Jeffrey Archer - Como los cuervos

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No le fue fácil a Charlie alcanzar el objetivo de amasar una fortuna; sin embargo algo había en él que le hacía un predestinado al triunfo y, como apreciará el lector, este algo tiene mucho que ver con su capacidad de trabajo, astucia, coraje, ganas de aprender y un maravilloso abuelo -el de más fino olfato para la venta- que le guió con su ejemplo en sus primeros tiempos.
Desde las primeras páginas la historia se convierte en una trepidante aventura sobre el mundo de los negocios, en una ascensión ilusionada desde la humilde situación de vendedor de verduras callejero hasta la realización de un gran proyecto empresarial: es la historia de un tendero que metido a negociante termina creando una importante red de establecimientos comerciales mientras van desfilando los grandes acontecimientos de este siglo.

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Habría podido pasarme años sin hacer nada por resolver el enigma, si una mañana no hubiera descolgado un teléfono supletorio de Little Boltons y escuchado a Tom Arnold, la mano derecha de mi padre, decir:

– Bien, al menos podemos felicitarnos de que haya localizado a Syd Wrexall antes que la señora Trentham.

Colgué de inmediato el auricular, con la sensación de que debía llegar al fondo del misterio de una vez por todas… y sin que mis padres lo averiguaran. ¿Porqué se piensa siempre lo peor en estas situaciones? Sin duda, la solución final sería de lo más inocente y sencilla.

Si bien no conocía en persona a Syd Wrexall, le recordaba como patrón del «Mosquetero», una taberna que se alzó orgullosamente en el otro extremo de Chelsea Terrace hasta ser bombardeada. Mi padre adquirió la propiedad durante la guerra, y convirtió más tarde el edificio en departamento de muebles de un supermercado.

A Dick Barton no le costó descubrir que el señor Wrexall había abandonado Londres durante la guerra y se había convertido en el dueño de una taberna, situada en un soñoliento pueblo llamado Hatherton, oculto en el Cheshire.

Dediqué tres días a trazar la estrategia a seguir con el señor Wrexall, y sólo cuando estuve convencido de saber todas las preguntas que necesitaban ser contestadas reuní las fuerzas necesarias para viajar a Hatherton. Era preciso formular todos los interrogantes de manera que no parecieran preguntas. Esperé otro mes para desplazarme a Hatherton, y me dejé crecer una barba lo bastante larga para asegurarme de que Wrexall no me reconocería. Aunque yo no recordaba haberle visto en el pasado, cabía la posibilidad de que Wrexall se hubiera cruzado conmigo tres o cuatro años antes, reconociéndome en cuanto entrara en la taberna. Incluso me compré un par de gafas modernas, en lugar de las proporcionadas por la Seguridad Social.

Elegí un lunes para efectuar el viaje, pues sospechaba que sería el día más tranquilo de la semana para comer en una taberna. Antes de salir llamé al «Cazador Alegre», para estar seguro de que el señor Wrexall trabajaba ese día. Su esposa me confirmó este extremo, y colgué antes de que inquiriera por el motivo de mi curiosidad.

Ensayé una y otra vez la serie de no-preguntas durante el trayecto al Cheshire. Llegué a Hatherton, aparqué mi coche en una calle lateral, algo lejos de la taberna, y me dirigí al «Cazador Alegre». Vi a tres o cuatro personas charlando en la barra, y a otra media docena tomando una copa alrededor del insignificante fuego. Me senté en el extremo de la barra y pedí una ración de pastel de pastor, [22] y media pinta de la mejor amarga a una dama rolliza y entrada en años que, como descubrí más tarde, era la esposa del patrón. Sólo tardé unos segundos en averiguar quién era el dueño, porque los demás parroquianos le llamaban Syd. De todas maneras, sabía que debía contener mi impaciencia, mientras le escuchaba hablar de todo y de todos, desde lady Docker hasta Richard Murdoch, como si fueran íntimos amigos suyos.

– ¿Otro de lo mismo? -preguntó, acercándose a mí y cogiendo mi vaso.

– Sí, por favor -contesté, tranquilizado al ver que no me había reconocido.

Cuando me trajo la cerveza, sólo quedaban dos o tres clientes en la barra.

– Es usted de por aquí, ¿verdad? -preguntó, apoyándose en el mostrador.

– No. He venido un par de días para realizar una inspección. Trabajo en el ministerio de Agricultura, Pesca y Alimentación.

– ¿Y qué le trae por Hatherton?

