Jeffrey Archer - Como los cuervos

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No le fue fácil a Charlie alcanzar el objetivo de amasar una fortuna; sin embargo algo había en él que le hacía un predestinado al triunfo y, como apreciará el lector, este algo tiene mucho que ver con su capacidad de trabajo, astucia, coraje, ganas de aprender y un maravilloso abuelo -el de más fino olfato para la venta- que le guió con su ejemplo en sus primeros tiempos.
Desde las primeras páginas la historia se convierte en una trepidante aventura sobre el mundo de los negocios, en una ascensión ilusionada desde la humilde situación de vendedor de verduras callejero hasta la realización de un gran proyecto empresarial: es la historia de un tendero que metido a negociante termina creando una importante red de establecimientos comerciales mientras van desfilando los grandes acontecimientos de este siglo.

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Muchas de las niñas tenían padres y algunas recibían cartas, hasta visitas ocasionales. La única visita que yo recuerdo fue la de una señora mayor, de aspecto bastante severo, ataviada con un vestido largo de color negro, guantes de encaje blancos hasta los codos, y que hablaba con un acento extraño. No tengo ni idea de qué relación nos unía.

La señorita Benson trataba a esta dama con considerable respeto, y recuerdo que hacía una reverencia cuando se marchaba. Nunca supe su nombre, y cuando fui lo bastante mayor para preguntar quién era, la señorita Benson afirmó que no tenía ni idea de lo que yo le estaba diciendo. Siempre que intentaba interrogarla sobre mis orígenes, respondía con aire de misterio «Quizás es mejor que no lo sepas, niña». No se me ocurre una frase más convincente de la lengua inglesa que aquella que repetía la señorita Benson ad nauseam, pues me impulsó con mayor ardor a descubrir la verdad sobre mis padres.

A medida que pasaban los años, empecé a formular lo que yo consideraba preguntas sutiles sobre el tema de mis padres; a la vicerrectora, a la enfermera, al personal de la cocina, incluso al portero…, pero siempre me estrellaba contra el mismo muro. Cuando cumplí catorce años solicité una entrevista especial con la señorita Benson para hacerle una pregunta directa. Aunque había despachado el tema mucho tiempo atrás con «Quizás es mejor que no lo sepas, niña», lo sustituyó en esta ocasión por «En verdad, Cathy, ni yo misma lo sé». Si bien no rebatí esta explicación, no la creí, pues algunos de los miembros más antiguos del personal me miraban a veces de una forma extraña y, al menos en dos ocasiones, susurraron a mis espaldas, creyendo que no les oía.

No tenía fotos ni recuerdos de mis padres, ni siquiera pruebas de su existencia anterior, a excepción de una pequeña joya que yo consideraba de plata. Recuerdo que mi padre me había dado la crucecita, que siempre colgaba en mi cuello. La señorita Benson reparó una noche en el objeto, mientras yo me estaba desvistiendo en el dormitorio, y me preguntó de dónde había salido el colgante. Le contesté que Betsy Compton me lo había cambiado por una docena de canicas, lo cual pareció calmar su curiosidad. No obstante, desde aquel día procuré ocultar mi tesoro a las miradas curiosas.

Debo de haber sido uno de esos raros niños que adoran ir al colegio desde el primer día que les abren sus puertas. El aula era una bendita escapatoria de mi prisión y sus carceleros. Cada minuto de más que pasaba en el colegio era un minuto menos en St. Hilda, y pronto descubrí que, cuanto más trabajaba, más horas me permitían quedarme. Aún lo tuve más fácil cuando, a la edad de once años, conseguí una plaza en la escuela en el Instituto Femenino de la Iglesia de Inglaterra, en Melbourne, donde se realizaban tantas actividades extraacadémicas, desde primera hora de la mañana hasta bien entrada la noche, que St. Hilda se convirtió meramente en el lugar donde dormía y desayunaba.

Me dediqué a pintar, lo cual me facilitaba pasar varias horas en el aula de arte, sin supervisión o interferencias excesivas; al tenis, que gracias a mis esfuerzos me condujo a ganar un puesto en el segundo equipo del instituto (proporcionándome la oportunidad de practicar hasta que oscurecía), y al cricket, para el que carecía de talento, pero, como máxima anotadora del equipo, no me permitían abandonar mi puesto hasta que la última bola había entrado, y cada dos sábados me escapaba en un autobús para jugar contra otro colegio. Era una de las escasas niñas que preferían jugar partidos a las tareas domésticas.

