Jeffrey Archer - Como los cuervos

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No le fue fácil a Charlie alcanzar el objetivo de amasar una fortuna; sin embargo algo había en él que le hacía un predestinado al triunfo y, como apreciará el lector, este algo tiene mucho que ver con su capacidad de trabajo, astucia, coraje, ganas de aprender y un maravilloso abuelo -el de más fino olfato para la venta- que le guió con su ejemplo en sus primeros tiempos.
Desde las primeras páginas la historia se convierte en una trepidante aventura sobre el mundo de los negocios, en una ascensión ilusionada desde la humilde situación de vendedor de verduras callejero hasta la realización de un gran proyecto empresarial: es la historia de un tendero que metido a negociante termina creando una importante red de establecimientos comerciales mientras van desfilando los grandes acontecimientos de este siglo.

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La propietaria de la casa de huéspedes, que se presentó como señora Snell, era una mujer enorme, de enorme sonrisa y enormes carcajadas, que le alojó en lo que ella llamaba su mejor habitación. Daniel se tranquilizó al saber que no había caído en una habitación normal, porque cuando se estiró sobre el colchón la cama doble se hundió en el centro, y cuando se dio la vuelta los muelles le siguieron e insistieron en lacerar sus riñones. Los dos grifos del lavabo producían agua fría en diferentes tonos de color pardo, y era imposible leer a la luz de la única bombilla que colgaba en el centro de la habitación, a menos que se pusiera de pie sobre una silla bajo ella. La señora Snell no le había proporcionado ninguna silla.

Cuando, a la mañana siguiente, tras un desayuno compuesto de huevos, bacon, patatas y pan tostado, le preguntó a Daniel si comería allí o fuera, él respondió con firmeza «fuera», ante el evidente desagrado de la patrona.

Hizo la primera -y crítica- llamada a la Oficina de Inmigración. Si no obtenía ninguna información, ya podía volver al SS Aorangi aquella misma noche. Daniel presintió que no sufriría una cruel decepción si esto ocurría.

El enorme edificio de la calle Market, construido con piedra parda, que albergaba el expediente de todas las personas llegadas a la colonia desde 1823, abría a las diez de la mañana. Aunque llegó media hora antes, Daniel tuvo que engrosar una de las ocho colas de gente que intentaba averiguar algún dato sobre los inmigrantes registrados, lo cual le aseguró otro retraso de cuarenta minutos hasta llegar al mostrador.

Cuando lo consiguió se encontró frente a un hombre de cara rubicunda, vestido con una camisa azul de cuello abierto, derrumbado detrás del mostrador.

– Busco a un inglés que llegó a Australia entre 1923 y 1925.

– ¿Tienes algún dato más, amigo?

– Me temo que no.

– Teme que no, ¿eh? -dijo el empleado, pero Daniel no perdió la calma-. ¿Sabe el nombre?

– Oh, sí. Guy Trentham.

– Trentham. ¿Cómo se deletrea?

Daniel deletreó el nombre poco a poco.

– Bien, amigo, serán dos libras. -Daniel sacó la cartera de su chaqueta deportiva y le tendió el billete-. Firme aquí -dijo el empleado, dándole la vuelta a un impreso y posando el índice sobre la línea final-. Vuelva el jueves.

– ¿El jueves? Pero si aún faltan tres días.

– Me alegro de que todavía les enseñen a contar en Inglaterra -replicó el funcionario-. El siguiente.

Daniel se marchó del edificio sin información, pero con un recibo por sus dos libras. Compró un ejemplar del Morning Herald de Sydney y buscó un restaurante cerca del puerto para comer. Eligió un pequeño restaurante abarrotado de gente joven. Un camarero le condujo a una ruidosa y atestada sala, acomodándole en una mesa pequeña del rincón. Casi había terminado de leer el periódico cuando el camarero volvió con la ensalada que había pedido.

Mientras masticaba una hoja de lechuga meditaba en la forma más constructiva de emplear la inesperada demora. Entonces, una joven de la mesa vecina se inclinó hacia él y le preguntó si podía pasarle el azúcar.

– Por supuesto, permítame -dijo Daniel, dándole el azucarero. No se habría fijado más en la chica, pero reparó en que estaba leyendo Principia Mathematica , de A. N. Whitehead y Bertrand Russell.

– ¿Estudia matemáticas, por casualidad? -preguntó, después de pasarle el azúcar.

– Sí -dijo ella sin mirarle.

