El coste final de «Trumper's», por culpa de la inflación, las huelgas y la escalada de precios de los constructores, pasó del medio millón de libras estimado en un principio a cerca de setecientas treinta mil. Como resultado, la empresa consideró necesario emitir más acciones para cubrir los gastos extraordinarios.
De nuevo las peticiones superaron la oferta, algo muy halagador, pero yo temía que la señora Trentham acaparara la mayoría de cualquier nueva emisión, pero no tenía forma de demostrarlo. Esta dispersión de mis acciones significó que, por primera vez, mi paquete personal descendió por debajo del cuarenta por ciento.
Fue un verano muy largo, pero Cathy iba recobrando fuerzas a cada día que pasaba. Por fin, el médico le permitió que volviera al número 1. Se reintegró al día siguiente, y dio la impresión de que nunca se hubiera ausentado, en opinión de Becky, aunque nadie volvió a mencionar en su presencia el nombre de Daniel.
Un mes después, volví a casa una noche y encontré a Cathy paseando arriba y abajo del vestíbulo.
– Llevas una política de personal equivocada -dijo, en cuanto yo cerré la puerta.
– ¿Perdón, jovencita? -aún no había tenido tiempo de quitarme el gabán.
– Es errónea -repitió-. Los norteamericanos ahorran miles de dólares en sus almacenes gracias a estudios de eficacia, mientras en «Trumper's» nos comportamos como si aún estuviéramos correteando por el arca.
– El personal del arca se hallaba prisionero -le recordé.
– Hasta que dejó de llover. Charlie, has de comprender que podríamos ahorrar ochenta mil libras al año sólo en salarios, como mínimo. No he estado ociosa estas últimas semanas. De hecho, he preparado un informe para demostrar que tengo razón.
Dejó una caja de cartón en mis brazos y salió del vestíbulo como una exhalación.
Después de cenar revolví durante una hora en la caja y leí los hallazgos preliminares de Cathy. Había detectado un exceso de personal que todos habíamos pasado por alto, y explicaba con gran lujo de detalles cómo podíamos capear la situación sin enfurecer a los sindicatos.
Durante el desayuno de la mañana siguiente, Cathy continuó explicándome sus teorías, como si yo no me hubiera ido a la cama.
– ¿Me escuchas, presidente? -preguntó. Siempre me llamaba «presidente» cuando estaba decidida a demostrarme algo. Supuse que le había robado el truco a Daphne.
– Soy todo oídos -respondí, y hasta Becky levantó la vista de su plato de huevos con bacon.
– ¿Quieres que te demuestre que tengo razón?
– Te lo ruego.
Desde aquel día, siempre que llevaba a cabo mis rondas matutinas, encontraba inevitablemente a Cathy en una planta diferente, haciendo preguntas, observando o tomando copiosas notas, a menudo con un cronómetro en la otra mano. Nunca le pregunté qué hacía, y si alguna vez me veía se limitaba a decir «Buenos días, presidente».
Los fines de semana oía a Cathy escribir a máquina en su habitación hora tras hora. Una mañana, sin previo aviso, encontré en la mesa del desayuno una gruesa carpeta, en lugar del plato de huevos fritos con dos lonjas de bacon.
Aquella tarde leí en la cama lo que Cathy había escrito. A la una de la madrugada había llegado a la conclusión de que la junta debía llevar a la práctica la mayoría de sus recomendaciones sin más dilación.
Yo sabía exactamente lo que quería hacer, pero necesitaba la bendición del doctor Miller. Telefoneé al hospital de Addenbrooke aquella noche. La enfermera jefe me dio el número de su domicilio. Hablamos durante una hora por teléfono. Dijo que no temía por el futuro de Cathy, sobre todo ahora que recordaba pequeños incidentes del pasado e incluso tenía ganas de hablar sobre Daniel.
A la mañana siguiente, cuando bajé a desayunar, encontré a Cathy esperándome. No pronunció ni una palabra mientras yo devoraba mi tostada con mermelada, fingiendo estar absorto en el Financial Times.
– Muy bien, me rindo -dijo.
