– También trabajo para «Trumper's», más o menos -admitió.
Cathy advirtió por el rabillo del ojo que sir Charles aparecía en el descansillo… Su primer encuentro con el presidente. Al igual que Alicia, quiso desaparecer por el ojo de una cerradura, pero su acompañante se mantuvo impertérrito, como si estuviera en su casa.
Su anfitrión sonrió a Cathy y bajó la escalera.
– Hola. Soy Charlie Trumper y he oído hablar mucho de usted, jovencita. La vi en la subasta italiana, por supuesto, y Becky me dijo que había hecho un trabajo soberbio. A propósito, felicidades por el catálogo.
– Gracias, señor -contestó Cathy, sin saber qué decir, mientras el presidente continuaba disparando frases como una ametralladora, ignorando a su acompañante.
– Veo que ya ha conocido a mi hijo -indicó sir Charles, mirándola-. No se deje engañar por su falsa pedantería; es tan bribón como su padre. Enséñale el Bonnard, Daniel-. Sir Charles entró en la sala de estar.
– Ah, sí, el Bonnard. El orgullo y la alegría de papá -dijo Daniel-. No se me ocurre una manera mejor de llevar a una chica al dormitorio.
– ¿Eres Daniel Trumper?
– No, Raffles, el conocido ladrón de obras de arte -dijo Daniel, cogiendo la mano de Cathy y guiándola hasta la habitación de sus padres.
– Bien… ¿Qué te parece? -preguntó él.
– Magnífico -fue el único comentario de Cathy cuando vio el enorme desnudo de Bonnard (Michelle, su amante, secándose) que colgaba sobre la cama de matrimonio.
– Mi padre está inmensamente orgulloso de esta dama -explicó Daniel-, Como nunca deja de recordarnos, pagó sólo trescientas guineas por ella.
– Tiene un gusto excelente.
– El mejor ojo inexperto del mercado, como dice siempre mamá. Y como ha elegido cada cuadro que cuelga en esta casa, ¿quién le va a llevar la contraria?
– ¿Tu madre no ha elegido ninguno?
– Ni hablar. Mi madre es, por naturaleza, una vendedora, mientras que mi padre es un comprador, una combinación inigualable desde que Duveen y Bernstein monopolizaron el mercado artístico.
– Los dos habrían merecido dar con sus huesos en la cárcel -dijo Cathy.
– A este respecto, me parece que mi padre terminará en el mismo sitio que Duveen. -Cathy rió-. Creo que ahora deberíamos bajar y apoderarnos de un poco de comida antes de que todo desaparezca.
Cuando entraron en el comedor, Cathy observó que Daniel cambiaba de sitio dos tarjetas.
– Bien, que me cuelguen, sñorita Ross -dijo Daniel, ofreciéndole una silla, mientras los demás invitados buscaban sus lugares-. Después de tantos esfuerzos, descubro que nos han sentado juntos.
Cathy sonrió cuando se sentó a su lado, observando a otra chica que buscaba desesperadamente su tarjeta. Daniel contestó a todas sus preguntas sobre Cambridge y, a su vez, quiso saberlo todo acerca de Melbourne, una ciudad que nunca había visitado. Por fin, surgió la pregunta inevitable.
– ¿A qué se dedican tus padres?
– No lo sé -respondió Cathy sin vacilar-. Soy huérfana.
– Estamos hechos el uno para el otro -sonrió Daniel.
– ¿Por qué?
– Soy hijo de un verdulero y de la hija de un panadero de Whitechapel. ¿Una huérfana de Melbourne, has dicho? Ocupas un peldaño superior al mío en la escala social, te lo aseguro.
Cathy rió cuando Daniel rememoró las primeras ocupaciones de sus padres. A medida que avanzaba la velada, Cathy pensó que aquel hombre era el único con el que desearía hablar sobre sus orígenes inexplicados e inexplicables.
Mientras tomaban café, Cathy reparó en una chica bastante tímida que se hallaba de pie detrás de su silla. Daniel se levantó y le presentó a Marjorie Carpenter, una estudiante postgraduada de Girton. No cabía duda de que era la invitada de Daniel, y que se había quedado sorprendida, por no decir decepcionada, cuando la vio sentada junto a él durante la cena.
