– No, señor Sneddles -dijo la señora Trentham-. No he venido a comprar ningún libro, sino a recabar sus servicios -. Contempló al encorvado anciano, ataviado con chaqueta de lana, abrigo y mitones. La señora Trentham supuso que llevaba tal indumentaria porque ya no podía pagarse la calefacción de la tienda. Aunque su espalda parecía adoptar un perpetuo semicírculo y su cabeza sobresalía del abrigo como la de una tortuga, sus ojos brillaban de inteligencia y su mente aparentaba conservar toda su lucidez y agudeza.
– ¿Mis servicios, señora? -repitió el anciano.
– Sí. He heredado una inmensa biblioteca que debe ser catalogada y valorada. Me han hablado muy bien de usted.
– Es muy amable por su parte, señora.
La señora Trentham se sintió muy tranquilizada cuando el señor Sneddles no le preguntó quién le había recomendado.
– ¿Me permite preguntarle dónde se halla esta biblioteca?
– Algunos kilómetros al este de Harrogate. Enseguida comprobará que se trata de una colección extraordinaria. Mi difunto padre, sir Raymond Hardcastle, de quien sin duda habrá oído hablar, dedicó una gran parte de su vida a reuniría.
– ¿Harrogate? -preguntó Sneddles, como si ella hubiera dicho Bangkok.
– Pagaré todos sus gastos, desde luego, independientemente del tiempo que tarde.
– Pero eso significaría tener que cerrar la tienda -murmuró el hombre, como hablando para sí.
– Le compensaré por sus pérdidas, naturalmente.
El señor Sneddles sacó un libro del contador y examinó el lomo.
– Temo que es imposible, señora, absolutamente imposible…
– Mi padre se especializó en William Blake. Comprobará que consiguió adquirir todas las primeras ediciones; algunas están como nuevas. Incluso logró obtener un original manuscrito de…
Amy Hardcastle se fue a la cama antes de que su hermana regresara a Yorkshire aquella noche.
– Últimamente está muy cansada -explicó el ama de llaves.
A la señora Trentham no le quedó otro remedio que cenar a solas y retirarse a su alcoba, pocos minutos después de las diez. Nada había cambiado: la vista de los valles de Yorkshire, las nubes negras, el cuadro de York Minster que colgaba sobre la cama con marco de nogal. Durmió bastante bien y bajó a las ocho de la mañana. La cocinera le explicó que la señorita Amy aún no se había levantado, así que desayunó sola.
Una vez que recogieron la mesa, la señora Trentham se sentó en la sala de estar y leyó el Yorkshire Post, mientras esperaba a que su hermana apareciera. El gato entró una hora después, y la señora Trentham lo ahuyentó con un extravagante movimiento de su brazo. El reloj de péndulo del vestíbulo ya había dado las once cuando Amy entró por fin en la sala. Caminó lentamente hacia su hermana con la ayuda de un bastón.
– Me sabe muy mal no haberte recibido anoche, Ethel -empezó-, Creo que la artritis me la está jugando de nuevo.
La señora Trentham no se molestó en responder, pero observó los pasos vacilantes de su hermana, incapaz de creer en el cambio producido en menos de tres meses.
Aunque Amy siempre había parecido débil, ahora era frágil. Y si antes hablaba en voz baja, ahora resultaba inaudible. Su palidez había virado a un tono grisáceo, y sus arrugas eran tan pronunciadas que aparentaba muchos más años de los sesenta y nueve que en realidad tenía.
Amy se sentó en la silla situada junto a su hermana y respiró pesadamente durante varios segundos, como para dejar bien claro que desplazarse desde el dormitorio hasta la sala de estar había constituido una especie de proeza.
– Has sido muy amable al abandonar a tu familia y venirte a Yorkshire conmigo -dijo Amy, mientras el gato saltaba sobre su regazo -. Debo confesar que desde la muerte de papá estoy como perdida.
