Varias semanas después recibí la respuesta de los Fusileros Reales, informándome de que el capitán Guy Francis Trentham había sido condecorado el 18 de julio de 1918, tras la segunda batalla del Marne. Obtendría más detalles en la biblioteca del museo del Regimiento, en Hounslow, pero tenía que hacerlo en persona, pues carecían de autorización para revelar información por correo de los miembros del regimiento.
Inicié otra línea de investigación, con resultados nulos. Pasé toda una mañana buscando el apellido Trentham en los registros de nacimiento de Melbourne, cuya oficina se encontraba en la calle Queen. No había ningún Trentham, aunque sí varios Ross, pero ninguno concordaba con mi fecha de nacimiento. Empecé a darme cuenta de que alguien se había tomado mucho trabajo para borrar las huellas de mi origen. Pero ¿por qué?
De pronto, mi único propósito en la vida consistió en ir a Inglaterra, a pesar de que no tenía dinero y la guerra acababa de terminar. Examiné todos los cursos de graduado y pregraduado que se ofrecían; mi tutor consideró que sólo valía la pena solicitar una beca para la escuela de arte Slade, que concedía tres plazas cada año a los estudiantes que residieran en cualquier país de la Commonwealth. Empecé a ser consciente de horas que ni siquiera sabía que existían. Por fin, me adjudicaron una plaza en una lista de seis, a falta de una entrevista final en Canberra.
Pensé que la entrevista había ido bien, Los examinadores me dijeron que mi trabajo teórico sobre Historia del Arte era muy meritorio, si bien mi trabajo práctico no alcanzaba el mismo nivel.
El sobre de Slade llegó un mes después. Lo abrí con nerviosismo y extraje una carta que empezaba:
«Querida señorita Ross:
Lamentamos comunicarle…»
La única recompensa a tantos esfuerzos fue superar los exámenes finales con matrícula de honor, pero no me había acercado ni un centímetro más a Inglaterra.
Desesperada, telefoneé al alto comisariado británico y me pusieron con el agregado de trabajo. Una dama me informó que, dadas mis calificaciones, podía aspirar a varios puestos de enseñante. Añadió que debería firmar un contrato por tres años y responsabilizarme de los preparativos para el viaje… Una frase exquisita, pues si no podía pagarme el viaje a Sydney, mucho menos al Reino Unido. En cualquier caso, pensé que sólo necesitaría pasar un mes en Inglaterra para encontrar la pista de Guy Francis Trentham.
La segunda vez que llamé, la misma dama informó de que los únicos trabajos disponibles se conocían como «traficantes de esclavos». Eran empleos en hoteles, hospitales u hogares de ancianos. No se recibía, prácticamente, paga alguna, a cambio de pasaje de ida y vuelta. Como aún no me había decantado por ninguna carrera en particular y me daba cuenta de que ésta era mi única oportunidad de trasladarme a Inglaterra y localizar algún pariente, llamé al departamento del agregado de trabajo y firmé el contrato. Casi todos mis amigos de la universidad abrigaron la convicción de que yo padecía una aberración mental temporal, pero ignoraban el auténtico propósito de mi viaje a Inglaterra.
El barco en el que zarpamos hacia Southempton no debía diferenciarse mucho de las cáscaras de nuez en que llegaron los primeros inmigrantes, ciento setenta años antes. Nos alojaron a tres «tratantes de esclavos» en un camarote no mayor que mi habitación del campus universitario, y si el barco escoraba más de diez grados todos terminábamos en el suelo. A los tres nos habían destinado al hotel Ayres de Earl's Court, y nos aseguraron que se hallaba en el centro de Londres. Yo no tenía ni idea de lo que nos esperaba allí. Tras seis semanas de viaje, fuimos recibidos en el muelle por una destartalada camioneta del ejército que nos llevó a Londres y nos depositó ante los peldaños del hotel Ayres.
La dueña nos acomodó a las tres en la misma habitación. Me sorprendió descubrir que era tan pequeña como el camarote que habíamos padecido en el barco. Al menos, esta vez no te caías de la cama cuando menos lo esperabas.
