Jeffrey Archer - Como los cuervos

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No le fue fácil a Charlie alcanzar el objetivo de amasar una fortuna; sin embargo algo había en él que le hacía un predestinado al triunfo y, como apreciará el lector, este algo tiene mucho que ver con su capacidad de trabajo, astucia, coraje, ganas de aprender y un maravilloso abuelo -el de más fino olfato para la venta- que le guió con su ejemplo en sus primeros tiempos.
Desde las primeras páginas la historia se convierte en una trepidante aventura sobre el mundo de los negocios, en una ascensión ilusionada desde la humilde situación de vendedor de verduras callejero hasta la realización de un gran proyecto empresarial: es la historia de un tendero que metido a negociante termina creando una importante red de establecimientos comerciales mientras van desfilando los grandes acontecimientos de este siglo.

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Cuando el tren de Sydney se detuvo en la estación de la calle Spencer, en Melbourne, la primera decisión de Daniel fue consultar la guía telefónica y buscar el apellido Trentham, pero no había ninguno. Telefoneó después a todos los corredores de apuestas registrados en la ciudad, pero sólo al noveno le sonó el apellido.

– Me dice algo -explicó una voz al otro extremo de la línea-, pero no recuerdo por qué. Llame a Brad Morris. Dirigía esta oficina en aquel tiempo, y es posible que pueda ayudarle. Encontrará su número en la guía.

Daniel encontró el número, pero su conversación con el señor Morris fue tan breve que ni siquiera necesitó una segunda moneda.

– ¿Significa algo para usted el nombre de Guy Trentham? -preguntó una vez más.

– ¿El inglés?

– Sí -contestó Daniel, notando que su pulso se aceleraba.

– ¿El que hablaba con acento elegante y decía a todo el mundo que era mayor del ejército?

– Es muy posible.

– Pues pruebe en la cárcel, porque allí es donde terminó. -Daniel iba a preguntar el motivo, pero la comunicación ya se había cortado.

Aún temblaba de pies a cabeza cuando sacó su baúl de la estación y se inscribió en el hotel Railway, al otro lado de la calle. Le dieron una habitación pequeña y oscura. Se tendió en la cama individual y trató de decidir si iba a continuar sus pesquisas, o pasaría de la verdad y regresaría a Inglaterra, siguiendo el consejo de Sylvia.

Se durmió pronto, pero despertó en plena noche, descubriendo que estaba vestido por completo. Había tomado la decisión cuando las primeras luces del amanecer se colaron por la ventana. No quería saber, no necesitaba saber, volvería a Inglaterra de inmediato.

Decidió tomar primero un baño y después cambiarse de ropa. Al terminar, había cambiado de idea.

Daniel bajó al vestíbulo media hora más tarde y preguntó al recepcionista dónde estaba la comisaría de policía principal. El hombre sentado detrás del mostrador le dirigió hacia la calle Bourke.

– ¿Tan mala era la habitación? -preguntó.

Daniel lanzó una falsa carcajada. Luego, tomó la dirección que le habían indicado, lleno de aprensiones. Sólo tardó unos minutos en llegar a la calle Bourke, pero dio varias vueltas a la manzana antes de subir los escalones de piedra y entrar en la comisaría de policía.

El joven sargento de guardia no reconoció el apellido Trentham, y sólo preguntó quién se interesaba por él.

– Un familiar suyo de Inglaterra -contestó Daniel.

El sargento le dejó en el mostrador y se encaminó al otro extremo de la sala para cambiar unas palabras con un oficial superior, que se hallaba sentado tras un escritorio, examinando fotografías. El oficial interrumpió su tarea y le escuchó con atención, haciendo alguna pregunta. En respuesta, el sargento señaló a Daniel. Bastardo, pensó Daniel. Bastardo, bastardo, bastardo. El sargento volvió al mostrador un momento después.

– El caso Trentham está cerrado -dijo-. Deberá encaminar sus pesquisas al departamento de prisiones.

– ¿Dónde está? -preguntó Daniel, casi sin voz.

– En la séptima planta de este mismo edificio.

Cuando salió del ascensor a la séptima planta, se topó con un cartel de gran tamaño clavado en la pared opuesta, que exhibía el rostro cordial de un hombre llamado Héctor Watts, inspector general de prisiones.

Daniel se acercó al mostrador de información y preguntó si podía ver al señor Watts.

– ¿Está citado?

– No.

– En ese caso, dudo…

– ¿Sería tan amable de explicar al inspector general que he viajado desde Inglaterra sólo para verle?

