– No me resulta fácil, sir Charles.
Charlie asintió con la cabeza.
– Lo comprendo. Tómese su tiempo.
– ¿Me confirma que no reveló a su hijo los detalles concernientes al testamento de sir Raymond?
– No lo hicimos. Nos salvó del mal rato el anuncio del futuro matrimonio de Daniel y, después, su afortunada llamada.
– Bien, es una buena noticia -dijo el señor Harrison- para la encantadora señorita Ross, sin duda. Felicítela de mi parte, por favor.
– ¿Usted ya estaba enterado? -preguntó Becky.
– Oh, sí. Era obvio para todo el mundo, ¿no?
– Para todo el mundo, excepto nosotros -confesó Charlie.
El señor Harrison se permitió una sonrisa irónica y sacó una carpeta de la cartera Gladstone.
– No les haré perder más tiempo -continuó el señor Harrison-, Durante una conversación que sostuve hace unos días con los abogados de la otra parte, salió a relucir que, tiempo atrás, Daniel visitó a la señora Trentham en su residencia de Chester Square.
Charlie y Becky fueron incapaces de ocultar su sorpresa.
– Lo que yo pensaba -dijo el señor Harrison-. Ustedes, al igual que yo, ignoraban por completo que tal encuentro se hubiera producido.
– Pero ¿cómo pudieron encontrarse, si…? -empezó Charlie.
– Nunca lo sabremos, sir Charles. No obstante, sí sé que, en ese encuentro, Daniel llegó a un acuerdo con la señora Trentham que, por desgracia, me temo que es legal.
– ¿Y cuál fue la naturaleza de ese acuerdo? -preguntó Charlie.
El viejo abogado sacó una hoja de la carpeta y releyó las palabras escritas por la señora Trentham de su puño y letra: «A cambio de que la señora Trentham retire su oposición a la solicitud de construcción del edificio conocido como Torres Trumper, y por renunciar a la reconstrucción de los pisos de Chelsea Terrace, Daniel Trumper renunciará a los derechos sobre los bienes de la familia Hardcastle que se le acrediten ahora o en el futuro». En aquel momento, por supuesto, no tenía ni idea de que era el principal beneficiario del testamento de sir Raymond.
– ¿Por eso se rindió sin luchar? -preguntó Charlie.
– Eso parece.
– Daniel lo hizo todo a nuestras espaldas -dijo Becky, mientras su marido leía el documento.
– ¿Y dice que es legal? -fueron las primeras palabras de Charlie después de leer la hoja.
– Sí, me temo que así es, sir Charles.
– ¿Aunque él ignorase los detalles de la herencia? -inquirió Charlie.
– Es un contrato entre dos personas. Los tribunales asumirán que Daniel renunció a todos sus derechos sobre los bienes de los Hardcastle, pues la señora Trentham cumplió su parte del trato.
– ¿Se podría aducir coerción?
– ¿De un hombre de veintiséis años por una mujer que rebasa los setenta? Difícilmente, sir Charles.
– ¿Cómo es posible que esa entrevista tuviera lugar?
– Lo ignoro -respondió el abogado-. Por lo visto, ella no entró en detalles ni con sus propios abogados. Sin embargo, supongo que ahora comprenderán por qué consideré que éste no era el momento más indicado para sacar a relucir el tema de la herencia de sir Raymond.
– Tomó la decisión correcta -aprobó Charlie.
– Y ahora el tema se ha cerrado para siempre -susurró Becky.
– ¿Por qué? -preguntó Charlie, rodeando con el brazo a su mujer.
– Porque no quiero que Daniel se pase el resto de su vida pensando que traicionó a su bisabuelo, cuando su único propósito al firmar aquel acuerdo era ayudarnos. -Las lágrimas resbalaban por las mejillas de Becky cuando se volvió para mirar a su marido.
– Quizá debería hablar con Daniel, de hombre a hombre.
– Charlie, no quiero que nunca más saques a relucir el tema de Guy Trentham delante de mi hijo. Te lo prohíbo.