A los dieciséis años empecé sexto y trabajé con más ahínco todavía. Le notificaron a la señorita Benson que me iban a conceder una beca para la universidad de Melbourne, un acontecimiento inusitado entre las internas de St. Hilda.

Siempre que recibía distinciones o reprimendas académicas (aunque las últimas fueron disminuyendo de número desde que descubrí el colegio), tenía que presentarme ante la señorita Benson en su estudio, donde me dedicaba unas palabras de aliento o desaprobación, según el caso. Después, guardaba la hoja de papel en que anotaba estas ocasiones en una carpeta, que luego introducía en el armario situado detrás de su escritorio. Yo siempre observaba con gran atención este ritual. Primero, sacaba una llave del cajón superior izquierdo de su escritorio, se acercaba al armario, buscaba mi carpeta en el epígrafe «QRS», anotaba mi falta o mérito en la columna correspondiente, cerraba con llave el armario y guardaba de nuevo la llave en el escritorio. Era una rutina invariable.

Otra costumbre fija de la señorita Benson eran sus vacaciones anuales, cada septiembre, cuando iba a visitar a «su gente» de Adelaida.

Cuando estalló la guerra temí que no se ciñera a su hábito, sobre todo después de comunicarnos que todo el mundo debería sacrificarse.

La señora Benson no hizo ningún sacrificio y se marchó hacia Adelaida el mismo día de cada verano, a pesar de las restricciones a los viajes y el racionamiento. Esperé cinco días hasta estar segura de poder llevar adelante el plan que me había trazado.

El sexto día permanecí despierta en la cama hasta después de la una de la madrugada, sin mover un músculo hasta asegurarme de que las dieciséis chicas del dormitorio se habían dormido. Me levanté, cogí una linterna del cajón de la chica que dormía a mi lado y me dirigí hacia la escalera. Si alguien me descubría en route ya tenía una excusa preparada; diría que no me sentía bien, y como había entrado muy pocas veces en la enfermería durante los trece años de estancia en St. Hilda, confiaba en que me creerían.

Me deslicé con sigilo hacia la escalera sin necesidad de la linterna. Desde que la señorita Benson se había ido a Adelaida había practicado la maniobra cada mañana, y también cada noche, con los ojos cerrados. Cuando llegué al estudio de las rectora, abrí la puerta y me deslicé en el interior, encendiendo la linterna. Me acerqué de puntillas al escritorio de la señorita Benson y abrí el cajón superior izquierdo, pero no estaba preparada para encontrarme con unas veinte llaves distintas, algunas agrupadas en anillas y otras sueltas, sin ninguna indicación. Intenté recordar el tamaño y la forma de la que la señorita Benson utilizaba para abrir el armario, pero no sirvió de nada y, con el único auxilio de la linterna, necesité hacer varios viajes entre el armario y el escritorio para localizar la que giró ciento ochenta grados.

Empujé hacia afuera el cajón superior del archivador con la mayor lentitud posible, pero las guías chirriaron escandalosamente. Paré, contuve el aliento y esperé a oír algún movimiento. Miré incluso por debajo de la puerta, para asegurarme de que no se había encendido alguna luz de repente. Una vez convencida de que no había despertado a nadie, comencé a examinar los nombres del fichero «QRS»: Roberts, Rose, Ross… Saqué mi ficha personal y deposité la abultada carpeta sobre el escritorio de la rectora. Me senté en la silla de la señorita Benson y, con la ayuda de la linterna, leí las páginas con todo cuidado. Como casi tenía quince años, y llevaba trece en St. Hilda, como mínimo, mi expediente era bastante grueso. Recordé travesuras y meadas en la cama, así como premios por mis cuadros, incluyendo un premio doble por una de mis aguamarinas, que todavía colgaba en el comedor. Pero, por más que investigué, no hallé nada sobre mí, anterior a los tres años. Me pregunté si sería una regla general, aplicada a todas las chicas que iban a vivir a St. Hilda. Eché un rápido vistazo al expediente de Jennie Ross. Con gran decepción, encontré los nombres de su padre (Ted, fallecido) y de su madre (Susan). Una nota añadida explicaba que la señora Ross tenía otros tres hijos que cuidar, y desde la muerte de su marido, producida por un infarto, no había podido salir adelante con un cuarto.

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