Una bala perdida disparada desde el bando alemán mató al soldado Prescott antes de que lograra llegar a nuestras trincheras. El cabo Trumper sobrevivió, a pesar del intenso fuego procedente de las líneas enemigas.
Por este acto de heroísmo frente al enemigo, el capitán Trentham fue recompensado con la MC.
Escribí palabra por palabra la citación, cerré el pesado libro y lo devolví al sargento.
– Trentham -dijo él-. Si no recuerdo mal, señorita, hay una foto de él colgada de la pared.
El sargento cogió sus muletas, salió de detrás del mostrador y cojeó lentamente hacia el extremo más alejado del museo. No me di cuenta hasta aquel momento de que el pobre hombre sólo tenía una pierna.
– Por aquí, señorita -dijo-. Sígame.
Las palmas de mis manos se cubrieron de sudor y me sentí un poco mareada al pensar que iba a ver por fin el rostro de mi padre. ¿Nos pareceríamos en algo?
El sargento dejó atrás las VCs y llegamos a la fila de MCs. Eran fotografías antiguas, en color sepia, mal enmarcadas. Las recorrió con el dedo: Stevens, Thomas, Tubbs.
– Qué raro. Juraría que la foto estaba aquí. Bien, que me cuelguen. Debió perderse cuando nos trasladamos desde la Torre.
– ¿Podría estar su foto en otra parte?
– No sin que yo lo supiera, señorita. Tendría que habérmelo imaginado, pero juraría que había visto su foto en el museo cuando estaba en la Torre. Bien, que me cuelguen -repitió.
Le pregunté si podía proporcionarme más detalles sobre el capitán Trentham y si sabía lo que había sido de él después de 1918. Volvió al mostrador y buscó su nombre en la guía del regimiento.
– Entró en el servicio activo en 1915, ascendido a teniente primero en 1916, capitán en 1917, India 1920-1922, abandonó el ejército en 1922. No se sabe nada de él desde entonces, señorita.
– ¿Podría seguir vivo, pues?
– Desde luego, señorita. Tendría unos cincuenta años, cincuenta y cinco, como máximo.
Le di las gracias y me marché a toda prisa, consciente de que había pasado mucho tiempo en el museo y temerosa de perder el tren de vuelta a Londres. Mi turno empezaba a las cinco.
Me senté en el tren y contemplé por la ventanilla la campiña inglesa. Me complació pensar que mi padre había sido un héroe de la Primera Guerra Mundial, pero no conseguía adivinar por qué la señorita Benson se negaba a contarme nada sobre él. ¿Por qué había ido a Australia? ¿Se había cambiado el apellido por el de Ross? Presentí que debería volver a Melbourne para averiguar qué le había ocurrido exactamente a Guy Francis Trentham. De haber tenido dinero para pagarme el pasaje, habría partido aquella misma noche, pero acepté la realidad de que debería trabajar otros nueve meses en el hotel antes de que me adelantaran el dinero necesario para pagarme el billete de vuelta a casa. Resolví cumplir mi sentencia.
En 1947, Londres era una ciudad excitante para una chica de veintitrés años y, pese al duro trabajo, había muchas compensaciones. Siempre que tenía tiempo libre visitaba una galería de arte, un museo, o iba al cine con una chica del hotel. En un par de ocasiones fui a bailar al Hammersmith Palais con un grupo de amigas. Una noche, cuando mi contrato con el Ayres estaba a punto de expirar, recuerdo que un tipo de la RAF bastante atractivo me preguntó si quería bailar con él. A los pocos momentos de empezar intentó besarme. Cuando le aparté se enardeció aún más, y tan sólo una fuerte patada en el tobillo, seguida de una breve carrerilla por la pista de baile, hizo posible que me escapara. Minutos después me encontré en la acera, y me dirigí de vuelta al hotel.
