Siguió en la prensa diaria los resultados logrados por el señor Rutheford. Confesó a Harris que no le importaría pagar al hombre una recompensa adicional por los servicios que le prestaba, pero, como casi todos los activistas, sólo estaba interesado en la causa.
En cuanto los bulldozers penetraron en el solar de la señora Trentham y los trabajos de «Trumper's» se paralizaron, la mujer volvió su atención a Daniel y al problema de su herencia.
Sus abogados le confirmaron que no existía forma de revocar el testamento, a menos que Daniel Trumper renunciara voluntariamente a todos sus derechos. Incluso le entregaron un borrador de las frases que debería firmar en tal circunstancia, y dejaron a la señora Trentham la ingente tarea de lograr que firmara el documento.
A la señora Trentham no le cabía en la cabeza que Daniel y ella llegaran a encontrarse alguna vez, pero, por si acaso, guardó el borrador en el cajón inferior de su escritorio.
– Me alegro de volver a verla, señora -dijo el señor Sneddles-. No encuentro excusas para mi tardanza en finalizar su encargo. Le cobraré únicamente la cantidad que acordamos en nuestra primera entrevista, por supuesto.
El librero no pudo distinguir la expresión de la señora Trentham, pues no se había quitado el velo. Siguió al hombre, dejando atrás interminables estanterías de libros cubiertos de polvo, hasta llegar a la pequeña habitación de atrás. Allí fue presentada al doctor Halcombe que, como el señor Sneddles, llevaba un grueso sobretodo. Declinó tomar asiento cuando observó que la silla estaba cubierta por una fina capa de polvo.
El viejo señaló con orgullo las ocho cajas que descansaban sobre su escritorio. Tardó casi una hora en explicarle, con ocasionales intervenciones del doctor Halcombe, cómo habían catalogado toda la biblioteca de su difunto padre, primero por orden alfabético de autores, después por temas y, finalmente, por títulos. En la esquina inferior izquierda de cada ficha habían añadido el valor aproximado de cada uno.
La señora Trentham demostró una sorprendente paciencia con el señor Sneddles, haciendo de vez en cuando preguntas cuya respuesta la tenía sin cuidado, pero consciente de que daría pie al hombre para entregarse a largas y complicadas explicaciones sobre cómo había empleado su tiempo en los últimos cinco años.
– Ha llevado a cabo un trabajo notabilísimo, señor Sneddles -dijo, tras echar un vistazo a la última ficha, «Zola, Emile (1840-1902)»-. No podía pedir más.
– Es usted muy amable, señora -dijo el viejo, haciendo una reverencia- pero siempre he demostrado un auténtico interés por este tema. Su padre no pudo encontrar a nadie más adecuado para hacerse cargo del trabajo de su vida.
– Convinimos unos honorarios de cincuenta guineas, si no recuerdo mal -dijo la señora Trentham, sacando un cheque del bolso y entregándolo al librero.
– Gracias, señora -contestó el señor Sneddles. Cogió el cheque y lo puso distraído, en un cenicero. Se abstuvo de añadir «Le habría pagado con gusto el doble por el privilegio de efectuar este trabajo».
– Veo que ha valorado toda la colección por una cantidad ligeramente inferior a cinco mil libras -dijo la señora Trentham, examinando con atención los papeles que acompañaban a las cajas.
– En efecto, señora. Debo advertirla, sin embargo de que he sido un poco conservador. Algunos de estos volúmenes son tan peculiares que cuesta calcular el precio que obtendrían en el mercado.
– ¿Significa eso que estaría dispuesto a ofrecerme esa cantidad por la biblioteca si yo quisiera venderla? -preguntó la señora Trentham, mirándole sin pestañear.
– Nada me proporcionaría mayor placer, señora, pero temo que no puedo permitírmelo.
– ¿Cómo reaccionaría usted si le encargara la responsabilidad de su venta? -insistió la señora Trentham sin apartar la vista del anciano.
