– Oh, lo siento mucho -dijo Cathy, empezando a levantarse.
– No, no. -Charlie le indicó que no se moviera -. No seas tonta, no es tan importante. Lo dejaremos para más tarde.
– Están muy calientes, así que ten cuidado -dijo Daniel, dejando caer un bollo en el plato de Cathy-, Bien, si mi herencia es de una insignificancia tan monumental, daré yo mi noticia. Redoble de tambores, arriba el telón, primera línea. -Daniel alzó la tostadera como si fuera una batuta -. Cathy y yo nos vamos a casar.
– No me lo creo -exclamó Becky, saltando de la silla y abrazando a Cathy-, Es una noticia maravillosa.
– ¿Desde cuándo os conocéis? -preguntó Charlie-, Debo de haber estado ciego.
– Desde hace más de un año -admitió Daniel-, Para ser justos, papá, ni siquiera tú tienes un telescopio capaz de enfocar Cambridge todos los fines de semana. Te revelaré otro pequeño secreto: Cathy no me permitió decíroslo hasta que mamá la invitó a integrarse en el comité directivo.
– Como comerciante desde hace una eternidad, muchacho -dijo Charlie, resplandeciente-, debo decirte que te llevas lo mejor del negocio. -Daniel sonrió-. De hecho, creo que Cathy sale perdiendo. ¿Cuándo empezó todo esto?
– Nos conocimos durante la inauguración de su casa, hace casi dieciocho meses. Usted no se acordará, sir Charles, pero nos trompeamos en la escalera -dijo Cathy, jugueteando nerviosamente con la cruz que colgaba de su cuello.
– Claro que me acuerdo; pero haz el favor de llamarme Charlie.
– ¿Ya habéis decidido la fecha? -preguntó Becky.
– Pensamos casarnos durante las vacaciones de Pascua -dijo Daniel-, ¿Os va bien a los dos?
– La próxima semana me va bien -contestó su padre-. Nada podría hacerme más feliz. ¿Dónde queréis que se celebre la boda?
– En la capilla del Trinity -contestó Daniel sin vacilar-. Cathy, por desgracia, ya no tiene familia, y pensamos que casarnos en Cambridge sería lo mejor, dadas las circunstancias.
– ¿Y dónde viviréis? -preguntó Becky.
– Ah, eso depende -dijo Daniel con aire de misterio.
– ¿De qué? -preguntó Charlie.
– He solicitado la cátedra de matemáticas en el King's de Londres… y me han confirmado que su decisión será anunciada al mundo dentro de dos semanas.
– ¿Tantas esperanzas tienes? -preguntó Becky.
– Bien, te lo explicaré -dijo Daniel-, El rector me ha invitado a cenar con él el próximo jueves en sus aposentos, y como nunca he visto al caballero en cuestión… -Se interrumpió cuando sonó el teléfono.
– Vaya, ¿quién será? Los monstruos no me suelen molestar los domingos. -Daniel descolgó el teléfono y escuchó unos momentos-, Sí, está aquí -dijo al cabo de unos segundos-, ¿Quién la llama? Se lo diré. -Miró a su madre-. El señor Harrison pregunta por ti, mamá.
Becky se levantó y cogió el teléfono. Charlie tenía aspecto de temer algo.
– ¿Es usted, lady Trumper?
– Sí, soy yo.
– Soy Harrison. Seré breve. Antes de nada, ¿ha informado a Daniel de los detalles relativos al testamento de sir Raymond?
– No. Mi marido estaba a punto de hacerlo.
– En ese caso, no mencione el tema hasta que nos veamos de nuevo, por favor.
– Pero… ¿por qué? -Becky comprendió que ahora iba a ser necesario disimular.
– Prefiero no discutirlo por teléfono, lady Trumper. ¿Cuándo volverá a la ciudad?
– Esta noche.
– Creo que deberíamos vernos lo antes posible.
– Si lo considera necesario… -Becky seguía desconcertada.
– ¿Le va bien a las siete?
– Sí, estoy segura de que ya habremos regresado a esa hora.
– En ese caso, acudiré a su casa a las siete. Le ruego que, haga lo que haga, no mencione para nada el testamento de sir Raymond a Daniel, Le pido disculpas por tanto misterio, pero temo que no me queda otra elección. Adiós, querida señora.