Pasaron dos semanas antes de que me concedieran un auténtico descanso, y me lo pasé en la oficina de correos de Kensington, consultado el listín telefónico de Londres. No había ningún Trentham.
– Puede que no conste en el listín -me explicó la empleada-. Eso quiere decir que no cogerán su llamada.
– O que en Londres no vive ningún Trentham -contesté. Acepté que el museo del regimiento era mi última oportunidad.
Pensaba que había trabajado duro en la universidad de Melbourne, pero las horas que nos obligaban a bregar en el Ayres habrían derrumbado a cualquier soldado. Por mi parte, no pensaba admitirlo ni por un momento, sobre todo cuando mis dos compañeras de cuarto tiraron la toalla al cabo de un mes, telegrafiaron a sus padres en Sydney pidiendo dinero y regresaron a Australia en el primer barco disponible. Al menos, tuve una habitación para mí sola durante unos días. Para ser sincera, me habría gustado hacer las maletas y volverme con ellas, pero no tenía a nadie en Australia a quien poder telegrafiar pidiendo dinero.
El primer día libre completo que no me sentí completamente agotada me marché en tren a Hounslow, en Middlesex. Al salir de la estación, el revisor me indicó la dirección del cuartel y museo de los Fusileros Reales. Después de caminar un par de kilómetros llegué al edificio que estaba buscando. A excepción de un recepcionista, parecía deshabitado.
Llevaba un uniforme kaki, con tres galones en cada brazo. Dormitaba tras el mostrador. Me acerqué y fingí que no quería despertarle.
– ¿Puedo ayudarla, señorita?
– Eso espero.
– ¿Australiana?
– ¿Tanto se nota?
– Luché con sus chicos en África del Norte. Unos soldados magníficos, se lo aseguro. ¿En qué puedo ayudarla, señorita?
– Les escribí desde Melbourne -dije, sacando una copia de la carta-. Sobre el dueño de esta medalla. -Pasé la cadena por encima de la cabeza y le tendí la medalla-. Se llamaba Guy Francis Trentham.
– Una MC en miniatura -dijo el sargento sin vacilar, sosteniendo la medalla en la mano-. ¿Ha dicho Guy Francis Trentham?
– Exacto.
– Bien. Le buscaremos en el libro mayor. 1914-1918, ¿verdad?
Asentí con la cabeza.
Se acercó a una maciza estantería que casi cedía bajo el peso de gruesos volúmenes y sacó un enorme libro encuadernado en piel. Lo dejó sobre el mostrador con un golpe sordo, lanzando polvo en todas direcciones. En la cubierta, impresas en oro, se leían las palabras: «Reales Fusileros, Condecoraciones, 1914-1918».
– Echemos un vistazo, pues -dijo, pasando las páginas. Espero impaciente-. Aquí está nuestro hombre -anunció en tono triunfal-. Guy Francis Trentham, capitán. -Dio la vuelta al libro para que yo viera el epígrafe.
La citación del capitán Trentham ocupaba veintidós líneas. Le pregunté si podía copiarlo todo.
– Por supuesto, señorita. Considérese como en su casa. Me dio una hoja grande de papel rayado y un lápiz despuntado del ejército. Empecé a escribir:
La mañana del 18 de julio de 1918, el capitán Guy Trentham, del Tercer Batallón de los Fusileros Reales, condujo a una compañía de hombres desde las trincheras aliadas a las líneas enemigas, matando a varios soldados alemanes antes de alcanzar sus trincheras, donde eliminó a una unidad enemiga por sí solo. El capitán Trentham siguió en persecución de otros tres soldados alemanes y, pese a quedarse sin municiones, logró matar a dos de ellos antes de atrapar a un capitán en el bosque cercano.
La misma noche, a pesar de estar rodeado de enemigos, rescató a dos hombres de su compañía, el soldado T. Prescott y el cabo C. Trumper, que se habían extraviado del campo de batalla y buscado refugio en una iglesia próxima. Cuando cayó la noche, les condujo de vuelta por terreno descubierto, mientras el enemigo disparaba intermitentemente en su dirección.
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