– Es muy comprensible, querida -sonrió la señora Trentham-, pero consideré mi deber estar contigo…, tanto como un placer, por supuesto. En cualquier caso, padre me advirtió que esto podía ocurrir después de su fallecimiento. Me dio instrucciones específicas para obrar en tales circunstancias.
– Me alegra mucho saberlo -. El rostro de Amy se iluminó por primera vez-, Dime lo que papá había pensado, por favor.
– Padre se empeño en que vendieras la casa lo antes posible y vinieras a vivir con Gerald y conmigo en Ashurst…
– Oh, nunca se me ocurriría causarte tal molestia, Ethel.
– …o bien mudarte a uno de esos agradables hotelitos de la costa, dedicados especialmente a parejas jubiladas y solteros. Pensaba que, de esta forma, podrías hacer nuevas amistades y volver a disfrutar de la vida. Yo preferiría que te reunieras con nosotros en Buckingham, pero con las bombas…
– Nunca me habló de vender la casa -murmuró Amy, angustiada-. De hecho, me suplicó…
– Lo sé, querida, pero sabía muy bien cuánto te afectaría su muerte y me pidió que te diera la noticia con delicadeza. Recordarás, sin duda, la larga entrevista que mantuvimos en su estudio la última vez que vine a Yorkshire.
Amy asintió, pero la expresión de perplejidad no abandonó su rostro.
– Recuerdo cada palabra que dijo -prosiguió la señora Trentham-. Haré cuanto esté en mi poder para que sus deseos se respeten, naturalmente.
– Pero yo no sabría por dónde empezar o cómo.
– No hace falta que pienses más querida. -Palmeó el brazo de su hermana-. Para eso estoy aquí.
– ¿Y qué pasará con los criados y mi querido Garibaldi? -preguntó Amy con nerviosismo, mirando al gato-. Padre nunca me perdonaría que los tratara de cualquier manera.
– No puedo estar más de acuerdo. Sin embargo, pensó en todo como siempre, y me dio instrucciones explícitas sobre lo que debía hacerse con toda la servidumbre.
– Papá era muy considerado. Aun así, no estoy muy segura…
La señora Trentham todavía tardó dos días en convencer a Amy de que sus planes para el futuro redundarían en beneficio de todos y, además, sólo se limitaba a cumplir la voluntad de su padre.
Desde aquel momento, sólo bajaba por las tardes a dar un breve paseo por el jardín y cuidar de las petunias. Siempre que la señora Trentham se encontraba con su hermana, le rogaba que no se agotara.
Tres días después, Amy renunció a su paseo de las tardes. El lunes siguiente, la señora Trentham anunció a la servidumbre que tenía una semana para marcharse, a excepción de la cocinera, que se quedaría hasta que la señorita Amy se trasladara a otro sitio. Aquella misma tarde buscó un agente de bienes raíces y puso en venta la casa y el terreno de treinta y cinco hectáreas.
La señora Trentham se entrevistó el martes con el señor Althwaite, un abogado de Harrogate. Durante una de las raras apariciones de Amy, le explicó que no había sido necesario molestar al señor Harrison. Al fin y al cabo, estaba segura de que cualquier problema relativo a la propiedad lo llevaría mejor un hombre del lugar.
Tres semanas más tarde, la señora Trentham logró trasladar a su hermana, junto con sus escasas pertenencias, a un hotelito residencial que dominaba la costa este, a pocos kilómetros al norte de Scarborough. Coincidió con el propietario en que era lamentable no aceptar animales domésticos, pero estaba segura de que su hermana lo comprendería. La orden final de la señora Trentham consistió en que enviaran las facturas mensuales a Coutts & Cía, en el Strand, que las abonarían de inmediato.
Antes de despedirse de su hermana, la señora Trentham le hizo firmar tres documentos.
– Así ya no tendrás que preocuparte por nada, querida -explicó cariñosamente la señora Trentham.
Amy firmó los tres papeles colocados frente a ella sin molestarse en leerlos. La señora Trentham se apoderó enseguida de los tres documentos redactados por el abogado de la localidad y los guardó en su bolso.
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