– Adiós -dijo Becky, colgando el teléfono.
– ¿Problemas? -preguntó Charlie, enarcando una ceja.
– No lo sé. -Becky miró a Charlie a los ojos-, El señor Harrison quiere verme otra vez sobre aquellos papeles que me comentó el otro día. -Charlie hizo una mueca-. Y no quiere que hablemos de ello con nadie más, de momento.
– Eso sí que suena misterioso -comentó Daniel, volviéndose hacia Cathy-. El señor Harrison, querida, está en la junta del carretón. Es un hombre que consideraría llamar a su esposa en horas de oficina una violación del contrato.
– Parece que reúne todas las cualidades para sentarse en la junta directiva de «Trumper's».
– Le viste una vez, de hecho -dijo Daniel-, Su esposa y él también acudieron a la fiesta de la inauguración, pero me temo que sus rasgos son fáciles de olvidar.
– ¿Quién pintó ese cuadro? -preguntó Charlie de repente, mirando una aguamarina del Cam que colgaba sobre el escritorio de Daniel.
Becky confió en que el cambio de tema no hubiera sido demasiado descarado.
Durante el viaje de regreso a Londres, Becky se debatió entre la alegría de tener a Cathy por futura nuera y el nerviosismo que le producía la llamada del señor Harrison.
Cuando Charlie le pidió por enésima vez más detalles, Becky trató de repetir la conversación mantenida con Harrison, palabra por palabra, pero no por ello dedujeron algo más.
– Pronto lo sabremos -dijo Charlie. Salió de la Al, atravesó Whitechapel y entró en la ciudad. Siempre que pasaba frente a los carretones que exhibían sus artículos y el club juvenil donde había recibido su primera lección de boxeo, experimentaba un escalofrío.
Frenó el coche de repente y miró por la ventanilla.
– ¿Por qué te paras? -preguntó Becky-, No tenemos tiempo que perder.
Charlie señaló el club juvenil masculino de Whitechapel: parecía todavía más ruinoso y abandonado que de costumbre.
– Has visto el club mil veces, Charlie. No podemos llegar tarde a nuestra cita con el señor Harrison.
Charlie sacó su agenda y desenroscó el capuchón de la pluma.
– ¿Qué vas a hacer?
– Becky, ¿cuándo aprenderás a ser más observadora? -Charlie copió el número de la inmobiliaria que constaba en el cartel de «En venta».
– ¿No pensarás abrir un segundo «Trumper's» en Whitechapel?
– No, pero quiero averiguar por qué van a cerrar mi antiguo club juvenil -contestó Charlie. Guardó la pluma y puso la primera.
Los Trumper llegaron a Eaton Square, 17, media hora antes de que el señor Harrison se presentara; ambos sabían que el señor Harrison era implacablemente puntual.
Becky se puso enseguida a quitar el polvo de las mesas y a disponer los almohadones de la sala de estar.
– Todo está en orden -dijo Charlie-. Deja de preocuparte por tonterías. En cualquier caso, para eso he contratado un ama de llaves.
– Pero es una noche de domingo -le recordó Becky. Continuó ordenando objetos que no tocaba desde hacía meses, y luego encendió la chimenea.
A las siete en punto sonó el timbre de la puerta. Charlie fue a recibir a su invitado.
– Buenas noches, sir Charles -saludó el señor Harrison, quitándose el sombrero.
Ah, sí, pensó Charlie, hay otro conocido mío que nunca me llama Charlie. Cogió el abrigo, la bufanda y el sombrero del señor Harrison y los colgó en el perchero del vestíbulo.
– Lamento molestarles un domingo por la noche -dijo el señor Harrison, siguiendo a su anfitrión hasta la sala de estar-, pero espero que cuando me haya escuchado se dé cuenta de que he tomado la decisión correcta.
– Por supuesto. A los dos nos intrigó su llamada. Permítame ofrecerle algo de beber. ¿Un whisky?
– No, gracias, pero aceptaría con gusto un jerez seco.
Becky sirvió un Tío Pepe al señor Harrison y un whisky a su marido. Después, se reunió con los dos hombres alrededor del fuego y aguardó a que el abogado explicara los motivos de su extraña llamada.
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