Jeffrey Archer - Como los cuervos

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No le fue fácil a Charlie alcanzar el objetivo de amasar una fortuna; sin embargo algo había en él que le hacía un predestinado al triunfo y, como apreciará el lector, este algo tiene mucho que ver con su capacidad de trabajo, astucia, coraje, ganas de aprender y un maravilloso abuelo -el de más fino olfato para la venta- que le guió con su ejemplo en sus primeros tiempos.
Desde las primeras páginas la historia se convierte en una trepidante aventura sobre el mundo de los negocios, en una ascensión ilusionada desde la humilde situación de vendedor de verduras callejero hasta la realización de un gran proyecto empresarial: es la historia de un tendero que metido a negociante termina creando una importante red de establecimientos comerciales mientras van desfilando los grandes acontecimientos de este siglo.

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Cerré el armario, devolví la llave al escritorio de la señorita Benson, apagué la linterna y subí a toda prisa por la escalera hacia mi dormitorio. Puse la linterna en su sitio y me deslicé en la cama. Me planteé qué debía hacer a continuación.

Era como si mis padres no hubieran existido y mi vida hubiese empezado a los tres años. Como la única alternativa era haber nacido por obra del Espíritu Santo, cosa que yo no aceptaba ni de la Virgen María, mi deseo de averiguar la verdad se hizo más perentorio. Debí quedarme dormida, porque todo lo que recuerdo es que me despertó la campana del instituto al día siguiente.

Cuando me concedieron la plaza en la universidad de Melbourne, me sentí como un presidiario puesto en libertad tras una larga condena. Tuve una habitación para mí sola por primera vez, y ya no tuve que llevar uniforme…, si bien la indumentaria que me podía permitir no habría maravillado a las boutiques de Melbourne. Recuerdo que trabajaba más horas que en el instituto, pues estaba convencida de que si no aprobaba el primer curso, pasaría el resto de mi vida en St. Hilda.

En el segundo años me especialicé en Historia del Arte e Inglés, y continué pintando por pura diversión, pero ignoraba qué carrera me gustaría seguir después de la universidad. Mi profesor sugirió que me dedicara a la enseñanza, pero eso me pareció una prolongación de St. Hilda, y que podía acabar como la señorita Benson.

No tuve muchos novios antes de ir a la universidad. Hasta los quince años pensé que los bebés eran frutos de besar a un hombre, y siempre tenía miedo de quedarme embarazada, sobre todo después de mi experiencia de hacerme mayor sin amigos. Mi primer novio de verdad fue Mel Nicholls, capitán del equipo de fútbol de la universidad. Cuando consiguió, por fin, llevarme a la cama, me dijo que yo era la única chica de su vida y, lo más importante, la primera. Después de hacer el amor, empezó a interesarse en lo único que yo llevaba puesto.

– Nunca había visto nada igual -dijo, cogiendo la cruz entre sus dedos.

– Y van dos primeras veces -me burlé.

– No del todo -rió-, porque he visto una parecida.

– ¿Qué quieres decir?

– Es una medalla. Mi padre ganó tres o cuatro, pero ninguna estaba hecha de plata.

Cuando pienso en ello, considero que por esta información valió la pena perder la virginidad.

En la biblioteca de la universidad de Melbourne hay una extensa selección de libros que tratan de la Primera Guerra Mundial, abarcando además Gallípoli y la campaña del Extremo Oriente, pero sin dar mucha importancia al día D y a El Alamein. Sin embargo, encajado entre las páginas dedicadas a las hazañas realizadas por los soldados de infantería australianos, hay un capítulo sobre las gestas de los británicos, completado con varias láminas en colores.

Descubrí que había VCs, DSOs, DSCs, CBEs, OBEs… Las variaciones parecían interminables, hasta que en la página cuatrocientas nueve encontré lo que estaba buscando: la Cruz Militar, una cinta de seda blanca, con franjas horizontales de color púrpura y una medalla forjada en plata, con la corona imperial en cada uno de los cuatro brazos. Era concedida a los oficiales de graduación inferior a mayor «por valor sobresaliente en el combate». Empecé a preguntarme si mi padre era un héroe de guerra y había muerto en plena juventud a consecuencia de terribles heridas. Al menos, la explicación de sus constantes gritos residiría en los sufrimientos que padecía.