– Será mejor que no -la previne, sin levantar la vista del diario-, porque eres el punto siete en el orden del día de la reunión que celebrará la junta el mes que viene.
– ¿Y quién va a presentar mi caso? -preguntó Cathy con nerviosismo.
– Yo no, desde luego. Y no se me ocurre nadie más que pueda hacerlo.
Durante las noches siguientes, siempre que me iba a la cama reparaba en que el tecleo de la máquina de escribir había cesado. Sentí tanta curiosidad que, en cierta ocasión, atisbé por la puerta entreabierta de su dormitorio. Cathy se hallaba de pie ante el espejo, con un gran tablero blanco, montado sobre un caballete, cubierto por una masa de alfileres de colores y flechas formadas por puntos.
– Lárgate -dijo, sin darse la vuelta. Comprendí que no tenía más remedio que esperar hasta que se reuniera la junta.
Stephen Miller me advirtió que la prueba de tener que presentar su caso ante la junta podía ser excesiva para la joven, y que yo debería llevarla a casa en cuanto empezara a mostrar señales de tensión.
– No la fuerce demasiado -fueron sus últimas palabras.
– No permitiré que eso ocurra -contesté.
Aquel jueves por la mañana todos los miembros de la junta estaban sentados en sus puestos tres minutos antes de las diez. La reunión empezó con tranquilidad. Se leyeron las disculpas por ausencia y se aprobó el acta de la reunión anterior. Conseguimos hacer esperar una hora a Cathy, pues en el punto número 3 del orden del día (la rutinaria decisión de renovar la póliza de seguros de la empresa con la «Prudential»), Nigel Trentham aprovechó la oportunidad como una excusa para irritarme, con la esperanza, sospeché, de que perdiera los nervios. Lo habría hecho, de no ser tan obvios sus propósitos.
– Creo que ha llegado el momento de realizar un cambio, señor presidente -dijo -. Sugiero que traslademos la póliza a «Legal & General» -anunció.
Desvié mis ojos hacia la parte izquierda de la mesa y los enfoqué en el hombre cuya presencia siempre me traía el recuerdo de Guy Trentham y del aspecto que tendría en su madurez. Llevaba un elegante traje cruzado de impecable corte, que disimulaba su problema de peso. Sin embargo, nada podía disimular la doble papada o la calvicie prematura.
– Debo recordar a la junta -empecé- que «Trumper's» trabaja con la «Prudential» desde hace treinta años. Aún más, nunca nos ha fallado. Por otra parte, es muy improbable que «Legal & General» nos ofrezca condiciones más favorables.
– Pero poseen el dos por ciento de las acciones de la empresa -indicó Trentham.
– La «Prudential» todavía posee el cinco por ciento -recordé a mis directores, sabiendo que Trentham se había olvidado de hacer los deberes una vez más. La discusión se habría prolongado durante horas interminables, como un encuentro de tenis entre Dobney y Fraser, de no haber intervenido Daphne para solicitar la votación.
Aunque Trentham perdió por siete a tres, el altercado sirvió para recordar a todos los presentes cuáles eran sus intenciones a largo plazo. Durante los últimos dieciocho meses, Trentham se había dedicado, con la ayuda del dinero de su madre, a aumentar su caudal de acciones de la empresa, hasta alcanzar una cota que yo estimaba del catorce por ciento. Eso era fácil de controlar, pero yo era muy consciente de que el fideicomiso Hardcastle poseía también un diecisiete por ciento de las acciones… Un paquete que habría pertenecido a Daniel, pero que, tras la muerte de la señora Trentham, pasaría automáticamente al pariente más cercano de sir Raymond. Aunque Nigel Trentham perdió la votación, no demostró decepción mientras ordenaba sus papeles. ¿Pensaba acaso que el tiempo obraba a su favor?
– Punto siete -dije. Me incliné hacia Jessica y le pedí que invitara a Cathy a reunirse con nosotros. Cuando la joven entró en la sala, todos los hombres se pusieron en pie. Hasta Nigel Trentham hizo ademán de levantarse.
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