– Lo consideraría un enorme privilegio, señora, pero quizás tardaría meses, o tal vez años, en coronar la empresa.
– Es posible que podamos llegar a un acuerdo, señor Sneddles.
– ¿Algún acuerdo? No estoy seguro de entenderla bien, señora.
– ¿Qué le parecería una sociedad, señor Sneddles?
La señora Trentham dio su aprobación a la novia elegida por Nigel, pero porque había sido ella la primera en seleccionarla.
Verónica Berry poseía todos los atributos que su futura suegra consideraba necesarios para convertirse en un Trentham. Era de buena familia; su padre era un vicealmirante que aún no había pasado a la reserva, y su madre, la bija de un obispo sufragáneo. Vivían bien sin ser ricos y, sobre todo, de sus tres hijas, Verónica era la mayor.
La boda se celebró en la iglesia parroquial de Kimmeridge, en Dorset, donde Verónica había sido bautizada por el vicario, confirmada por el obispo sufragáneo y, ahora, casada por el obispo de Bath y Wells. La ceremonia fue espléndida, pero sin exagerar, y «los niños», como la señora Trentham les llamaba, pasarían la luna de miel en la finca de Aberdeen, antes de regresar a la casa de Cadogan Place que ella les había elegido. Era lo más conveniente para Chester Square explicaba cuando se lo preguntaban.
Todos los treinta y un socios de Kitcat & Aitken, los corredores de bolsa para quienes trabajaba Nigel, fueron invitados al banquete nupcial, pero sólo cinco aceptaron la amable invitación.
Durante la recepción, que tuvo lugar en el jardín que rodeaba la casa del vicealmirante, la señora Trentham se propuso hablar con todos los socios presentes. Para su consternación, ninguno fue muy optimista sobre el futuro de Nigel.
La señora Trentham confiaba en que su hijo se convertiría en socio de la firma antes de cumplir los cuarenta y cinco años, pues todo el mundo sabía que varios hombres más jóvenes habían visto sus nombres impresos en el ángulo superior izquierdo del papel de carta a pesar de haber ingresado en la firma después que su hijo.
Poco antes de que empezaran los discursos, la lluvia obligó a los invitados a refugiarse bajo la marquesina. La señora Trentham lamentó que el discurso del novio fuera recibido con bastante frialdad. No obstante, decidió que era bastante difícil aplaudir mientras se sujetaba una copa de champagne en una mano y un emparedado de espárragos en la otra. A decir verdad, el padrino de boda de Nigel, Hugh Folland, no lo había hecho mucho mejor.
La señora Trentham localizó a Miles Renshaw, el socio mayoritario, después de los discursos. Le confesó en un aparte que tenía la intención de invertir una cantidad considerable de dinero en una empresa que se iba a convertir en pública. Por lo tanto, necesitaría que la aconsejara respecto a lo que ella describió como su estrategia a largo plazo.
Tal información no produjo ninguna respuesta concreta del caballero en cuestión, pues éste todavía recordaba las promesas de la mujer sobre la cartera de «Hardcastle», una vez que su padre muriera. Pese a todo, el señor Renshaw sugirió que se pasara por las oficinas de la City y le comunicara los detalles de la transacción en cuanto el delicado documento oficial hubiera sido redactado.
La señora Trentham dio las gracias al señor Renshaw y continuó atendiendo a los congregados, como si fuera ella la anfitriona.
No se dio cuenta de que Verónica manifestó en diversas ocasiones su desaprobación.
Fue el último viernes de setiembre de 1947 cuando Gibson llamó a la puerta de la sala de estar, entró y anunció:
– El capitán Daniel Trentham.
Cuando la señora Trentham vio al joven vestido con el uniforme de capitán de los Fusileros Reales, sus piernas le fallaron. El joven avanzó y se detuvo en el centro de la alfombra. La mente de la señora Trentham rememoró de inmediato la entrevista que había tenido lugar en la misma habitación veinticinco años antes. Consiguió recorrer unos metros antes de desplomarse sobre el sofá.
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