La espera duró apenas unos segundos. Le indicaron que subiera a la octava planta. La misma sonrisa cordial que aparecía en la foto le sonrió en persona, aunque las arrugas del rostro eran algo más pronunciadas. Daniel juzgó que Héctor Watts tendría unos sesenta años y, aunque algo grueso, aún daba la impresión de que podía cuidarse de sí mismo.

– ¿De qué parte de Inglaterra viene usted? -preguntó Watts.

– De Cambridge. Enseño matemáticas en la universidad.

– Yo soy de Glasgow, lo cual no le sorprenderá, por mi apellido y acento. Bien, tome asiento y dígame qué puedo hacer por usted.

– Sigo la pista de un tal Guy Trentham, y el departamento de policía me dirigió a usted.

– Oh, sí, recuerdo ese nombre. Pero ¿por qué? -El escocés se levantó y se acercó a unos ficheros alineados contra la pared del fondo. Abrió el correspondiente a las letras «STV»-. Trentham -repitió, pasando las hojas, antes de sacar dos. Volvió al escritorio, colocó las hojas frente a él y se puso a leer. Tras hacerse una idea de los detalles fundamentales, levantó la vista y estudió a Daniel con curiosidad-, ¿Lleva mucho tiempo aquí, muchacho?

– Llegué a Sydney hace menos de una semana -contestó Daniel, desconcertado por la pregunta.

– ¿Había visitado antes Melbourne?

– No, nunca

– ¿Cuál es el motivo de su interés?

– Quería averiguar todo lo que pudiera sobre el capitán Guy Trentham.

– ¿Por qué? ¿Es usted periodista?

– No, soy profesor, pero…

– Ha debido tener buenos motivos para hacer un viaje tan largo.

– Curiosidad, supongo. Aunque nunca le conocí, Guy Trentham era mi padre.

El responsable del servicio de prisiones miró en la hoja la lista de los parientes próximos: esposa, Anna Helen (fallecida), una hija, Margaret Ethel. Ni la menor mención a su hijo. Miró a Daniel y, tras reflexionar unos momentos, tomó una decisión.

– Lamento decirle, señor Trentham, que su padre murió mientras se hallaba bajo la custodia de la policía.

Daniel se quedó estupefacto, y los temblores se reprodujeron de nuevo. Watts no apartaba la vista de él.

– Lamento darle tan desagradables noticias, teniendo en cuenta que se ha desplazado desde tan lejos.

– ¿Cuál fue la causa de su muerte? -susurró Daniel.

El inspector general volvió la página y echó un vistazo a la última línea de la hoja de alegaciones que tenía frente a él. Leyó las palabras: «Colgado por el cuello hasta morir». Miró a Daniel.

– Un ataque al corazón -se limitó a decir.

Capítulo 31

Daniel cogió el coche-cama de regreso a Sydney, pero no durmió. Sólo deseaba alejarse de Melbourne tanto como le fuera posible. Se fue tranquilizando a medida que pasaban los kilómetros, y al cabo de un tiempo se sintió con fuerzas para comer un bocadillo en el vagón restaurante. Cuando el tren se detuvo en la estación de la mayor ciudad de Australia bajó, cargó el baúl en un taxi y se dirigió al puerto. Compró un pasaje en el primer barco que zarpaba hacia cualquier ciudad de la costa oeste de Estados Unidos.

El pequeño carguero, autorizado a llevar tan sólo cuatro pasajeros, zarpó a medianoche con dirección a San Francisco, y Daniel no obtuvo permiso para subir a bordo hasta pagarle en metálico al capitán toda la tarifa. Le quedó lo suficiente para regresar a Inglaterra…, si no sufría ningún accidente en el camino.

Durante aquella movida, oscilante e interminable travesía, Daniel pasó muchas horas estirado en una litera. Tuvo tiempo más que sobrado para pensar en lo que haría con la información obtenida. También trató de comprender las angustias que habrían sufrido sus padres durante todos aquellos años. Si le hubieran otorgado su confianza desde el primer momento, habría dedicado todos sus esfuerzos en ayudar, y no en desperdiciar tantas energías buscando la verdad. Era consciente de que no podía contarles lo que había descubierto, porque, probablemente, sabía más que ellos.

Daniel dudaba que su madre conociera el desdichado final de Guy Trentham, dejando un rosario de deudores en Victoria y Nueva Gales del Sur. La lápida de Ashurst no decía nada de todo esto.

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