– Se lo pregunto -insistió Daniel, pensando que tal vez podía tacharse a su pregunta poco educada-, porque doy clases de esa asignatura.

– Claro -dijo ella, sin darse la vuelta-. Oxford, seguro.

– Cambridge, en realidad.

La noticia logró que la chica se volviera y mirara a Daniel con más atención.

– ¿Puede explicarme los detalles de la regla de Simpson? -preguntó ella.

Daniel desdobló la servilleta de papel, sacó una pluma y dibujó una gráfica que explicaba la regla, paso a paso, algo que no había hecho desde dejar San Pablo.

La joven comparó su obra con el diagrama del libro y sonrió.

– Bingo, es verdad que enseña matemáticas.

Esto cogió a Daniel por sorpresa, pero aún se quedó más sorprendido cuando la chica levantó su plato de ensalada y se sentó a su lado.

– Me llamo Jackie -dijo-. Soy una leñadora de Perth.

– Yo soy Daniel, y vengo de…

– Cambridge. Ya me lo has dicho, ¿recuerdas?

Ahora fue Daniel quien tuvo ocasión de mirar con más detenimiento a la joven, sentada frente a él. Jackie aparentaba unos veinte años. Tenía cabello rubio corto y nariz respingona. Su ropa consistía en unos ceñidos vaqueros cortados a la altura del muslo y una camiseta amarilla con la leyenda «¡PERTH! Detente aquí y nunca volverás a dormir». No se parecía a ninguna estudiante que hubiera pasado por el Trinity.

– ¿Vas a la universidad? -preguntó Daniel.

– Sí. Perth, segundo año. ¿Qué te ha traído a Sydney, Dan?

A Daniel no se le ocurrió ninguna respuesta, pero tampoco tuvo mucha importancia, porque Jackie ya le estaba explicando por qué se hallaba ella en la capital de Nueva Gales del Sur, sin darle tiempo a contestar. De hecho, Jackie llevó casi todo el peso de la conversación, hasta que les trajeron la cuenta. Daniel insistió en pagar.

– Estupendo -dijo Jackie-. Bien, ¿qué haces esta noche?

– No he pensado en nada concreto.

– Fantástico, porque pensaba ir al Teatro Real. ¿Quieres venir conmigo?

– Oh, ¿qué obra representan? -preguntó Daniel, incapaz de ocultar su sorpresa al haber sido escogido por primera vez en su vida.

– Esta noche a las ocho y media, de Noel Coward, con Richard y Madge Elliott.

– Parece prometedor -dijo Daniel, sin comprometerse.

– Fantástico. Nos encontraremos en el vestíbulo a las ocho menos diez, Dan. No te retrases.

La joven cogió su mochila, se la tiró a la espalda, sujetó la hebilla y se marchó.

Daniel la vio salir del restaurante antes de poder pensar en una excusa para evadir la invitación. Decidió que sería grosero no presentarse en el teatro y, además, tenía que admitir que le gustaba la compañía de Jackie. Consultó su reloj y tomó la decisión de pasar el resto de la tarde paseando por la ciudad.

Cuando Daniel llegó al Teatro Real aquella noche, antes de las ocho menos veinte, compró dos butacas de primera fila a seis chelines cada una; después, deambuló por el vestíbulo, esperando a su acompañante… ¿o era él quien la acompañaba? Al sonar el timbre, indicando que faltaban cinco minutos para empezar, la joven aún no había llegado y Daniel se dio cuenta de que tenía muchas más ganas de verla de lo que se permitía admitir. No se veía ni rastro de su compañera de comida cuando sonó de nuevo el timbre: faltaban dos minutos. Daniel asumió que iba a ver la obra solo. Un minuto antes de que se levantara el telón sintió que una mano le apretaba el brazo y oyó una voz decir:

– Hola, Dan. Pensaba que no vendrías.

Daniel sonrió. Aunque disfrutó la obra, descubrió que disfrutaba todavía más de su compañía durante el descanso, después del espectáculo y a lo largo de la cena en «Romano's», un pequeño restaurante italiano que ella parecía conocer bien. Nunca había conocido a nadie que, sin apenas conocerle, se mostrara tan abierto y cordial. Hablaron de todo, desde matemáticas a Clark Gable, y Jackie siempre tenía una opinión contundente, fuera cual fuese el tema.

– ¿Puedo acompañarte a tu hotel? -preguntó Daniel cuando salieron del restaurante.

– No tengo -replicó Jackie con una sonrisa, y se echó la mochila al hombro-, pero puedo acompañarte al tuyo.

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