El apartó su brazo y la miró como un niño al que hubieran regañado injustamente.
– Sólo me alegro de que sea usted quien nos haya comunicado esta infortunada noticia -dijo Becky-. Siempre ha sido muy considerado con nosotros.
– Gracias, pero me temo que aún me quedan más noticias que comunicarles, lady Trumper.
Becky aferró la mano de Charlie.
– Debo informarles de que la señora Trentham no se ha quedado satisfecha con asestarles ese golpe.
– ¿Qué más nos puede hacer? -preguntó Charlie.
– Por lo visto, ahora desea desprenderse del solar de Chelsea Terrace.
– No lo creo -dijo Becky.
– Yo sí -afirmó Charlie-. Pero ¿a qué precio?
– Ése es el verdadero problema -dijo el señor Harrison, que se inclinó para sacar otra carpeta de su vieja cartera de piel.
Charlie y Becky intercambiaron una rápida mirada.
– La señora Trentham le ofrecerá el solar de Chelsea Terrace por el diez por ciento de las acciones de «Trumper's» -hizo una pausa- y un puesto en el consejo de administración para su hijo Nigel.
– Jamás -dijo Charlie.
– Si rechaza su oferta -añadió el abogado-, venderá la propiedad al mejor postor…, sea quien sea.
– Muy bien -dijo Charlie-, En cualquier caso, acabaremos adquiriendo el terreno.
– A un precio mucho más elevado que el diez por ciento de nuestras acciones, sospecho -dijo Becky.
– Vale la pena pagar ese precio después de todo lo que nos ha hecho.
– La señora Trentham también ha exigido que su oferta sea presentada en la próxima reunión de la junta y sometida a votación.
– Carece de autoridad para exigir eso -protestó Charlie.
– Si usted rehúsa acceder a esta exigencia, tiene la intención de informar de la oferta por carta a todos los accionistas y convocar después una asamblea general extraordinaria, en la que presentará personalmente su caso y pedirá que se vote el tema.
– ¿Puede hacerlo? -Charlie parecía preocupado por primera vez.
– A juzgar por todo lo que sé acerca de esa dama, sospecho que no habría lanzado tal desafío sin haberse asesorado legalmente con anterioridad.
– Da la impresión de que adivina nuestros movimientos por anticipado -se quejó Becky.
La voz de Charlie reveló la misma angustia.
– No tendría que preocuparse por nuestros siguientes movimientos si su hijo estuviera en la junta. Se lo diría todo después de cada reunión.
– Por lo tanto, parece que tendremos que acceder a sus exigencias -dijo Becky.
– Estoy de acuerdo con usted, lady Trumper -dijo el señor Harrison-. No obstante, consideré justo informarles con todo detalle sobre las intenciones de la señora Trentham, porque en la reunión del próximo martes tendré el penoso deber de poner al corriente a la junta.
En la siguiente reunión de la junta, celebrada el martes siguiente, sólo se produjo una ausencia «justificada»: Simón Matthews se encontraba en Ginebra para dirigir una subasta de joyas raras. Charlie le había asegurado que su presencia no sería vital. Cuando el señor Harrison terminó de explicar las condiciones de la oferta lanzada por la señora Trentham, todo el mundo quiso hablar a la vez.
– Quiero dejar clara mi postura desde el principio -dijo Charlie, cuando logró establecer un poco de orden-. Soy contrario a esta oferta al cien por cien. No confío en esa dama, y nunca lo he hecho. Aún más, creo que, a la larga, su propósito es perjudicar a la empresa.
– Señor presidente -intervino Paul Merrick-, si ella piensa vender el terreno de Chelsea Terrace al mejor postor, no le costaría nada utilizar el dinero de la venta en adquirir otro diez por ciento de acciones de la empresa cuando le conviniera. ¿Qué otra alternativa nos queda?
– No tener que convivir con su hijo -dijo Charlie-. Recuerde que en el lote va incluido ofrecerle un puesto en la junta.
– Pero si poseyera el diez por ciento de la empresa, o más, sería nuestro deber aceptarle como director, nos gustara o no.
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