Mi siguiente labor detectivesca consistió en visitar una tienda de antigüedades de Melbourne. El hombre que atendía el mostrador estudió la medalla y me ofreció por ella cinco libras. No me molesté en explicarle por qué no me habría desprendido del objeto ni por quinientas libras; al menos, me informó que el único comerciante de Australia especializado en medallas auténticas era el señor Clive Jennings, al que localizaría en la calle Mafeking, número 47, de Sydney.

En aquel tiempo pensaba que Sydney estaba al otro lado del mundo, y mi escasa subvención me impedía realizar tal viaje. Tuve que armarme de paciencia y esperar al trimestre de verano, cuando solicité ser la anotadora del equipo universitario de cricket. Me rechazaron por razón de mi sexo. Las mujeres no podían aspirar a comprender por completo la mecánica del juego, me explicó un chico que solía sentarse detrás de mí para copiar mis apuntes. No me quedó otra alternativa que pasar horas practicando como una loca, hasta que fui seleccionada para el segundo equipo femenino de tenis. No lo consideré un gran éxito, pero había un encuentro en el calendario que me interesaba: Sydney (A).

La mañana que llegamos a Sydney me encaminé directamente a la calle Mafeking y me quedé sorprendida al ver la cantidad de jóvenes uniformados. El señor Jennings en persona examinó la medalla con mucho más interés que el comerciante de Melbourne.

– Es una MC en miniatura, en efecto -me dijo, mirando el objeto con una lupa-. Se lleva en los uniformes de gala. Estas tres iniciales grabadas bajo el borde de un brazo, apenas discernibles a simple vista, nos darán una pista de la persona que mereció la condecoración.

Miré por la lupa del señor Jennings algo que nunca había visto hasta entonces, pero distinguí claramente las iniciales «G. F. T.».

– ¿Hay alguna forma de averiguar quién es G. G. T.? -pregunté esperanzada.

– Oh, sí -contestó el señor Jennings. Sacó un libro encuadernado en piel de una estantería situada detrás de él y pasó las páginas hasta encontrar un Godfrey St. Thomas y un George Víctor Taylor, pero no localizó a nadie con las iniciales G. F. T. -. Lo siento, pero no puedo ayudarla. Esta medalla en particular no ha sido concedida a ningún australiano; si no, estaría catalogada aquí. -Palmeó el volumen-. Tendrá que escribir a Londres, al ministerio de la Guerra, si desea más información. Tienen los expedientes de todos los miembros de las fuerzas armadas que han recibido alguna condecoración por su valor.

Le di las gracias por su ayuda, pero no antes de que me ofreciera diez libras por la medalla. Sonreí y fui a reunirme con el equipo de tenis, para preparar el partido contra la universidad. Perdí por 6-0 y 6-1, incapaz de concentrarme en nada. Aquella temporada no fui seleccionada para el equipo de tenis.

Al día siguiente, atendiendo al consejo del señor Jennings, escribí al ministerio de Guerra. La respuesta tardó en llegar varios meses, cosa que no me sorprendió, porque en 1944 todo el mundo tenía otras cosas en qué pensar. Sin embargo, recibí por fin un sobre de color amarillo, informándome de que el propietario de la medalla podía ser, o bien Graham Frank Turnbull, del regimiento del duque de Wellington, o Guy Francis Trentham, de los Fusileros Reales. ¿Cuál era, pues, mi apellido auténtico, Turnbull o Trentham?

Aquel mismo día escribí a la oficina del alto comisario británico en Canberra, solicitando las direcciones a las que podía dirigirme para recabar información sobre los dos regimientos mencionados en la carta. Recibí la respuesta un par de semanas más tarde. A tenor de los nuevos datos envié dos cartas más a Inglaterra, una a Halifax y la otra a Hounslow, en Middlesex. Después, me resigné a otra larga espera. Cuando ya has empleado quince años de tu vida en tratar de descubrir tu verdadera identidad, unos cuantos meses más no parecen tan importantes. En cualquier caso, ahora que había empezado mi último curso, tenía muchísimo trabajo por hacer.

El regimiento del duque de Wellington fue el primero en responder, informándome de que el teniente Graham Frank Turbull había muerto en Passchendaele el 6 de noviembre de 1917. Como yo sabía que había nacido en 1924, descarté al teniente Turnbull. Recé por Guy Francis Trentham.

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