Jeffrey Archer - Como los cuervos

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No le fue fácil a Charlie alcanzar el objetivo de amasar una fortuna; sin embargo algo había en él que le hacía un predestinado al triunfo y, como apreciará el lector, este algo tiene mucho que ver con su capacidad de trabajo, astucia, coraje, ganas de aprender y un maravilloso abuelo -el de más fino olfato para la venta- que le guió con su ejemplo en sus primeros tiempos.
Desde las primeras páginas la historia se convierte en una trepidante aventura sobre el mundo de los negocios, en una ascensión ilusionada desde la humilde situación de vendedor de verduras callejero hasta la realización de un gran proyecto empresarial: es la historia de un tendero que metido a negociante termina creando una importante red de establecimientos comerciales mientras van desfilando los grandes acontecimientos de este siglo.

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Empezó a forjar un plan cuando el pequeño carguero pasó bajo el Golden Gate y enfiló rumbo a la bahía.

Tras pasar los trámites de inmigración, Daniel fue en autobús al centro de San Francisco y se alojó en el mismo hotel de la ida. El portero le enseñó las dos postales que quedaban por enviar, y Daniel le entregó los diez dólares prometidos. Echó las dos a la vez antes de subir al Transcontinental Express con destino a Nueva York.

Cada hora y día de soledad colaboraban en desarrollar sus ideas, aunque le seguía preocupando la información adicional que poseía su madre, sobre la cual no se atrevía a preguntarle. Al menos, estaba seguro de que su padre era Guy Trentham y de que había abandonado Inglaterra en desgracia. Por lo tanto, la señora Trentham era su abuela, y por alguna razón desconocida culpaba a Charlie de lo sucedido a su hijo.

Al llegar a Nueva York comprobó con desagrado que el Queen Mary había zarpado hacia Inglaterra el día anterior; tuvo que cambiar su billete al Queen Elizabeth, quedándose con unos pocos dólares en el bolsillo. Lo último que hizo en suelo norteamericano fue telegrafiar a su madre, comunicándole la hora aproximada de llegada a Southampton.

Aunque Daniel empezó a recuperar la serenidad en cuanto perdió de vista la estatua de la Libertad, la señora Trentham no se apartó de sus pensamientos durante los cinco días de travesía. No podía pensar en ella como en su abuela, y al desembarcar en Southampton, se hallaba plenamente convencido de que su madre debía contestarle a unas cuantas preguntas antes de llevar a cabo su plan.

Mientras bajaba por la pasarela se dio cuenta de que las hojas de los árboles habían pasado de ser verdes a doradas durante su ausencia. Resolvió solucionar el problema de la señora Trentham antes de que empezaran a caer.

Su madre había venido a recibirle, y Daniel nunca se había sentido más feliz de verla. La abrazó con tanta ternura que ella fue incapaz de disimular su sorpresa. Daniel respondió a todas las preguntas sobre Norteamérica y los norteamericanos durante el trayecto hacia Londres, y descubrió que sus numerosas postales la habían complacido en extremo.

– Sospecho que aún quedan algunas por llegar -dijo Daniel, sintiéndose culpable por primera vez.

– ¿Te quedará tiempo para pasar unos días con nosotros antes de regresar a Cambridge?

– Sí. He vuelto un poco antes de lo previsto, o sea que me quedaré un par de semanas.

– Oh, tu padre estará muy contento -le dijo Becky. Daniel se preguntó cuánto tiempo pasaría antes de poder oír las palabras «tu padre» sin que se formara en su mente una visión de Guy Trentham.

– ¿Qué decisión habéis tomado sobre la forma de financiar el nuevo edificio?

– Hemos decidido transformarnos en sociedad anónima. Un simple problema de matemáticas, en último extremo. El arquitecto ha terminado los planos, y como tu padre, naturalmente, quiere lo mejor de lo mejor, temo que la cifra final se acercará al medio millón de libras.

– ¿Y aún podréis aseguraros el cincuenta y uno por ciento de la nueva empresa?

– Por los pelos, si hemos de fiarnos de esas cifras. Quizá terminemos empeñando el carretón de tu bisabuelo.

– ¿Alguna noticia acerca de… los pisos? -Daniel miraba por la ventanilla del coche, pero vigiló su reacción en el reflejo del cristal. Ella pareció vacilar un momento.

