Después de la bendición, Daniel sugirió que pasearan por los jardines para desembarazarse de las últimas legañas. Cogió la mano de Cathy y no la soltó hasta que volvieron una hora después al Trinity para tomar un modesto almuerzo.
Por la tarde la llevó al museo Fitzwilliam, donde Cathy se quedó fascinada al ver el Saturno devorando a sus hijos de Goya.
– Es un poco como la mesa de autoridades del Trinity -fue el único comentario de Daniel. Después se acercaron al Queen's College, donde asistieron a un recital de fugas de Bach, interpretado por un cuarteto de cuerda formado por estudiantes. Cuando salieron, ya habían encendido las luces de gas que flanqueaban la calle Queen.
– Más cenas no, por favor -se burló Cathy, mientras paseaban por el puente de las Matemáticas.
Daniel rió y, tras recoger su maleta, la condujo de regreso a Londres en su pequeño MG.
– Gracias por este fin de semana memorable -dijo Cathy, cuando se detuvieron frente al 135 -. De hecho, «memorable» no es la palabra adecuada para describir estos dos últimos días.
Daniel le dio un breve beso en la mejilla.
– Repitámoslo el próximo fin de semana -sugirió él.
– Si hablabas en serio cuando dijiste que te gustaban las mujeres delgadas, ni hablar.
– Muy bien, probémoslo de nuevo sin la comida; tal vez incluiremos una partida de tenis esta vez. Quizá sea la única forma de descubrir el nivel del segundo equipo femenino de la universidad de Melbourne.
Cathy lanzó una carcajada.
– ¿Le darás las gracias a tu madre por la maravillosa fiesta del jueves pasado? Ha sido una semana en verdad memorable.
– Lo haré, pero es muy probable que la veas antes de que yo tenga la oportunidad de transmitirle tu mensaje.
– ¿No vas a quedarte esta noche en casa de tus padres?
– No, debo volver a Cambridge… Tengo que dar una clase a las nueve de la mañana.
– Si me lo hubieras dicho, habría cogido el tren.
– Y yo me habría privado de dos horas de tu compañía -replicó Daniel, despidiéndose con un ademán.
La primera vez que durmieron juntos, en su incómoda cama individual, Cathy supo que quería pasar el resto de su vida con Daniel. Deseó únicamente que no fuera el hijo de sir Charles Trumper.
Le rogó que no hablara a sus padres de la relación que les unía. Estaba decidida a demostrar su valía en «Trumper's», explicó, y no quería recibir favores porque salía con el hijo del jefe.
Sin embargo, después de la subasta de plata, su descubrimiento sobre el hombre de la corbata amarilla y su informe bajo mano al periodista del Telegraph, no le importó tanto que los Trumper se enteraran de la situación.
El lunes posterior a la subasta de plata, Becky invitó a Cathy a integrarse en la junta directiva de la sala de subastas, formada hasta entonces por Simón, Peter Fellowes, responsable de investigaciones, y la propia Becky.
Becky también pidió a la joven que preparase el catálogo para la subasta de impresionistas que se celebraría en otoño y asumiera otras responsabilidades, incluyendo la supervisión del mostrador principal.
– Paso siguiente, directora de la empresa -comentó Simón.
Telefoneó a Daniel aquella mañana para darle la noticia.
– ¿Significa eso que podemos dejar de engañar a mis padres?
Cuando Charlie telefoneó a Daniel al día siguiente para anunciarle que su madre y él querían ir a Cambridge, para hablar de algo importante, Daniel les invitó a tomar el té en sus aposentos el domingo, advirtiéndoles de que él también tenía algo «importante» que comunicarles.
Daniel y Cathy hablaron por teléfono cada día de aquella semana, y ella empezó a preguntarse si no sería mejor avisar a los padres de Daniel de que acudiría también a tomar el té. Daniel no quiso ni oírla, afirmando que no tenía muchas ocasiones de ganarle la delantera a su padre, y no tenía la menor intención de perderse la satisfacción de ver la sorpresa reflejada en sus rostros.
