condición a cambio de mi aceptación.
Sus palabras cogieron a Daniel por sorpresa. No había pensado que exigiría condiciones.
– ¿Cuál es? -preguntó, con aire suspicaz.
Escuchó con suma atención su petición y, aunque desconcertado, no la consideró alarmante.
– Acepto tus condiciones -dijo por fin.
– Por escrito -puntualizó ella en voz baja-. Y ahora.
– En tal caso, también exijo que nuestro acuerdo conste por escrito -replicó Daniel, intentando no perder terreno.
– De acuerdo -se limitó a decir ella.
La señora Trentham se levantó del sofá y caminó con paso inseguro hacia su escritorio. Se sentó y sacó dos hojas de papel del cajón central. Escribió los diferentes acuerdos en tinta púrpura y se los entregó a Daniel para que los examinara. Éste leyó las hojas lentamente. La mujer había reflejado todos los puntos que él le había exigido, sin dejarse nada, incluyendo la prolija cláusula sobre la que había insistido. Daniel asintió con la cabeza y le devolvió las hojas.
Ella firmó las dos copias y le pasó a Daniel su pluma. Él, a su vez, estampó su firma bajo la de ella en las dos hojas. La señora Trentham entregó uno de los acuerdos a Daniel y agitó la campanilla que colgaba junto a la repisa de la chimenea. El mayordomo reapareció un momento después.
– Gibson, necesitamos que firme como testigo en dos documentos. En cuanto lo haya hecho, el caballero se marchará -anunció.
El mayordomo firmó en ambas hojas sin hacer comentarios ni cambiar la expresión de su cara.
Daniel se encontró en la calle momentos más tarde; tenía la inquietante sensación de que las cosas no habían ido exactamente de la forma que esperaba. Una vez en el taxi que le conducía de vuelta al hotel Dorchester, releyó la hoja que ambos habían firmado. No podía pedir más, pero la cláusula que la señora Trentham había insistido en añadir le desconcertaba, porque carecía de sentido para él. Desechó la sensación de inquietud y pensó en otras cosas.
Llegó al hotel Dorchester, subió a la habitación 309, cerró con llave la puerta, se quitó el uniforme y adoptó de nuevo sus ropas normales. Se sintió limpio por primera vez aquel día. Guardó el uniforme y la gorra en el maletín, bajó a recepción, entregó la llave, pagó la factura y se marchó.
Otro taxi le devolvió a Kesington, donde el peluquero se sintió decepcionado cuando su nuevo cliente le dijo que hiciera desaparecer toda señal de aclarado, le enderezara las ondulaciones y volviera a cambiar la raya de lado.
Daniel se detuvo en un edificio abandonado de Pimlico antes de regresar a casa. Allí se desembarazó del uniforme y la gorra y prendió fuego a la fotografía.
Se estremeció mientras veía desaparecer a su padre en una llamarada púrpura.
SEÑORA TRENTHAM
1938-1948
– Mi propósito al invitarte este fin de semana a Yorkshire es informarte con todo detalle de la decisión que he tomado respecto a ti en mi testamento.
Mi padre estaba sentado detrás de su escritorio, en tanto yo me había acomodado en una butaca de piel frente a él, la que mi madre siempre había utilizado. Le observé mientras introducía con gran cuidado un poco de tabaco en la cazoleta de su pipa de brezo, y me pregunté qué iba a decir. Tardó bastante en volverme a mirar de nuevo.
– He decidido legar todas mis propiedades a Daniel Trumper -anunció.
Me quedé tan estupefacta ante sus palabras que tardé algunos segundos en poder hablar.
– Pero, padre, ahora que Guy ha muerto, Nigel es el legítimo heredero.
– Daniel habría sido el legítimo heredero si tu hijo se hubiera comportado como un caballero. Guy tenía que haber regresado de la India para contraer matrimonio con la señorita Salmon en cuanto recibió la noticia de que estaba embarazada.
– Pero Trumper es el padre de Daniel -protesté yo-. Siempre lo ha admitido. La partida de nacimiento…
– Nunca lo ha negado, lo admito, pero no me tomes por idiota, Ethel. La partida de nacimiento sólo demuestra que, al contrario que mi nieto, Charlie Trumper posee cierto sentido de la responsabilidad. En cualquier caso, aquellos de nosotros que vimos a Guy en sus años de formación y hemos seguido también los progresos de Daniel no podemos albergar dudas sobre la auténtica relación entre los dos hombres.
Yo no estaba segura de haber escuchado bien las palabras de mi padre.
– ¿Quieres decir que has visto a Daniel Trumper?
– Oh, sí -replicó, cogiendo una caja de cerillas que había sobre el escritorio-. Procuré visitar San Pablo en dos ocasiones diferentes. Una, cuando el chico tocaba en un concierto. Le estuve observando de cerca durante dos horas… Era bastante bueno, de hecho. Y la segunda vez, un año después, el Día de los Fundadores, en que recibió el galardón de matemáticas Newton. Le observé durante toda la tarde, mientras acompañaba a sus padres en una recepción que tenía lugar en el jardín del rector. Te aseguro que no sólo se parece a Guy, sino que ha heredado algunos gestos de su padre.
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