– Los propietarios han seguido las instrucciones del consejo municipal y ya han empezado a derruir lo que queda de ellos.

– ¿Quiere decir eso que papá también obtendrá el permiso que solicitó?

– Espero que sí, pero sospecho que tardará un poco más de lo que creíamos, porque un vecino, un tal señor Crowe, en nombre de la Sociedad de Pequeños Comerciantes, ha presentado una objeción al consejo. Por lo tanto, no menciones el problema delante de tu padre. Sólo oír hablar de los pisos le pone al borde de la apoplejía.

«Supongo que la señora Trentham está detrás del tal señor Crowe», quiso decir Daniel, pero se limitó a preguntar:

– ¿Y nuestra perversa Daphne?

– Empeñada en casar a Clarissa con el hombre adecuado y en alistar a Clarence en el regimiento adecuado.

– Nada menos que un duque de sangre real para ella y un puesto en la Guardia Escocesa para él, diría yo.

– Lo has adivinado. También confía en que Clarissa dé a luz una niña cuanto antes para que se case con el futuro príncipe de Gales.

– Pero la princesa Isabel acaba de anunciar su compromiso.

– Lo sé, pero todos sabemos lo mucho que le gusta a Daphne hacer planes por anticipado.

Daniel respetó los deseos de su madre y no habló de los pisos cuando, durante la cena, comentó con sus padres el lanzamiento de la nueva empresa. También observó que un cuadro titulado Manzanas y guisantes, de un artista llamado Courbet, había sustituido al Van Gogh que colgaba en el vestíbulo. No hizo el menor comentario.

Daniel pasó el día siguiente en el departamento de planificación del Consejo Municipal de Londres (Consultas). Si bien le facilitaron toda la documentación pertinente, subrayaron, para su frustración, que no podía sacar los originales del edificio.

En consecuencia, ocupó la mañana en examinar los papeles una y otra vez, tomando copiosas notas de las cláusulas fundamentales y aprendiéndolas de memoria, para evitar trasladarlas al papel. No deseaba en modo alguno que sus padres las descubrieran por accidente. A las cinco de la tarde, cuando cerraron la puerta, Daniel estaba seguro de que podría recordar todos los detalles importantes.

Salió del edificio, se sentó en un parapeto cerca del río y repitió para sí los detalles sobresalientes varias veces.

Descubrió que «Trumper's» había solicitado construir unos grandes almacenes que abarcarían toda la manzana conocida como Chelsea Terrace. Habría dos torres de doce plantas de altura. Cada torre poseería 24.000 metros cuadrados de espacio utilizable. Sobre ellas se alzarían cinco plantas más de oficinas y pasos elevados que conectarían los dos edificios y las estructuras gemelas. El Consejo Municipal había dado luz verde a las obras, pero un tal Martin Crowe, de la «Sociedad por la Salvaguardia de las Tiendas» había presentado una apelación contra las cinco plantas que enlazarían las dos estructuras principales sobre un espacio vacío, en el centro de Chelsea Terrace. No hacía falta mucha imaginación para conjeturar quién aportaba todo el apoyo financiero que el señor Crowe necesitaba.

Al mismo tiempo, la señora Trentham había recibido autorización para construir un bloque de pisos que se destinarían exclusivamente a familias de bajo poder adquisitivo. Recreó en su mente la detallada solicitud de permiso, explicando que los pisos serían construidos en hormigón desbastado, con las mínimas comodidades internas o externas. La expresión «chapuza» acudió de inmediato a su mente. A Daniel no le costó nada imaginar que la señora Trentham se proponía construir el edificio más feo que el consejo le permitiera, justo en medio del palacio propuesto por Charlie.

Consultó sus notas. No había olvidado nada, así que rompió la hoja en pedacitos y los echó a una papelera situada en la esquina del puente de Westminster. Después, volvió a Little Boltons.

La siguiente iniciativa de Daniel fue telefonear a David Oldcrest, el profesor de Derecho del Trinity especializado en urbanismo. Su colega dedicó una hora a explicarle que, teniendo en cuenta las apelaciones y contra apelaciones que se presentarían a la Cámara de los Lores, el permiso para construir un edificio como las Torres Trumper podría tardar varios años en concederse. El doctor Oldcrest concluyó que, cuando se tomara la decisión, los únicos que saldrían ganando algún dinero serían los abogados.

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