Los tres charlaron sobre la vida en Cambridge, hasta que Daphne Wiltshire golpeó la mesa con una cuchara y, tras conseguir atraer la atención de todos, pronunció un discurso, en apariencia improvisado, pero que, en opinión de Cathy, lo tenía cuidadosamente preparado desde hacía días. Cuando brindó, los invitados se pusieron en pie y alzaron sus copas por «Trumper's». La marquesa, a continuación, hizo obsequio a sir Charles de una réplica en plata del 147. A juzgar por la expresión de su rostro, Charlie se sintió muy complacido. Tras un discurso muy ingenioso, tampoco improvisado, sospechó Cathy, su anfitrión tomó asiento.
– Debo irme -anunció Cathy unos minutos después-. He de levantarme pronto. Encantada de conocerte, Daniel -añadió, adoptando una repentina formalidad. Se estrecharon las manos como extraños.
– Nos veremos pronto -dijo Daniel.
Cathy fue a despedirse de sus anfitriones y les agradeció la maravillosa velada. Se marchó sola, después de comprobar que Simón mantenía una animada conversación con un joven rubio que trabajaba desde hacía poco en «Alfombras y Tapices».
Volvió paseando sin prisas a Chelsea Terrace, disfrutando de la noche, y llegó a su piso de 135 pocos minutos después de la medianoche, sintiéndose un poco como Cenicienta.
Mientras se desnudaba, pensó en lo agradable que había sido la velada, sobre todo por la compañía de Daniel y el placer de ver tantas obras de sus artistas favoritos. Se preguntó si… Sus pensamientos fueron interrumpidos por el timbre del teléfono.
Como ya era muy tarde, pensó que alguien se había equivocado de número.
– Te dije que nos veríamos pronto -dijo una voz.
– Vete a la cama, bobo.
– Ya estoy en la cama. Te llamaré por la mañana.
Cathy oyó un «clic».
Daniel telefoneó de nuevo pocos minutos después de las ocho.
– Acabo de salir del baño -anunció.
– Pues debes tener el mismo aspecto que Michelle. Tal vez sería mejor que me acercara para darte una toalla.
– Ya estoy envuelta en una toalla, gracias -rió Cathy.
– Qué pena. Soy un experto en secar, pero dejando aparte esto -añadió, antes de que ella pudiera contestar-, ¿por qué no te reúnes conmigo al Trinity el sábado? Hay una fiesta en el colegio. Sólo se celebra una por trimestre, de modo que si me das calabazas no nos veremos hasta dentro de tres meses.
– En ese caso, acepto, pero sólo porque no he ido a una fiesta desde que salí del colegio.
Cathy fue en tren a Cambridge y Daniel la esperó en la estación. Aunque la mesa de autoridades del Trinity intimidaba a los invitados más seguros de sí mismos. Cathy se sintió muy cómoda, sentada entre los profesores. No obstante, se preguntó cuántos alcanzarían una edad avanzada, comiendo y bebiendo de aquella manera cada día.
– No sólo de pan vive el hombre -fue la única explicación de Daniel durante la cena de siete platos.
Cathy imaginó que la orgía había terminado cuando les invitaron a casa del director, pero se quedó de piedra cuando le ofrecieron más dulces, acompañados de una botella de Oporto que circuló interminablemente, sin vaciarse jamás. Consiguió escapar, pero no antes de que el reloj del Trinity diera la una. Daniel la acompañó a una habitación para invitados, al otro lado del patio cuadrangular, y sugirió que asistiesen a los maitines del King's por la mañana.
– Me alegro de que no me hayas recomendado asistir al desayuno -dijo Cathy. Daniel la besó en la mejilla antes de despedirse.
El pequeño cuarto de invitados que Daniel había destinado a Cathy no era mucho más grande que su piso del 135, pero se quedó dormida en cuanto apoyó la cabeza sobre la almohada, despertándose cuando repicaron unas campanas. Supuso que provenían de la capilla del Colegio Real.
Daniel y Cathy llegaron a la capilla momentos antes de que el coro desfilara por la nave. El cántico resultaba mucho más emotivo que en el disco de Cathy, pues sólo la foto del coro en la solapa daba una leve idea de cómo sería la experiencia.
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