Jeffrey Archer - Como los cuervos

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No le fue fácil a Charlie alcanzar el objetivo de amasar una fortuna; sin embargo algo había en él que le hacía un predestinado al triunfo y, como apreciará el lector, este algo tiene mucho que ver con su capacidad de trabajo, astucia, coraje, ganas de aprender y un maravilloso abuelo -el de más fino olfato para la venta- que le guió con su ejemplo en sus primeros tiempos.
Desde las primeras páginas la historia se convierte en una trepidante aventura sobre el mundo de los negocios, en una ascensión ilusionada desde la humilde situación de vendedor de verduras callejero hasta la realización de un gran proyecto empresarial: es la historia de un tendero que metido a negociante termina creando una importante red de establecimientos comerciales mientras van desfilando los grandes acontecimientos de este siglo.

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Daniel dio las gracias a su amigo. Tras meditar sobre el problema al que se enfrentaba, llegó a la inevitable conclusión de que el éxito o fracaso de las ambiciones de Charlie dependían por completo de la señora Trentham. A menos que él pudiera…

Durante toda la semana siguiente pasó una gran cantidad de tiempo en la cabina telefónica situada en la esquina de Chester Square, pero sin hacer ni una sola llamada. El resto del día lo empleó en seguir por la capital a una dama impecablemente vestida, de obvia autoconfianza y presencia, intentando no ser visto pero tratando a menudo de echar un vistazo a su aspecto, a sus maneras y al mundo en que vivía.

Pronto descubrió que sólo tres cosas parecían ser sagradas para la ocupante de Chester Square, 14. Primero, las entrevistas con sus abogados de Lincoln's Inn Fields, que solían tener lugar cada dos o tres días, pero nunca de forma regular. Segundo, sus partidas de bridge, celebradas siempre a la misma hora, tres días a la semana: los lunes en Cadogan Place, 9; los miércoles en la avenida Sloane, 117, y los viernes en su casa de Chester Square. El mismo grupo de mujeres maduras parecía acudir a los tres domicilios. Tercero, las ocasionales visitas a un mugriento hotel de South Kensington, donde se sentaba en el rincón más oscuro del salón de té y sostenía conversaciones con un hombre que, en opinión de Daniel, era el acompañante menos adecuado para la hija de sir Raymond Hardcastle. No le trataba como a un amigo, desde luego, ni siquiera como a un socio, y jamás averiguó de qué hablaban.

Al cabo de dos semanas decidió que el mejor momento para llevar a cabo su plan sería el viernes anterior a su regreso a Cambridge. Con este fin, pasó una mañana en una sastrería especializada en uniformes militares; por la tarde redactó un guión, y por la noche ensayó lo que había escrito. A continuación, hizo varias llamadas telefónicas, incluyendo una a Spinks, el especialista en medallas, quien le garantizó que cumpliría a tiempo su encargo. Las dos últimas mañanas, una vez seguro de que sus padres se hallaban ausentes, efectuó un completo ensayo, con atavío incluido, en la intimidad de su dormitorio.

Daniel necesitaba estar seguro de que no sólo pillaría por sorpresa a la señora Trentham, sino de que seguiría confusa durante los veinte minutos que, según sus cálculos, necesitaría para rematar su plan.

Durante el desayuno del viernes, Daniel confirmó que sus padres no volverían a casa hasta pasadas las seis de la tarde. Accedió a cenar los tres juntos por la noche, antes de volver a Cambridge. Esperó pacientemente a que su padre se marchara hacia Chelsea Terrace, pero aún tuvo que aguardar media hora más a irse porque una llamada telefónica retuvo a su madre, cuando ya iba a salir.

La conversación terminó y se fue a trabajar. Daniel salió de la casa veinte minutos más tarde, con un maletín en el que guardaba el uniforme comprado el día anterior en Johns & Pegg. Recorrió tres manzanas en dirección contraria, y paró un taxi.

Entró en el museo de los Fusileros Reales y examinó la foto de su padre durante unos minutos. Tenía el cabello más ondulado que el suyo, y parecía algo más rubio. Daniel esperó a que el director del museo le diera la espalda y después, con cierta sensación de culpa, cogió la foto y la guardó en el maletín.