– Y te contaré otro secreto -añadió Daniel-. He solicitado el puesto de profesor de matemáticas en el King's College, en Londres.
– Vas a hacer un gran sacrificio, doctor Trumper, pues cuando vivas en Londres no pienso alimentarte como lo hacen en el Trinity.
– Excelente noticia. Eso significará menos visitas al sastre.
La reunión que tuvo lugar en los aposentos de Daniel fue maravillosa, en opinión de Cathy, aunque Becky pareció un poco nerviosa al principio, y se mostró muy agitada después de la misteriosa llamada telefónica de un tal señor Harrison.
La alegría de sir Charles al saber que Daniel y ella pensaban casarse durante las vacaciones de Pascua fue auténtica, y Becky manifestó su entusiasmo ante la idea de tener como nuera a Cathy. Charlie se olvidó de Cathy cuando cambió de tema bruscamente y preguntó quién había pintado la acuarela que colgaba sobre el escritorio de Daniel.
– Cathy -dijo Daniel-, Por fin un artista en la familia.
– ¿Pintas así de bien, jovencita? -preguntó Charlie, incrédulo.
– Claro que sí -insistió Daniel mirando la acuarela-. Mi regalo de compromiso. Además, es el único original que Cathy ha pintado desde que llegó a Inglaterra, de modo que no tiene precio.
– ¿Pintarás uno para mí? -preguntó Charlie, tras estudiar la pequeña acuarela con más atención.
– Me encantaría -contestó Cathy-, pero ¿dónde lo va a colgar? ¿En el garaje?
Después del té, los cuatro pasearon por los jardines, pero Becky se sintió decepcionada, porque los padres de Daniel parecían ansiosos por volver a Londres antes del concierto vespertino en la capilla.
Cuando volvieron de las vísperas, hicieron el amor en la estrecha cama de Daniel. Cathy le advirtió que la fecha fijada para la boda tal vez se había retrasado en exceso.
– ¿Qué quieres decir?
– Aún no me ha venido la regla. Me tocaba la semana pasada.
Daniel se alegró tanto que quiso llamar a sus padres para que compartieran su alborozo.
– No seas tonto -dijo Cathy-. Todavía no hay nada confirmado. Sólo espero que tus padres no se horroricen demasiado cuando se enteren.
– ¿Horroricen? Me extrañaría mucho. No se casaron hasta un mes después de nacer yo.
– ¿Cómo lo sabes?
– Comparé la fecha de mi partida de nacimiento con la del certificado de matrimonio. Muy sencillo. Por lo visto, durante varias semanas nadie quiso admitir mi procedencia.
Aquel descubrimiento convenció a Cathy de que, antes de casarse, debía dar por descartada toda posibilidad de estar relacionada con la señora Trentham. Aunque Daniel había logrado hacerle olvidar el problema de sus padres durante varios meses, no podía mirar a la cara a los Trumper pensando que, algún día, les iba a defraudar y, aún peor, que tenía un parentesco con la mujer que más detestaban. Como Cathy había descubierto, sin quererlo, donde vivía la señora Trentham, decidió escribirle una carta nada más volver a Londres.
Redactó un esbozo el domingo por la noche y se levantó muy temprano al día siguiente para escribir un segundo:
Chelsea Terrace, 135
LONDRES
SW10
20 de noviembre de 1950
Apreciada señora Trentham:
Soy una completa desconocida para usted, pero le escribo con la esperanza de que pueda ayudarme a solucionar un dilema con el que me enfrento desde hace varios años.
Nací en Melbourne (Australia) y nunca he sabido quiénes fueron mis padres, pues me abandonaron a una edad muy temprana. En realidad, fui educada en un orfanato llamado St. Hilda. La única prueba que poseo de su existencia es una Cruz Militar en miniatura que mi padre me dio cuando era muy pequeña. Bajo un lado están grabas las iniciales «G. F. T.».
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