– Comprobar el número de dolencias de pies y boca que aquejan a las granjas.

– Ah, sí. Lo he leído en los periódicos -dijo, jugueteando con el vaso vacío.

– Tome un trago a mi salud -le invité.

– Oh, gracias, señor. Tomaré un whisky, con su permiso.

Introdujo el vaso de cerveza vacío en el agua de la pila y se sirvió un doble. Me cobró media corona y me preguntó cómo iban mis pesquisas.

– Hasta el momento, todo bien -contesté-, pero debo inspeccionar unas granjas más en el norte del condado.

– Yo conocía a alguien de su departamento -dijo.

– Ah, ¿sí?

– Sir Charles Trumper

– Es anterior a mi época, pero todavía se habla de él en el ministerio. Si la mitad de las historias que cuentan sobre él son ciertas, habrá sido un tipo duro.

– Ya lo creo. Y de no ser por él, ahora yo sería rico.

– Vaya.

– Sí. Yo poseía una pequeña propiedad en Londres antes de venir aquí. Una taberna, además de cierta participación en varias tiendas de Chelsea Terrace, para ser exactos. Me lo compró durante la guerra por sólo seis mil libras. Si hubiera esperado veinticuatro horas más, lo habría vendido todo por veinte mil, quizás incluso treinta mil.

– Pero la guerra no terminó en veinticuatro horas.

– Oh, no, no estoy insinuando ni por un momento que hiciera algo deshonesto, pero siempre me pareció algo más que una coincidencia su aparición en esta taberna aquella precisa mañana.

El vaso de Wrexall volvía a estar vacío.

– ¿Repetimos? -le pregunté, con la esperanza de que invertir media corona más continuaría soltándole la lengua.

– Es usted muy generoso, señor -contestó. Regresó al cabo de un momento-, ¿Por dónde iba?

– Por aquella precisa mañana -le recordé.

– Oh, sí, sir Charles… Charlie, como siempre le llamaba yo. Bien, cerró el trato en esta misma barra, en menos de diez minutos, y justo después llamó otra persona, preguntando si las propiedades seguían a la venta. Tuve que decirle a la dama en cuestión que ya había firmado el contrato.

Me ahorré preguntarle quién era «la dama», porque ya lo sospechaba.

– Eso no demuestra que ella le hubiera pagado veinte mil libras por el lote.

– Oh, sí, ya lo creo. La señora Trentham me habría ofrecido cualquier cosa con tal de evitar que sir Charles se apoderase de esas tiendas.

– Santo Dios -exclamé, reprimiendo la pregunta «¿por qué?».

– Oh, sí, hace años que los Trumper y los Trentham no se pueden ni ver. Ella aún es la propietaria de un bloque de pisos en pleno Chelsea Terrace. Es lo único que le impide a Charlie erigir su gran mausoleo. Además, cuando ella, en un momento dado, intentó comprar el número 1 de Chelsea Terrace, Charlie la dejó en el ridículo más total. Nunca he visto nada igual en mi vida.

– Eso debió suceder hace años. Me asombra que la gente siga en sus trece durante tanto tiempo.

– Tiene razón, porque, por lo que yo sé, esto viene sucediendo desde los años veinte, desde que el petimetre de su hijo fue visto saliendo con la señorita Salmon.

Contuve el aliento.

– La señora Trentham no lo aprobó, ya lo creo que no. Todos los de «El Mosquetero» lo sabíamos, y cuando el hijo se larga a la India, la chica Salmon va y se casa de repente con Charlie.

– Ocurrió hace muchísimo tiempo. Me sorprende que alguien se preocupe todavía -concluí, antes de vaciar mi vaso.

– Muy cierto. Siempre ha sido un misterio para mí también, pero con la gente nunca se sabe. Bien, debo cerrar ya, señor, o la ley caerá sobre mí.

– Por supuesto, y yo debo regresar con esas ovejas antes de que se escapen a las colinas.

Antes de volver a Cambridge me senté en el coche y escribí todo lo que pude recordar de mi conversación con el tabernero. En el trayecto de vuelta intenté unir y ordenar las nuevas pistas. Aunque Wrexall me había proporcionado gran cantidad de información, también me había suministrado varias preguntas sin respuesta. Lo único que sabía con certeza después de abandonar la taberna era que ya no podía detenerme.

A la mañana siguiente decidí volver al ministerio de la Guerra y preguntar a la vieja secretaria de sir Horace si existía alguna manera de averiguar los antecedentes de un antiguo oficial.

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