Cogió un taxi y acudió a un peluquero de Kensington, el cual aclaró con mucho gusto el pelo del caballero, creando un duplicado lo más fiel posible de la fotografía sepia que utilizaba como modelo. Daniel comprobaba cada pocos minutos en el espejo los cambios introducidos, y en cuanto creyó que se había logrado el efecto pagó la cuenta y se fue. El siguiente taxi le dejó en Spinks, los especialistas en medallas de la calle King, St. James. Nada más llegar compró las cuatro bandas que había encargado por teléfono. El joven empleado no le preguntó si tenía autorización para llevarlas. Otro taxi le condujo de St. James al hotel Dorchester. Pidió una habitación individual e informó a la recepcionista que marcharía del hotel a las seis de la tarde. Ella le tendió la llave 309. Daniel se negó con educación a que el portero le subiera el maletín a la habitación y se limitó a preguntar dónde estaba el ascensor.

Cerró la puerta de la habitación con llave, abrió el maletín, sacó su contenido y lo extendió sobre la cama. Después de cambiarse, fijó la fila de condecoraciones sobre el bolsillo izquierdo, exactamente igual que en la foto, y comprobó el efecto en el espejo de cuerpo entero asegurado a la puerta del cuarto de baño. Era el vivo retrato de un capitán de los Fusileros Reales de la Primera Guerra Mundial; la cinta púrpura y plateada de la MC y las tres medallas constituían el toque final.

Tras contrastar hasta el último detalle con la fotografía robada, Daniel empezó a sentirse inseguro por primera vez, y hasta temió por el éxito de su proyecto. Pero si no lo hacía… Respiró hondo antes de ponerse la larga trinchera, casi la única prenda que tenía derecho a llevar, cerró la puerta con llave y bajó al vestíbulo. Atravesó las puertas batientes y detuvo a un taxi, que le condujo a Chester Square. Pagó al chófer y consultó su reloj. Las tres y cuarenta y siete minutos. Estimó que le quedaban unos veinte minutos hasta que la partida de bridge terminara.

Desde la cabina telefónica que se alzaba en la esquina de la plaza vio a las damas que empezaban a marcharse del 14. Después de contar hasta once tuvo la seguridad de que la señora Trentham se había quedado sola, criados aparte. Sabía ya, tras consultar el horario de las sesiones parlamentarias aparecido en el Telegraph, que el marido de la señora Trentham no volvería a Chester Square hasta pasadas las diez de la noche. Esperó otros cinco minutos, salió de la cabina y cruzó la calle a toda prisa. Sabía que si vacilaba un sólo momento su decisión flaquearía. Golpeó la puerta con la aldaba y esperó, durante lo que le parecieron horas, a que el mayordomo apareciera.

– ¿Qué se le ofrece, señor?

– Buenas tardes, Gibson. Tengo una cita con la señora Trentham a las cuatro y cuarto.

– Sí, señor, por supuesto -dijo Gibson. Como Daniel había pensado, nadie que no tuviera una cita podía saber el nombre del mayordomo-. Por aquí, señor -añadió, antes de coger su trinchera-. ¿Es tan amable de decirme su nombre? -preguntó Gibson, cuando llegaron a la puerta de la sala de estar.

– Capitán Daniel Trentham.

El mayordomo aparentó perplejidad unos momentos, pero abrió la puerta de la sala de estar y anunció:

– El capitán Daniel Trentham, señora.

La señora Trentham se hallaba de pie junto a la ventana cuando Daniel entró en la sala. Se giró en redondo, miró al joven, avanzó un par de pasos, titubeó y se desplomó sobre el sofá.

«No te desmayes, por el amor de Dios», fue lo primero que pensó Daniel, inmóvil en el centro de la sala.

– ¿Quién es usted? -musitó ella por fin.

– Dejémonos de tonterías, abuela. Sabes muy bien quién soy -dijo Daniel, confiando en que su voz trasluciera seguridad.

– Ella te ha enviado, ¿verdad?

– Si te refieres a mi madre, no. De hecho, ignora por completo que estoy aquí.

La señora Trentham abrió la boca para protestar, pero no habló. Daniel se balanceó sobre sus pies durante un período de silencio que juzgó insoportable. Ensayó la siguiente línea de su guión.

– ¿Qué quieres? -preguntó la mujer.

– He venido a hacer un trato contigo, abuela.

– ¿Qué clase de trato? -La mujer se había recobrado un poco-. No estás en condiciones de hacer ningún trato.

– Yo creo que sí, abuela. Acabo de regresar de Australia. -Hizo una pausa-. Un viaje muy fructífero y revelador.

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