Paseé por Chelsea en dirección a Earl's Court y me detuve de vez en cuando a admirar los artículos inasequibles que se exhibían en todos los escaparates. Me fijé especialmente en un chal largo de seda azul que cubría los hombros de un elegante y esbelto maniquí. Dejé de mirar tiendas un momento y reparé en el letrero situado sobre la puerta: «Trumper's». El nombre me sonó familiar, pero no supe por qué. Regresé sin prisas hacia el hotel, pero el único Trumper que recordaba era el legendario jugador australiano de cricket, muerto antes de que yo naciera. Después, en plena noche, me acordé. Trumper, C., era el cabo mencionado en la citación de mi padre. Repasé enseguida las palabras que había copiado durante mi visita al museo de los Fusileros Reales.
Era la primera vez que me topaba con aquel apellido desde mi llegada a Inglaterra, y me pregunté si el propietario de la tienda estaría relacionado de alguna forma con el cabo, y podría ayudarme a encontrarle. Decidí volver al museo de Hounslow al día siguiente y ver si mi amigo cojo podía prestarme de nuevo su concurso.
– Me alegro de volver a verla, señorita -dijo, cuando me acerqué al mostrador. Me conmovió que se acordara de mí-, ¿Busca más información?
– Exacto. El cabo Trumper, ¿no es él…?
– Charlie Trumper, el comerciante honrado. Desde luego, señorita, pero ahora es sir Charles y dueño del mayor grupo de tiendas de Chelsea Terrace.
– Eso pensé.
– Iba a decírselo el día anterior, pero se marchó antes de que pudiera hacerlo, señorita. -Sonrió -, Se podría haber ahorrado un viaje en tren y seis meses de su tiempo.
La noche siguiente, en lugar de ir a ver a Greta Garbo al cine Gate de Notting Hill Gate, me senté en un banco en la acera opuesta a Chelsea Terrace y me dediqué a contemplar una fila de escaparates. Por lo visto, sir Charles era el dueño de casi todas las tiendas de la calle. Me pregunté por qué habría permitido que un solar tan grande continuara ocupando el centro de la manzana.
Mi siguiente problema era encontrar la forma de verle. Lo único que se me ocurrió fue que tal vez podía llevar la medalla al número 1 para que la tasaran… y después, rezar.
La semana siguiente me tocó el turno de día en el hotel, así que no pude volver al número 1 de Chelsea Terrace hasta el otro lunes por la tarde. Enseñé mi medalla a la dependienta y pregunté si podía tasarla. Ella la examinó, y después llamó a otra persona. Un hombre alto, de aspecto diligente, pasó cierto tiempo estudiando la pieza antes de darme su opinión.
– Una MC en miniatura, a veces conocida como MC de gala porque se lleva en determinadas celebraciones del regimiento, como reuniones o cenas. Su valor aproximado es de diez libras. -Vaciló un momento-. De todos modos, Spink's en la calle King número 5, SW1, la asesorará más detalladamente, si usted lo solicita.
– Gracias -dije, sin averiguar nada nuevo e incapaz de pensar en cómo formular una pregunta directa sobre el historial bélico de sir Charles.
– ¿Puedo ayudarla en algo más? -preguntó el hombre, al verla inmóvil en su sitio.
– ¿Cómo puedo entrar a trabajar aquí? -pregunté de sopetón, sintiéndome bastante estúpida.
– Presente una solicitud por escrito, adjuntando su curriculum y experiencia. Nos pondremos en contacto con usted dentro de unos días.
– Gracias -respondí, y me fui sin decir nada más.
Aquella noche redacté una larga carta, especificando mi curriculum. Me pareció un poco endeble cuando repasé lo escrito.
A la mañana siguiente reescribí la carta en el mejor papel del hotel; puse en el sobre «Solicitudes de trabajo» (pues ignoraba a qué nombre enviarlo, a excepción de «Trumper's»), Chelsea Terrace, número 1, Londres, SW7.
La tarde siguiente entregué la misiva en mano a una empleada de la sala de subastas, sin la menor esperanza de recibir contestación. En cualquier caso, no estaba muy segura de qué iba a hacer si me ofrecían un empleo, pues pensaba regresar a Melbourne dentro de escasas semanas, y no se me ocurría cómo me ayudaría a entrevistarme con sir Charles trabajar en «Trumper's».
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